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Ficcion

J. M. G. Le Clézio y el espectáculo de la realidad

Premio Nobel de Literatura

Desde su debut con El atestado (Le procès-verbal, 1963, premio Renaudot) ha publicado más de 30 libros. Ahora, El cuenco de plata lanza El libro de las fugas y comparte con nosotros un extracto: "Venga a ver la exposición permanente de las aventuras que relatan la pequeña historia del mundo".

Por J. M. G. Le Clézio. Traducción de Maya González Roux.

 

 

 

 

Lo invito a participar en el espectáculo de la realidad. Venga a ver la exposición permanente de las aventuras que relatan la pequeña historia del mundo. Están allí. Trabajan. Van y vienen durante días, horas, segundos, siglos. Se mueven. Tienen palabras, gestos, libros y fotos. Actúan sobre la superficie de la tierra que cambia de modo imperceptible. Suman, multiplican. Son ellos. Están listos. No hay nada que analizar. En todas partes. Siempre. Son millones de escolopendras que corren alrededor de la vieja basura que se arroja. Los espermatozoides, las bacterias, los neutrones y los iones. Tiemblan, y ese largo estremecimiento que persiste, esa vibración, esa fiebre dolorosa, es más que la vida o la muerte, es más de lo que se puede decir o creer, es la fascinación.

Quisiera poder escribirle, como en una carta, todo lo que vivo. Quisiera hacerle entender por qué debo irme un día, sin decir nada a nadie, sin dar explicaciones. Es un acto que se ha vuelto necesario, y cuando haya llegado el momento (no puedo decir ni dónde, ni cuándo, ni porqué), lo haré, así, simplemente, en silencio. Los héroes son mudos, es verdad, y los actos realmente importantes aparecen como frases escritas sobre las losas de las sepulturas.

Entonces, quisiera enviarle una postal, para intentar anunciarle todo esto. Sobre el reverso de la postal habría una foto pancromática, cubierta con una capa de barniz, y una firma: MOREAU. Sobre la foto, se vería a una niña con harapos, la piel color cobre, mirándolo con ojos temerosos rodeados por pestañas y cejas negras. La pupila de los ojos estaría agrandada y tendría en el centro un reflejo luminoso, tal vez para siempre, y esto significaría que su mirada estaba viva.

La niña con pechos incipientes mantendría su cuerpo en una pose torpe, la parte superior del busto giraría en sentido inverso de las caderas, y esto significaría que estaba lista para huir, para desaparecer en la nada.

Llevaría hacia su boca la mano derecha, con un gesto que habría querido travieso, un poco perverso, pero que solo sería un gesto temeroso, de defensa. La mano izquierda, por su parte, caería a lo largo del cuerpo, en el extremo de un brazo desnudo de piel muy morena. Una pulsera de hojalata se habría deslizado sobre el puño. Y la mano, con largos dedos sucios, se habría cerrado sobre la moneda que se le había dado para poder sacar la foto.

Ella habría sido así, surgiendo un día del vacío, luego olvidada, y de ella solo quedaría esta imagen frágil, esta fi gura de proa navegando ante lo desconocido, afrontando los peligros, recibiendo las gotitas marinas que la invadían.

Ella habría estado así, reproduciéndose mágicamente en miles de ejemplares, colgada de los torniquetes metálicos de las fachadas de los bazares. Rostro hambriento, ojos rodeados de negro, cabellos flotando con mechas sucias, frente sin pensamiento, sienes sin latidos, nuca insensible, boca roja entreabierta que muerde continuamente el índice de la mano derecha replegado. Y después hombros inmóviles, cuerpo recubierto de tela desgarrada, de donde la sangre y el agua se habían alejado. Cuerpo de papel, piel de papel, carne fibrosa pintada por colorantes químicos. Era ella, ella a quien un día había que encontrar, entre todas las otras, para llevarla e ir a lo largo de las rutas que van indefinidamente de la mentira hacia la verdad.

                             Firmado: Walking Stick.

