Haber ganado el mundo entero: un cuento de Angélica Gorodischer

Miércoles 19 de marzo de 2025
Tomado de Casta luna electrónica, otro de los títulos que Seix Barral rescata para la biblioteca Gorodischer.
Por Angélica Gorodischer.
Todos los domingos, a las seis de la mañana, pensaba en la madre del cura. Pensaba en ella con deleite, detallada y salvajemente, mientras me tapaba la cabeza con la almohada y daba vueltas en la cama y el elástico rechinaba. Las calles estaban vacías, las galerias de la mina estaban vacías, todas las ventanas estaban cerradas, el polvo se levantaba en remolinos entre las piedras, en el valle hervía el agua podrida de los canales abandonados, y eran las seis de la mañana del domingo y yo me la imaginaba recorriendo los muelles y los tugurios en busca de clientes. Queda dicho que el domingo era el único dia de la semana que podia, que hubiera podido dormir hasta la tarde, de no ser por el maldito que se colgaba de la soga de su campana.
Una mañana me fui a hablar con él. Sí, me levanté a las seis menos cuarto, me vesti, no con el overol de amianto, sino con ropa de verdad, zapatos, medias, un pantalón, una camisa a rayas, y me fui a la iglesia y hablé con él. La boca se le hundía en las comisuras y tenía mechones de pelo blanco amarillento; todavía no se habia afeitado pero olía a café con leche y a insecticida. Le dije lo que pensaba, no de su madre, porque eso era una cuestión entre ella y yo, pero sí de él, de su campana, de su iglesia,de su perro pulguiento, de su casa, de sus dalias raquiticas, de la religión en general y de la misa de seis en particular. Asintió casi sonriendo y no sé cómo no me mató el olor a dedeté. Las dalias eran negras de tan coloradas y de todas maneras nunca le vivian mucho.
Me sugirió que fuera a la misa de seis los domingos.
-Por si no lo sabe -le dije-, me levanto a las cuatro de la madrugada todos los dias y trabajo quince horas en la galería veintidós de esa mina que está allá. Galeria veintidós. En la galería catorce me achicharré este brazo y dentro de dos años voy a estar trabajando en la galeria veintiséis.
Me dijo que hablara con Dios.
Nunca he cultivado dalias, yo. El Rengo Vracali cría canarios, por eso tuvo que irse a vivir solo para el lado de la roquera en una casa que él mismo se construyó de a pedazos. Nadie va para allá, por si el viento sopla del lado del valle. Yo tengo una pieza en la pensión del Rabioso: la ventana da hacia el valle y se ve algo de verde, pero está muy lejos. Al Rengo se le marchitan los canarios con tanta regularidad como las dalias al cura.
Me volvi a la pieza y traté de seguir durmiendo, vestido como estaba, sin zapatos, tirado en la cama deshecha. A las diez me levanté, me puse los zapatos y me fui a la mina. Pasé el resto del dia con la Pompa Sombra. Le dije que iba a hablar con Dios y se rio de mí. Le pedi que me dejara prender una luz y también se rio de mi. Ese dia estaba de buen humor.
-Anfiara -le dije-, tendrias que vivir en un palacio de cristal.
Me dio de comer y hablamos.
-Muchacho -me decia muchacho: yo tengo cuarenta y siete años, pero la Pompa Sombra tiene setenta y ocho-. Muchacho, yo vivo en un palacio de cristal.
Nada más cierto. Le recité dos poemas que habia aprendido de un libro que me tocó en el reparto de las cosas cuando murió el Musicante. Dormi un rato. A la tarde la Pompa Sombra tocó el piano. Cuando subí hasta la boca de la mina ya era de noche. Abajo los muchachos habian instalado la orquesta de La Hidalga en lo de la Pierna en la quinta galeria, y el ruido se oía desde afuera. Pero no en lo de la Pompa Sombra; en lo de la Pompa Sombra siempre hay silencio y siempre está oscuro.
Después pasó una semana entera. Hubo dos derrumbes. Murió el Tuerto Praderas, pero no en un derrumbe, sino quemado. Nos aburrimos un poco. Cayó la inspección y amenazó con echar a dos capataces; hicimos una colecta y les llevamos la plaa al hotel. Se fueron prometiendo mandar más hombres. Llegó el domingo, sonó la campana: me pasé la manana tratando de decidir si la madre del cura usaba o no medias de tul negro con ligas rosa.
A eso de las once me vestí y enfilé para el valle decidido a hablar con Dios. No estaba tan loco como para bajar, pero me paré en la pendiente y miré para abajo. El vapor subia hasta las copas de los árboles. Se oían los gorgoteos del agua y el reventón de las burbujas de barro. El Tocado Feizar dijo una vez que de adentro de cada burbuja salía una araña grande como un ventilador. Eso fue antes de decidirse a cambiar; ahora es el Mudo Feizar y ya hace seis años que no habla. Se llama Alberto. Me han dicho también que vive gente allá abajo; en fin, no precisamente gente, pero tampoco es posible confundirlos con arañas. Parecia humo, el vapor. El olor era asqueroso, aún allá arriba, pero me quede.
