Ficción

Historia de mi palomar

Un relato de Isaak Bábel

Escrito en 1925 y dedicado a Gorki, compartimos este relato magistral con tinte autobiográfico del periodista, escritor y dramaturgo soviético. Tomado de Historia de mi palomar y otros relatos (Editorial Minúscula, 2020).

Por Isaak Bábel. Traducción de Ricardo San Vicente.

 

A Maksim Gorki

 

 

De niño mi gran deseo fue tener un palomar. En toda mi vida no he tenido un deseo más grande. Con nueve años, mi padre me prometió darme dinero para comprar unos listones y tres parejas de palomas.

Corría entonces el año 1904. Me estaba preparando para los exámenes del curso preparatorio del instituto de Nikoláyev. Mi familia vivía en Nikoláyev, una ciudad de la provincia de Jersón. La provincia ya no existe y la ciudad se incorporó al distrito de Odesa.

Solo tenía nueve años y los exámenes me daban miedo. En ninguna de las dos asignaturas —lengua rusa y aritmética— podía obtener una nota que bajara del sobresaliente. El cupo de judíos era estricto en nuestro instituto, tan solo el cinco por ciento. De los cuarenta niños, solo podían ingresar en la clase preparatoria dos judíos. Las preguntas de los maestros eran capciosas; a nadie le preguntaban de manera tan retorcida como a nosotros. Por eso mi padre, al prometerme las palomas, me pedía una nota de matrícula de honor. Mi padre me sometió a una auténtica tortura y yo me sumergí en un inacabable duermevela, en un largo y desesperado sueño infantil. Me presenté al examen sumido en aquel sueño y de todos modos salí más airoso que otros.

Yo estaba dotado para las ciencias. Los maestros, a pesar de sus argucias, no podían desposeerme de mi inteligencia ni de mi insaciable memoria. Estaba dotado para las ciencias y saqué dos matrículas. Pero luego todo cambió. Jaritón Efrussi, un comerciante de trigo que exportaba grano a Marsella, pagó un soborno de quinientos rublos por su hijo, a mí me pusieron, en lugar de una matrícula, solo un sobresaliente, y en el instituto admitieron en mi lugar al pequeño Efrussi. El desconsuelo de mi padre no tenía límites.

Desde los seis años me había instruido en todas las ciencias que uno pueda imaginar. El sobresaliente lo sumió en la desesperación. Quiso darle una paliza a Efrussi o pagar a dos cargadores para que se la dieran, pero mi madre lo disuadió; de modo que me puse a preparar el examen del año siguiente, para el primer curso. Sin decírmelo, mi familia persuadió a un maestro para que en un año me enseñara las materias del curso preparatorio y de primero a la vez; y, como desconfiábamos de todo, me aprendí de memoria tres libros. Los libros eran: la Gramática de Smirnovski, el Manual de Problemas de Evtushevski y el Manual de Introducción a la Historia de Rusia de Putsikóvich. Los niños ya no estudian con estos libros, pero yo me los aprendí de memoria, del principio al final, y en el examen de lengua rusa con el profesor Karaváyev, al año siguiente, saqué la inalcanzable matrícula de honor.

Karaváyev era un tipo sonrosado e iracundo, antiguo estudiante de Moscú. Apenas había cumplido los treinta años. En sus vigorosas mejillas florecían los colores, como en los muchachos campesinos; en una de ellas le crecía una verruga y de esta emergía un manojo de cenicientos pelos de gato. Además de Karaváyev asistía al examen el subdirector Piatnitski, persona considerada importante en el instituto y en toda la provincia.

El subdirector me preguntó sobre Pedro I y entonces creí perder el sentido, tuve la sensación de que se me acercaba el fin y que caía en un abismo, un abismo seco, empedrado de arrobo y desesperación.

De Pedro I me sabía de memoria el libro de Putsikovich y los versos de Pushkin. Recité aquellos versos como en un sollozo; de pronto las caras humanas rodaron en mis ojos y se mezclaron allí como las cartas de una baraja nueva. Se barajaban en lo profundo de mis ojos, y en aquellos momentos, tembloroso y erguido, gritaba a toda prisa y con todas mis fuerzas las estrofas de Pushkin. Las grité largo rato, nadie interrumpía mi enloquecido farfulleo. A través de la encendida ceguera, a través de la libertad que me había poseído, veía solo la vieja cara inclinada de Piatnitski con su barba plateada. El maestro no me interrumpió y solo comentó a Karaváyev, contento tanto por mí como por Pushkin:

—¡Qué pueblo este! —susurró el anciano—, sus malditos niños judíos tienen el demonio en el cuerpo.

