La dimensión terciopelo de mi vida
Por Marina Benjamin
Miércoles 12 de febrero de 2020
"Estar sin dormir es desear y ser descubierto deseando", escribe Marina Benjamin en sus memorias del insomnio. Leé el arranque de la novedad de Chai Editora.
Por Marina Benjamin. Tradución de Florencia Parodi.
A veces escuchas un zumbido. O una corriente espectral de aire te para los pelos de la nuca y te enfría la piel; o algo sube liviano como una pluma por la cara interna de tu antebrazo. Un sacudón repentino, tal vez solo un parpadeo, después una sensación de caer hacia arriba y ahí está. Y ahí estás tú también.
Si insistimos en definir algo en los términos de aquello que anula, ¿cómo podremos reconocer la esencia de lo que se ha perdido cuando finalmente aparezca? ¿Y cómo darnos cuenta de si ganamos algo con su presencia? Este es el problema con el insomnio.
De noche, cuando me desvelo, el mundo cobra otra tonalidad. Es más silencioso y más cercano. Empiezo a prestar atención a las texturas de las sombras. Percibo la oscuridad que se va espesando y cuelga como un paño de terciopelo sobre la noche profunda, y el tinte negro-verdoso que se observa cuando la humedad carga la atmósfera con está tica. Después, la penumbra cede gentilmente anunciando el amanecer, y no se siente tanto como una insinuación de la luz, sino más como una indefinición en los bordes de la percepción. Parece como si un óptico te hubiese colocado un lente difuso sobre los ojos y luego te examinara preguntándote sobre las figuras borrosas que bailan en tu visión periférica. En mis desvelos, he llegado a comprender que hay una taxonomía de la oscuridad por descubrir, y con ella un vocabulario nocturno que podemos aprender.
En la dimensión de terciopelo de mi vida insomne soy un fantasma de pies pesados que se mueve de una habitación a otra, plomizo, fatigado, presente pero a la vez ausente. Leo durante una hora, me hago una taza de té y me quedo sentada al lado del perro. Nos miramos el uno al otro con grandes ojos vacunos y me maravillo ante esa facilidad animal para dormir. Acurrucado al lado mío en el sofá, se apaga en cuestión de minutos y queda con las piernas extendidas, como una gaita, mientras su pequeño cuerpo tibio se eleva y se hunde. Ante el más mínimo movimiento se despierta pero sin alarmarse, simplemente me dirige esos ojos marrones húmedos queriendo saber si el mundo permanece inalterado.
En noches como esas dejo un rastro para que sea descubierto al día siguiente: mis lentes para leer volteados sobre la mesa ratona, tirados ahí sin cuidado como un par de zapatos de fiesta, un libro abierto boca abajo sobre una silla, migas en la mesada de la cocina. Consumida por el cansancio, me quedo parada en la luz polvorienta del living apretándome la bata contra el cuerpo, tratando de descifrar las pistas para reconstruir los eventos de la noche anterior, pero mi mente sigue en blanco. La mise-en-scène de las estrellas matutinas se parece a la escena de un crimen. Lo único que falta es el contorno de una figura dibujado en el piso: el cuerpo ausente, despierto cuando debería estar dormido.
También hay noches claras, iluminadas por la luna, noches espeluznantes en que todo parece agudizado y me despierto de golpe con la conciencia inquieta y la mente acelerada. Presa de una manía enervante, bajo haciendo crujir las escaleras y prendo la computadora para buscar malas noticias de lugares donde reina la luz del día: la explosión de una bomba, una masacre humana, inundaciones, incendios, ataques terroristas. Desastres habituales. Me agito y me desespero, exaltada de emoción ante noticias lejanas. Me dejo retener por la noche porque estoy convencida de que el misterio secreto de nuestra existencia podría estar en sus entrañas. Busco una revelación, algún dato valioso para llevar conmigo cuando cruce la frontera entre la noche y el día.
Pero dónde buscar ese tesoro escondido en esta calesita en marcha: un recuerdo fugaz de mi hija haciendo hula hula con un aro, Earth, Wind & Fire cantando “Ah-li-ah-li-ah”, un presentimiento de abandono: ¿soy o no soy amada?
Insomnio (sustantivo): imposibilidad habitual o incapacidad para dormir. Proviene del latín insomnium, que significa ‘sin dormir’. El lamento del insomne era conocido por Artemidoro de Daldis, uno de los más antiguos intérpretes de sueños de Occidente. En su tratado del siglo II, Oneirocritica, Artemidoro distinguió los sueños que surgen de la experiencia de vida del soñador o la soñadora y se conjuran mediante símbolos extraídos de la materia prima de sus deseos, de aquellos sueños proféticos u oneiroi, dones que nos son enviados. Pero los griegos tenían otro término para designar la falta de sueño: agrypnotic, de agrupos, que significa ‘desvelado’ y que a su vez deriva de agrein, ‘perseguir’, y de hypnos, ‘sueño’. El insomnio, por lo tanto, no es solo un estado de falta de sueño, un asunto de negaciones. Implica la búsqueda activa del sueño. Es un estado de anhelo.
¿Qué anhelo? Me hago esta pregunta a la hora de las brujas porque de día es imposible formularla. En determinados momentos turbulentos, el anhelo es tan inmenso y hondo y contundente que se devora el mundo. Desafía la comprensión, simplemente es. Y yo soy un agujero negro, vacío de sustancia, codicioso y deseante. Estar sin dormir es desear y ser descubierto deseando.