-Las puertas del cielo -dije bien fuerte, pero nadie me contestó.
Hice algunos honestos esfuerzos durante parte de lo que iba quedando de la mañana, pero sin resultados. Me pregunté si para hablar con Dios tendria que ir a la iglesia, pero cuando pensé en esos tres o cuatro pálidos pajarracos endomingados que no se emborrachan, que no juegan, que no andan con mujeres, y que estarian, algunos de ellos más enteros que yo, oyéndolo farfullar al cura, me di cuenta que no. Iba a tener que ser aqui, en el valle, en la frontera entre la tierra y el infierno y por lo tanto también en el cielo. O en la mina,que es lo mismo. Asi que me fui a lo de la Pompa Sombra, adonde de todas maneras hubiera ido.
Pensar que dos veces, solamente dos veces en mi vida la he visto. Lo más bello que nadie pueda imaginarse.Tiene los ojos blancos como los ojos de las estatuas que están fotografiadas en los libros de papel brillante; tiene el pelo teñido de anaranjado y la boca y las uñas pintadas del mismo color. Siempre está desnuda, siempre, gorda y blanca, en la oscuridad. Es ciega: ella dice que ve en los oidos y que oye con las yemas de los dedos. Toca el piano con las manos y con los pies y vive en un palacio de cristal: los antiguos incendios han convertido en eso a la primera galeria.
Los muchachos no van muy seguido a verla: una hora con ella cuesta un mes de sueldo. La Pierna o la Caballito son más baratas, aunque como tienen cosasespeciales que ofrecer, también cobran bastante. Casi todos van a lo de la Mariposa, la Cochecomedor o la Sibilia: viven en la séptima galería y son las que menos cuestan. Yo trabajo en la galería veintidós, pero no me gustaria quedarme mucho en la cuatro, o en la nueve; todas las galerias abandonadas que no se han cristalizado están en peligro constante de derrumbe.
-¿Hablaste con Dios? -me preguntó.
-Ajá -le dije.
Yo, en cambio, no pago nada. Favor por favor, y un poco de amor también. Soy un minero más, ni capataz soy después de diecisiete años. No soy el dueño de la mina; el dueño de la mina es la dueña: la compañía que manda inspectores y hombres para reemplazar a los que se van muriendo. Un dia después de haber llegado, cuando todavía ni siquiera me habian registrado en planillas, la saquéde abajo de una viga en un derrumbe, yo solo, y la llevé a vivir a la primera galeria. Ahí golpeo las paredes y oigo el canto del vidrio que se mete en la tierra. Tiene una cama con baldaquin y una escupidera de oro; el piano, alfombras, doce almohadones y tres lámparas de pie de bronce que funcionan, pero que no se prenden nunca.
El martes llegaron siete hombres nuevos. El helicóptero los dejó cerca de la roquera: si hubiera habido niebla se metian en el valle y adiós. Pero no habia y caminaron hasta el pueblo. Recorrimos la calle principal y no por eso menos única y fuimos a buscarlos para darles la bienvenida y ver de paso si alguno traia armas. Conseguimos tres navajas y unrevólver jubilado. Nos fuimos todos a lo del Mudo a emborracharnos, cosa que algunos no conseguimos con demasiada facilidad. Pasaron unos dias. Uno de los nuevos golpeó una pared con demasiadla fuerza y se le vino encima un pedrusco al rojo vivo y hubo que amputarle el pie izquierdo. Eso fue el jueves. El viernes, los otros que seguian trabajando estaban inquietos. El sábado a la noche, vuelta a lo del Mudo. Uno de los nuevos preguntó si no habia mujeres. Les dijimos. Después a otro se le ocurrió la gran idea:
-Hagamos un concurso de belleza -dijo.
Al Mudo se le cayó aI suelo la copa que estaba secando. Hay espejos ovalados en las paredes: los recorri uno por uno mirándome con atención, como en una catedral.
Cuando me fui estaban despejando el mostrador y escribiendo el reglamento en un papel grisáceo y arrugado. Subí a mi cuarto, abri la ventana, apagué la luz, me desnudé, me meti en la cama y me dormi.
El Mudo me mandó un mensaje escrito en el mismo papel que el reglamento, a las cuatro de la manana. De alguna manera yo estaria quizas esperando las campanadas del cura, porque me desperté enseguida y furioso. Me puse los pantalones y sali, sin camisa, sin zapatos, sin nada, salvo una cuchilla que alcancé a manotear en la cocina.