Y cuando hube callado, dijo:

—Bien, ve, amiguito…

Salí de la clase al pasillo y allí, apoyado en una pared sin blanquear, empecé a despertar de los espasmos de mi sueño. Unos chicos rusos jugaban a mi alrededor, la campana del instituto colgaba no lejos, bajo el hueco de la escalera pública; el guarda dormía sobre una silla desfondada. Yo miraba al guarda y me despertaba. Los chicos se acercaban a mí por todos lados. Querían darme un coscorrón o simplemente jugar; por el pasillo apareció de pronto Piatnitski. Pasó de largo, se detuvo un instante, la levita recorrió su espalda como una ola difícil y lenta. Vi la alarma en esa espalda ancha, corpulenta y señorial, y me encaminé hacia el anciano.

—Niños —dijo dirigiéndose a los alumnos—, dejad tranquilo a este muchacho. —Y depositó su mano rolliza y delicada sobre mi hombro—. Amiguito —Piatnitski se volvió hacia mí—, dile a tu padre que estás admitido en la primera clase.

Un rollizo medallón brilló en su pecho. Y las condecoraciones sonaron en la solapa, su cuerpo, grande, negro e uniformado, se alejó sobre sus rectas piernas. Flanqueaban su cuerpo las sombrías paredes y Piatnitski se movía entre ellas como se mueve una barcaza en un profundo canal, hasta desaparecer tras las puertas del despacho del director.

Un diminuto sirviente, ruidoso y solemne, le llevó un té, y yo corrí a casa, a la tienda.

En nuestro local, sumido en la duda, se sentaba rascándose un comprador, un mujik. Al verme mi padre dejó al mujik y, sin dudarlo, creyó mi relato. Le gritó al dependiente que cerrara la tienda y se lanzó hacia la calle de la Catedral a comprarme la gorra con el escudo. Mi pobre madre apenas logró arrancarme de aquel hombre enloquecido. Estaba en aquel momento pálida y adivinaba el destino. Me acariciaba y al punto me rechazaba con repugnancia. Dijo que en los diarios anunciaban a todos los admitidos en el instituto y que Dios nos castigaría y la gente se reiría de nosotros si comprábamos el uniforme antes de hora. Mi madre estaba pálida, trataba de adivinar el destino en mis ojos y me miraba con amarga compasión, como a un tullido, pues solo ella sabía cuán desdichada era nuestra familia.

Todos los hombres de nuestra estirpe eran confiados con la gente y dados a cometer actos irreflexivos, no teníamos suerte en nada. Mi abuelo fue en su tiempo rabino en Bélaya Tsérkov, lo echaron de allí por blasfemo y el hombre vivió ruidosa y pobremente cuarenta años más, estudió lenguas extranjeras y empezó a volverse loco al cumplir los

ochenta. Mi tío Lev, el hermano de mi padre, estudió en la yeshivah de Volozhin, en 1892 huyó del servicio militar y raptó a la hija del intendente que servía en la región militar de Kíev. El tío se llevó a la mujer a California; allí, en Los Ángeles, la abandonó y murió en una casa de locos, entre negros y malayos. Después de su muerte, la policía americana nos mandó su herencia desde Los Ángeles, un gran baúl guarnecido de flejes marrones de hierro. El baúl contenía unas pesas de gimnasia, unos mechones de cabello de mujer, el taled del abuelo, unos látigos con empuñadura dorada y té de flores en estuches adornados con perlas baratas. De toda la familia solo quedaban el loco tío Simon, que vivía en Odesa, mi padre y yo. Pero mi padre era confiado con la gente, aunque la ofendía con su entusiasmo propio de un primer amor, algo que los demás no le perdonaban, y lo engañaban. Por eso mi padre creía que un destino aciago regía su vida, que un ser inexplicable parecido en todo a él lo perseguía. De modo que, de toda nuestra familia, a mi madre solo le quedaba yo. Como todos los judíos, yo era bajo de estatura y escuálido, y tenía dolores de cabeza de tanto estudiar. Todo esto lo veía mi madre, una persona a la que nunca cegó el indigente orgullo de su marido ni la incomprensible fe de que algún día nuestra familia se haría más rica y más poderosa que el resto del mundo. Mi madre no confiaba en nuestra suerte; tenía miedo de comprar la blusa del uniforme y solo dejó que me fotografiaran para un retrato grande.