 

 

Ahora, los hombres y las mujeres. Hay muchos en las calles de la ciudad, de todo tipo, de todas las edades. Sin saberlo, un día nacieron, y desde ese día no cesaron de huir. Si se los sigue al azar, en sus andanzas, o si se los observa a través de los agujeros de las cerraduras, se los ve viviendo. Si, cuando llega la noche, uno entra en la oficina de correos, abre el viejo libro cubierto de polvo y lee lentamente sus nombres, todos los nombres que tienen: Jacques ALLASINA. Gilbert POULAIN. Claude CHABREDIER. Florence CLAMOUSSE. Frank WIMMERS. Roland PEYETAVIN. Patricia KOBER. Milan KIK. Gérard DELPIECCHIA. Alain AGOSTINI. Walter GIORDANO. Jérôme GERASSE. Mohamed KATSAR. Alexandre PETRIKOUSKY. Yvette BOAS. Anne REBAODO. Patrick GODON. Apollonie LE BOUCHER. Monique JUNG. Genia VINCENZI. Laure AMARATO. Todos sus nombres son lindos y claros, uno no se cansa de leerlos sobre las páginas gastadas de los anuarios.

También uno podía llamarse HOGAN, y ser un hombre de raza blanca, dolicocéfalo con cabello claro y ojos redondos. Había nacido en Langson (Vietnam), y tenía alrededor de veintinueve o treinta años. Vivía en un país que se llamaba Francia, y hablaba, pensaba, soñaba, deseaba en una lengua que se llamaba francés. Y esto era importante: si uno se llamaba Kamol, nacido en Chantanaburi, o Jesús Torre, nacido en Sotolito, habría tenido otras palabras, otras ideas, otros sueños.

Estábamos ahí, en el cuadrado dibujado por el suelo barroso, con los arbustos y las piedras. Habíamos comido mucho de ese suelo, bebido mucho de esos ríos. Habíamos crecido en el medio de esa jungla, habíamos transpirado, orinado, defecado en ese polvo. Las cloacas habían corrido bajo la piel como venas, la hierba había tiritado como una pelambrera. El cielo había estado ahí, todo el tiempo. Era un cielo conocido, con ligeras nubes de vapor. Por la noche había muchas estrellas y a veces una luna redonda y otras delgada. Sin sospechar nada, se habían realizado todos esos actos. Un día, se vio un fuego ardiendo en el centro de un campo, en esa porción de tierra, ese día de ese año, bajo tal nube gris, arqueando esas ramitas y royendo ese pedazo de madera podrida.

Otro día, se vio a una joven pasar por la calle, a lo largo de la vereda, llevando una bolsa de plástico amarillo en la mano derecha. Y se había creído que era la única mujer del mundo, mientras avanzaba y ponía un pie delante del otro de manera clara, moviendo sus largas piernas desnudas, moviendo sus caderas bajo su vestido de lana rosa, llevando hacia adelante sus dos senos encastrados en el corpiño de nylon negro. Caminaba muy erguida, subiendo por la calle desierta, y alguien dijo:

“Yo quería, señorita, quería preguntarle una cosa, si me permite, discúlpeme que la aborde así, pero yo quería decirle.”

Encendiendo un cigarrillo, en el café repleto de ruidos, y olfateando el olor suave que emanaba del cuerpo de lana rosa:

“Sabes, eres muy bella, sí, es verdad, eres bella. ¿Cómo te llamas? Yo me llamo Hogan, nací en Langson (Vietnam), ¿sabe dónde es? Está en la frontera china. ¿Quiere, quieres que tomemos otro café? Si quieres, hay una buena película en el cine Gaumont, Shock Corridor, ya la vi dos veces. ¿Eh?”

Y con muy poco habría sido suficiente, un desplazamiento insignificante hacia la derecha, algunas sílabas cambiadas en el apellido pero, en lugar de decir eso, habría dicho:

“Pedazo de basura, ¡ya verás! ¿Acaso crees que no entendí? Tú, tú lo hiciste a propósito, hace meses que me di cuenta, quieres tomarme el pelo. ¿Crees que no entendí la jugada del atado de cigarrillos? ¿Crees que no vi nada? Porquería, basura, y además no camines, escúchame cuando te hablo, no, ¡no hagas como si no me escucharas!”

Y habría hecho un gesto con el brazo, y en el extremo del brazo, su mano estaría empuñando el mango de un cuchillo afilado, y la hoja fría habría penetrado un poco a través del pecho izquierdo de la joven, que habría dicho, una sola vez:

“¡Ay!”

y habría muerto.

 

 

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