En lo del Mudo estaban las concursantes,todavia paradas arriba del mostrador que hacia de pasarela. La Pierna se había adornado las muletas con guirnaldas de papel y se habia puesto una liga con flores de trapo alrededor del muñón. La Caballito estaba de espaldas para que el público apreciara mejor la excrecencia correosa que le baja desde la nuca hasta la cintura. La Coche comedor estaba sentada con las piernas colgando para el lado de las mesas,babeando,y la Sibilia cantaba por la nariz a grito pelado abriendo la boca y mostrando el hueco del paladar y la lengua hundida.
Di la vuelta al mostrador y lo agarré al Mudo del cogote:
-¿Quién fue? -le dije-. ¿Quién fue?
El Mudo no sabia: hizo un gesto abarcando a todos. Sali de alli acompañado por los aplausos hasta la boca de la mina. Me aposté a mi mismo que la Pierna iba a ganar el concurso.
Puse el montacargas en movimiento y lo hice bajar hasta la primera galería. Sali. Tomé a la derecha y caminé trescientos metros. Subí los diez escalones naturales de la gruta y empecé a andar entre las paredes de vidrio. Segui y llegué a la Piedra Grande, en la oscuridad. La toqué y me di cuenta que la habian apartado a un costado. Me quedaron los dedos pegajosos; me los limpié en las paredes pulidas. Volví a bajar, di una vuelta hacia la izquierda y entré en lo de la Pompa Sombra. Hice algo que a ella no le hubiera gustado: prendí una de las lámparas. Por lo visto se nos había escapado al menos una navaja. La sangre que ahora estaba seca e inmóvil había manchado una alfombra, pero no habia salpicado el piano ni los almohadones. Tenía los blancos ojos abiertos, pero yo no se los cerrécomo se hace con los muertos. La arrastré pasándole el brazo por las axilas y la llevé hasta la cama. Cuando era joven podía levantar un toro con una sola mano,pero ya no era joven y la Pompa Sombra pesaba más que un toro, sin contar con que ahora tengo una sola mano y el solo brazo correspondiente. La abracé y mi hombro venia a quedar junto a la herida,y la subí a la cama. Apagué la luz y me fui dejándola ahi sola.
El cura estaba tocando las campanas para llamar a misa de seis. Medias negras, efectivamente, de tul, con ligas rosas.Y el padre era el bobo del pueblo, balbuceante y con el paladar agujereado como la Sibilia. Me acordé de Dios y de mi cara en los espejos ovalados.
Me fui hasta el borde del valle y miré para abajo,don-de el mismo paisaje de siempre hacia los mismos ruidos de siempre. No hice nada, no dije nada, no pensé nada:me senté en una piedra y lo esperé.
Cuando lo tuve frente a mi sentado en otra piedra,debo decir que mucho mejor elegida que la mía:
-La mataron porque no quiso ir al concurso de belleza -le dije, pero no me contestó.
-Hagamos un trato -le dije.
Tal vez me pregunté si habria estado sonriendo desde el principio y yo no me habia dado cuenta.
-Mi vida por la de la Pompa Sombra -le dije.
¿Qué haria el cura con la iglesia vacía? Saqué la cuchilla:
-Muy bien, las vidas de todos los que viven en el pueblo por la de la Pompa Sombra.
Supuse que nos entenderiamos. Yo, al menos, lo comprendia perfectamente.
-No tengo nada más para ofrecer -le dije y guardé la cuchilla-. Salvo- la volví a sacar- mi otro brazo, las dos piernas. La lengua, mis recuerdos, los dos ojos, la nariz, las orejas.
Se me ocurrió algo:
-Mi muerte - le dije-, puedo ofrecer mi muerte. Seguir y seguir viviendo hasta tener que ver cómo muere de nuevo.
Se fue. Tiré la cuchilla al valle, pero no la oí caer.
En el pueblo me asomé a la iglesia. El cura estaba incómodo: se frotaba las palmas de las manos mientras canturreaba.Me fui a la pensión, me tiré en la cama y me dormi. Me picaban las plantas de los pies, la cabeza y la palma de la mano.
Cuando me desperté eran las seis de la tarde. Me vesti y me fui a lo del Mudo.
-;A que ganó la Pierna! -le dije.
Hizo que si con la cabeza. Me llenó el vaso mientras me miraba.
-No hay que preocuparse -le dije-, ya lo tengo todo arreglado.
El mostrador estaba sucio, había sillas volcadas, vasos rotos, botellas tiradas. No me miré en los espejos; pagué y sali.
Caminé hasta la boca de la mina, entré, hice funcionar el montacargas y bajé hasta la primera galeria. Me fui hasta lo de la Pompa Sombra.
-Hola -le dije.
-Muchacho -me contestó-, has estado toqueteando mis lámparas y mis muebles.
-No es nada -le dije-, estaba borracho.
-Está bien -no podia saber por cómo le sonaba la voz, si estaba o no de buen humor-, está bien, vamos a olvidarnos de todo el asunto.
Se sentó al piano y se puso a tocar viejas canciones que iba recordando, casi creándolas en el momento.
Rosario, 1974