El 20 de septiembre de 1905 colgaron en el instituto la lista de los admitidos en primero. En la tabla se mencionaba también mi nombre. Todos nuestros parientes fueron a mirar aquel papel, e incluso Shoil, mi tío abuelo, fue al instituto. Quería a aquel viejo fanfarrón porque vendía pescado en el mercado. Sus manos gruesas estaban húmedas, cubiertas de escamas, y apestaban a mundos fríos y maravillosos. Shoil se distinguía también del resto de los mortales por las patrañas que contaba sobre la insurrección polaca de 1861. En tiempos remotos Shoil había sido tabernero en Skvira. Vio como los soldados de Nicolás I fusilaban al conde Godlewski y a otros insurgentes polacos. Aunque puede que no viera ni esto. Pues ahora sé que Shoil no fue otra cosa que un viejo ignorante y un incauto mentiroso, pero no he olvidado sus fábulas, eran buenas.

Pues bien, hasta el bobo de Shoil vino al instituto a leer las listas donde aparecía mi nombre, y por la noche bailó y pataleó en nuestro mísero baile. 

Mi padre organizó la fiesta de tan contento que estaba e invitó a sus colegas: comerciantes de grano, corredores inmobiliarios y viajantes de maquinaria agrícola que vendían en nuestra región. Estos viajantes ofrecían máquinas a todo el mundo. Los mujiks y los terratenientes los temían. No había manera de sacárselos de encima sin comprarles algo. De todos los judíos, los viajantes eran la gente más diestra y alegre. En nuestra velada cantaron canciones hasídicas, que componían con solo tres palabras pero que duraban una eternidad, con muchas entonaciones cómicas. Solo quien haya tenido ocasión de celebrar la Pascua con los hasiditas o quien haya estado en sus ruidosas sinagogas de Volinia puede descubrir el encanto de estas modulaciones. Además de los viajantes vino el viejo Liberman, mi maestro de la Torá y de hebreo antiguo. Entre nosotros lo llamábamos mesié Liberman. Tomó vino de Besarabia, bebió más de lo que debía y los tradicionales cordones de seda se le salieron del chaleco rojo. El hombre pronunció en lengua hebrea un brindis en mi honor. En el brindis el anciano felicitó a mis padres y dijo que en el examen yo había vencido a todos mis enemigos, que había derrotado a los muchachos rusos con sus gordos mofletes y a los hijos de nuestros toscos ricachones. Así como en la antigüedad David, el rey de los judíos, venció a Goliat, y a semejanza de cómo yo había derrotado a Goliat, así también nuestro pueblo derrotaría, con la fuerza de su inteligencia, a los enemigos que nos rodeaban y que ansiaban nuestra sangre. Mesié Liberman se echó a llorar y al pronunciar entre llantos aquellas palabras bebió aún más vino y gritó: «¡Viva!» Los invitados lo rodearon en círculo y empezaron a bailar con él una antiquísima cuadrilla, como si se tratara de una boda en una aldea judía. En nuestro baile todos estuvieron alegres, incluso mi madre tomó un sorbo de vino, a pesar de que no le gustaba el vodka ni comprendía cómo le podía gustar a nadie; por eso tenía por locos a todos los rusos y tampoco comprendía cómo las mujeres podían vivir con unos maridos rusos.

Pero los días felices llegaron más tarde. Para mi madre llegaron cuando, por las mañanas antes de irme al instituto, me preparaba los bocadillos, cuando recorríamos los tenderetes y comprábamos mi material festivo: el plumier, la hucha, la cartera, los nuevos libros encuadernados en cartón y las libretas con tapas de charol. Nadie en el mundo valora más las cosas nuevas que los niños. Los niños se estremecen ante su olor, como un perro al olfatear la huella de una liebre, y experimentan esa locura que, cuando nos hacemos mayores, llamamos inspiración. Y este nuevo y puro sentimiento infantil de ser el dueño de una cosa nueva se transmitía a mi madre. Tardamos un mes en acostumbrarnos al plumier y a la oscuridad de la mañana, cuando tomaba el té en el extremo de una gran mesa iluminada y guardaba los libros en la cartera; nos pasamos un mes acostumbrándonos a nuestra nueva vida feliz. Y solo tras el primer trimestre me acordé de las palomas.

Lo tenía todo preparado para ellas: el rublo cincuenta y el palomar, construido con cajones por el abuelo Shoil. El palomar estaba pintado de marrón. Tenía nidos para doce parejas de palomas, diferentes tablillas sobre el techo y una reja especial que me inventé yo, para atraer mejor a las palomas forasteras. Todo estaba listo. El domingo 20 de octubre me dispuse a ir al mercado de la Caza, pero en el camino surgieron unos contratiempos inesperados.

La historia que les cuento, es decir, la de mi ingreso en el primer curso del instituto, sucedía durante el otoño de 1905. El zar Nicolás concedía entonces una constitución al pueblo ruso. Unos oradores cubiertos con abrigos ajados se encaramaban a los guardacantones del edificio del ayuntamiento y lanzaban discursos al pueblo. Por la noche en las calles se oían disparos y mi madre no me dejaba ir al mercado.

Desde la mañana del 20 de octubre los muchachos de la vecindad lanzaban cometas justo enfrente de la comisaría de policía y nuestro aguador, abandonando todas sus ocupaciones, se paseaba por la calle engominado y con la cara roja. Luego vimos como los hijos del panadero Kalistov sacaban a la calle un potro de cuero y se ponían a hacer gimnasia en medio de la calzada. Nadie los molestaba. E incluso el municipal Semérnikov los animaba a saltar aún más alto. Semérnikov llevaba un cinto de seda casero y sus botas estaban aquel día tan brillantes como no lo habían estado nunca. El municipal, que no iba de uniforme, espantó sobre todo a mi madre, quien por su culpa no me dejaba salir, pero yo logré escaparme por los callejones y alcancé el mercado de la Caza, que se encontraba tras la estación.

En el mercado, en el lugar de siempre, se hallaba Iván Nikodímich, el vendedor de palomas. Aparte de palomas, vendía también conejos y un pavo real. El pavo, con la cola extendida, se sentaba sobre una percha y se balanceaba de un lado a otro con su impasible cabeza. Una pata estaba atada a un cordel trenzado, cuyo extremo estaba sujeto en la silla de rejilla de Iván Nikodímich. En cuanto llegué, le compré al viejo un par de palomas rojizas con sus ampulosas colas algo maltrechas y una pareja de palomas de penacho. Las guardé dentro de un saco en mi pecho. Tras la compra me quedaban cuarenta kópeks, pero el viejo no me quería vender por aquel precio un palomo de la raza Kriúkov y su hembra. De esta variedad me gustaba su pico, corto, granulado, amistoso. Cuarenta kópeks era un precio justo, pero el vendedor cargaba la mano y torcía su cara amarillenta, abrasada por las oscuras pasiones de los pajareros. Al final del regateo, al ver que no aparecía ningún otro comprador, Iván Nikodímich me llamó. Todo salió a mi manera. Y todo salió torcido.

Pasadas las once o algo más tarde, recorrió la plaza un hombre con botas de fieltro. Andaba ligero con sus pies hinchados, y en su cara gastada brillaban unos ojos vivarachos.

—Iván Nikodímich —dijo al pasar junto al cazador—, recoja los trastos, en la ciudad los hijos de Israel reciben su constitución. En la calle del Pescado al abuelo de los Bábel le han dado lo suyo hasta matarlo.

Dijo estas palabras y pasó ligero entre las jaulas como un labrador descalzo caminando por un margen.

—No está bien —murmuró Iván Nikodímich a su paso—. Nada bien —gritó más severo, y se dispuso a recoger los conejos y el pavo real y me endosó la pareja de palomas Kriúkov por cuarenta kópeks.

Las escondí en el pecho y me puse a mirar cómo la gente se dispersaba por la plaza del mercado. El último en partir fue el pavo real sobre el hombro de Iván Nikodímich. El ave se mostraba como el sol en un crudo cielo de otoño, se mostraba como se muestra julio sobre la ribera rosada del río, un julio encendido en la larga y fría hierba. En el mercado ya no quedaba nadie y los disparos sonaban no lejos. Entonces eché a correr hacia la estación, atravesé la plazoleta, que al instante se torció ante mis ojos, y me lancé hacia un callejón desierto, cubierto de tierra amarilla apisonada. Al final del callejón, en una silla de ruedas, se sentaba Makárenko, un inválido sin piernas que recorría en su transporte la ciudad vendiendo cigarrillos en una canasta. Los chicos de nuestra calle le compraban tabaco, los niños lo querían y yo eché a correr hacia él por el callejón.

—Makárenko —le dije casi sin aliento por la carrera, y acaricié el hombro del inválido—, ¿no habrás visto a Shoil?

El inválido no me contestó; su tosca cara, hecha de grasa roja, de puños y de hierro, transparentaba. Agitado como estaba, no paraba quieto en su silla, y su mujer, Katiusha, mostrando de espaldas su trasero de guata, recogía los objetos tirados por el suelo.

—¿Cuánto has contado? —preguntó el inválido, y se apartó de la mujer con toda su mole, como si de antemano le resultara insoportable su respuesta.

—Polainas, catorce piezas —dijo Katiusha sin enderezarse—, seis cubremantas y ahora estoy contando las cofias…

—¡Cofias! —gritó Makárenko, se atragantó y soltó un sonido parecido a un sollozo—. A lo que se ve, Katiusha,

Dios quiere que yo deba responder por todos… La gente se lleva piezas enteras; a la gente normal le toca lo que le ha de tocar, y a nosotros, en cambio, cofias…

Y en efecto, por la calle pasó corriendo una mujer de cara bonita y acalorada. Llevaba una brazada de feces en una mano y una pieza de tela en la otra. Con voz feliz y desesperada llamaba a sus hijos, que había extraviado; el vestido de seda y la chaqueta azul se arrastraban tras su cuerpo volador y no escuchaba a Makárenko, que corría tras ella en su silla. El inválido no lograba darle alcance, las ruedas retumbaban y el hombre hacía rodar los resortes con todas sus fuerzas.

—¡Madame! —gritaba de manera ensordecedora—, ¿de dónde ha sacado usted este percal, madame?

Pero la mujer del vestido volador había desaparecido. Y por una esquina, en dirección contraria, emergió un carro renqueante. Un muchacho campesino se alzaba de pie sobre el carro.

—¿Adónde corre la gente? —preguntó el muchacho, y alzó la rienda roja sobre los jamelgos, que daban saltos con sus yugos.

—Todo el mundo está en la calle de la Catedral —contestó con voz implorante Makárenko—. Allí está todo el mundo, buen hombre. Todo lo que consigas, me lo traes, que te lo compro todo… 

El muchacho se inclinó sobre el frente del carro, fustigó a los jamelgos píos. Los animales, como unos terneros, dieron un salto con sus sucios lomos y se lanzaron al galope. El amarillo callejón de nuevo quedó amarillo y desierto; entonces el inválido dirigió hacia mí una mirada apagada.

—Resulta que Dios me ha hecho su elegido —dijo con voz mortecina—. ¿O no soy yo también el Hijo del Hombre?…

Y Makárenko alargó hacia mí su mano manchada de lepra.

—¿Qué llevas en el fardo? —dijo, y cogió el saco que daba calor a mi corazón.

El inválido removió con su gruesa mano las palomas y sacó a la luz una de las rojizas. Con las patas alzadas, la paloma yacía en su palma.

—Palomas —dijo Makárenko, y se acercó a mí haciendo rechinar las ruedas—. Palomas —repitió, y me dio un bofetón en la cara.

Me dio un revés con la palma que estrujaba el ave. El guateado trasero de Katiusha dio un vuelco en mis pupilas y caí al suelo con mi capote nuevo.

—Hay que arrasar su simiente —dijo entonces Katiusha, y se enderezó sobre las cofias—. No puedo ni ver su simiente ni a sus hombres apestosos…

La mujer dijo algo más sobre nuestra simiente, pero ya no oí nada más. Yacía en el suelo y las vísceras del ave aplastada me corrían por la sien. Resbalaban por mis mejillas, ondulantes, salpicando y cegándome. Los delicados intestinos de la paloma se deslizaban por mi frente, y yo cerré mi último ojo sin embadurnar para no ver el mundo que se extendía ante mí. Ese mundo era pequeño y horrible. Una piedrecita yacía ante mis ojos. Una piedrecita desconchada, como la cara de una vieja con una gran mandíbula, y se encontraban no lejos un trozo de cuerda y un manojo de plumas que aún respiraba. Mi mundo era pequeño y horrible. Cerré los ojos para no verlo y me apreté contra la tierra que yacía debajo de mí con sedante mudez. Esta tierra apisonada no se parecía en nada a nuestra vida ni a la espera de los exámenes en nuestra vida. En algún lugar lejano la desgracia viajaba por ella sobre un caballo grande, pero el retumbar de los cascos se apagaba, desaparecía, y el silencio, el amargo silencio, que a veces fulmina a los niños ante la desdicha, de pronto había exterminado la frontera que había entre mi cuerpo y la tierra, una tierra que no se movía hacia ninguna parte. La tierra olía a húmedas profundidades, a tumba y a flores. Olí su olor y eché a llorar sin miedo alguno. Yo marchaba por una calle ajena, sembrada de cajas blancas, caminaba ataviado de plumas ensangrentadas, solo en medio de las aceras, bien barridas, como en los domingos, y lloraba tan amarga, plena y felizmente como no volví a hacerlo durante el resto de mi vida. Los cables, que se habían tornado blancos, zumbaban sobre mi cabeza, un perro callejero corría delante, en un callejón lateral un joven mujik en chaleco destrozaba un marco en la casa de Jaritón Efrussi.

Lo rompía con un mazo de madera impulsándose con todo el cuerpo y sonreía, entre suspiros, hacia todas direcciones con la sonrisa bondadosa de la embriaguez, del sudor y del poder del espíritu. Toda la calle se llenaba de crujidos, chasquidos y el canto de la madera hecha trizas. El mujik golpeaba con el único fin de doblarse, sudar y gritar unas palabras inauditas dichas en una lengua desconocida, no rusa. Gritaba aquellas palabras y cantaba, desgarraba desde dentro los ojos azules, hasta el momento en que en la calle apareció un viacrucis que venía del ayuntamiento. Unos viejos con las barbas pintadas llevaban en brazos el retrato de un zar bien peinado, pendones de santos funerarios se agitaban sobre la procesión, unas viejas enardecidas volaban hacia delante. El mujik del chaleco, al ver la procesión, estrechó el mazo contra el pecho y corrió tras los pendones; entretanto yo, tras esperar el fin de la procesión, me escabullí hacia mi casa. Mi hogar estaba vacío. Las blancas puertas se hallaban abiertas de par en par, la hierba junto al palomar, pisoteada. Solo Kuzmá no había abandonado el patio. Kuzmá, el barrendero sentado en el cobertizo, adecentaba al difunto Shoil.

—El viento te lleva como a una maldita astilla —dijo el viejo al verme—. Hace siglos que andas desaparecido. Ya ves, la gente ha despachado a nuestro abuelo…

Kuzmá jadeó, se dio la vuelta y se puso a sacar una perca de entre un roto de los pantalones del abuelo. Eran dos las percas que habían metido en el abuelo: una en el roto de los pantalones y la otra en la boca, y aunque el abuelo estaba muerto, uno de los peces aún seguía vivo y se estremecía.

—Se han cargado a nuestro abuelo, a nadie más —dijo Kuzmá arrojando las percas a un gato—. Les ha mentado la madre, les ha dicho de todo, el valiente… Deberías ponerle dos monedas en los ojos…

Pero entonces, con mis diez anos, yo no sabía para qué necesitaban los muertos las monedas.

—Kuzmá —le dije en un susurro—, sálvanos…

Me acerqué al barrendero, abracé su vieja y torcida espalda con el hombro levantado y tras la espalda vi al abuelo.

Shoil yacía sobre el serrín con el pecho aplastado, la barba alzada, unos zapatos toscos en los pies desnudos. Las piernas, bien separadas, estaban sucias, lilas y muertas. Kuzmá se agitaba en torno a ellas, le ataba la mandíbula y no paraba de afanarse cavilando qué más hacer con el difunto. Se movía como si estrenara muebles en casa, y no se hubo calmado hasta que no le peinó la barba al muerto.

—Les mentó la madre a todos —dijo con una sonrisa, y examinó el cadáver con cariño—. De haber sido los tártaros, él los habría espantado; pero los que venían eran rusos y además con sus mujeres. A los malditos rusos les duele perdonar a los demás, bien que me los conozco…

El barrendero echó más serrín al difunto, se quitó el delantal de carpintero y me tomó de la mano.

—Vamos a ver a tu padre —murmuró apretándome cada vez más fuerte la mano—. Tu padre te está buscando desde la mañana, no fuera que estuvieras muerto…

Y Kuzmá y yo nos dirigimos a la casa de un inspector de hacienda donde se habían escondido mis padres huyendo del pogromo.

 

 

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