Fantasy es un lugar
Fotograma de la versión al cine de Vincente Minnelli
Flaubert, Freud & Emma Bovary
Jueves 01 de junio de 2017
De las ensoñaciones diurnas a la escritura, un viaje en el tren de Madame Bovary colados en el vagón que comparten Emma, Freud y Gustave Flaubert. "La naturaleza salvaje de Gustave es también la de Emma: para los dos el dolor es una droga; le inocula intensidad a una vida decepcionante".
Por Virginia Cosin.
Soy de esa clase de personas que sueña despierta. Me he bajado del colectivo en lugares que nunca había visto por pasarme de mi parada, absorta en la película que mi propia imaginación proyectaba.
Puedo ubicar en mi memoria el momento en que dejé de jugar con objetos -muñecos, juguetes-, probablemente por pudor, y los reemplacé por elementos imaginarios. Construía casas en las que viviría, diseñaba familias, hijos, proyectaba ocupaciones, trabajos, viajes. Había inventado un país -el país invisible- donde vivían mis amigos imaginarios y por momentos pasaba más tiempo en ese mundo que en el real.
Quizás esa sea una de las razones por las que siempre me fascinó Madame Bovary. Gustave Flaubert empieza la escritura de su novela más importante en el año 1851, después de su viaje a Oriente. El 20 de Septiembre de ese año, le escribe a Louis Colet -Gustave vivía en Croisset, Louis en París-: “Empecé ayer mi novela. Ahora entreveo dificultades de estilo que me espantan. No es pequeño asunto el ser sencillo.”
Emma, antes de ser Bovary, es Madmoiselle Rouault y se educa en un convento. Ya de pequeña recurre a las fantasías para imprimirle una carga, un voltaje erótico a una vida deslucida, carente de sobresaltos. Más tarde, conoce a Charles, que se enamora de ella, pero que, como no tiene imaginación, no se da cuenta de la atracción que experimenta, hasta que su vieja y fea primera mujer se lo hace notar, enferma de celos. Es ahí cuando se revelan sus sentimientos y, una vez viudo, pide la mano de Emma. Cuando todos sus sueños de hombre pequeño se ven realizados y se encuentra casado con la mujer que nunca creyó que podría seducir, ella cae en la cuenta: ya no es una niña, está obligada a ser una esposa, sus juegos y ensoñaciones chocan con eso más duro y frío que lo que ella imaginaba.
“Antes de casarse, Emma había creído estar enamorada, pero al no haber llegado la dicha que habría debido resultar de ese amor, pensaba que seguramente se había equivocado. Y Emma buscaba saber qué querían decir exactamente en la vida las palabras pasión, felicidad, embriaguez, que tan bellas le habían parecido en los libros”.
Gustave niño también vive un poco recluido. Antes de él, nacen dos bebés muertos y sus padres se preparan de antemano para sufrir una tercera pérdida. Así, el niño crece como entre algodones y, aunque el destino que le asigna papá Flaubert -un reconocido cirujano- es el de convertirse en abogado, se produce un desvío determinante: entrado en la juventud Gustave sufre una crisis nerviosa, (algunos piensan que se trata de epilepsia) y, para proteger su delicada salud, se va de París, se retira del mundanal ruido, se sumerge en el mundo de los libros y se dedica a leer y a escribir.
Emma y Gustave tienen bastante en común: los dos son solitarios y soñadores. La naturaleza salvaje de Gustave es también la de Emma: para los dos el dolor es una droga; le inocula intensidad a una vida decepcionante.
Flaubert, que conoce la desgracia de aburrirse, escribe que Emma se aburre. Que fantasea con una vida como la de las novelas de amor y juega a ser una de sus heroínas. Que se limpia las uñas con limón, cambia de peinado, deja de comer para estar consumida y pálida y se enamora de un joven a quien no le está permitido amar, porque está casada.
“Entonces, todos los apetitos de la carne, la codicia del dinero y las melancolías de la pasión, se confundían en un mismo sufrimiento y en lugar de desviar su pensamiento, se aferraba más a él, excitándose con el dolor, y buscándolo en todas partes”.
Flaubert, a diferencia de su heroína, es consciente de algo que ella desconoce de sí misma. Sabe que es, ante todo, hombre de fantasía, amigo del capricho y lo deshilvanado. Es gracias a esa conciencia que puede crear a su personaje. “No hay que creer que el sentimiento lo es todo. En las artes no es nada sin la forma”, escribe a Colet.
En El Poeta y los sueños diurnos, una conferencia que dictó en 1908, Freud plantea que en el niño se encuentran las primeras huellas de la actividad poética. “La ocupación favorita y más intensa del niño es el juego. Acaso sea lícito afirmar que todo niño que juega, se conduce como un poeta, creándose un mundo propio, o más exactamente, situando las cosas de su mundo en un orden nuevo, grato para él”. Y sigue: “El niño distingue muy bien la realidad del mundo y su juego, a pesar de la carga de afecto con que lo satura, y gusta de apoyar los objetos y circunstancias que imagina en objetos tangibles y visibles del mundo real. Este apoyo es lo que aún diferencia el juego infantil del fantasear”.
Pero los hombres (y las mujeres) son pudorosos a la hora de confesar sus fantasías. “El adulto sabe que de él se espera que ya no juegue ni fantasee sino que obre en el mundo real y, además, entre los deseos que engendran sus fantasías hay algunos que le es preciso ocultar; por eso se avergüenza como si fueran algo pueril e ilícito”.
Sin embargo, Flaubert le dice a Colet que a veces querría dejarlo todo para hacerse pirata, vivir con los salvajes, o tirarse por la ventana. Le confiesa sus fantasías o tal vez sólo goza escribiéndolas. Por un lado están las cartas, por el otro, su reverso, la novela.
Emma rompe la membrana que separa la realidad de la fantasía cuando, habiendo dejado ir a León, conoce a Rodolphe. La escena de seducción es tal y como Emma se la hubiera imaginado. Llena de romanticismo y excitación aguijoneados por el pudor y la culpa. Pero cuando la relación empieza a sostenerse en el tiempo y en el mundo real, algo parece desgastarse, deslucirse, y es ahí donde Emma tiene que investir de ideales fantasmáticos una situación que no la satisface. Se miente a sí misma, antepone velos cada vez más costosos para no ver lo que no quiere. Rodolphe le sigue el juego hasta que renuncia, y en un momento decisivo, la abandona. Emma sufre una crisis nerviosa (Flaubert conocía bien qué se sentía: a su crisis le debía haberse librado de la carrera de derecho) y sufre y se desespera, hasta que se reencuentra con León y comienza un nuevo romance, uno con el que había soñado y del que, otra vez, se desencanta. Al poco tiempo Emma encuentra en el adulterio toda la chatura del matrimonio.
“No por eso ella dejaba de escribirle cartas amorosas en virtud de esta idea: una mujer siempre tiene que escribirle a su amante. Pero, al escribir, percibía a otro hombre, un fantasma hecho de sus más ardientes recuerdos, de sus lecturas más bellas, de sus mayores afanes; y al final él se convertía en algo tan verdadero, y accesible, que ella, palpitando maravillada, sin poder no obstante imaginarlo con nitidez, de tanto que se le perdía como un dios, bajo la abundancia de sus atributos”.
Freud advierte que la multiplicación y la exacerbación de las fantasías pueden convertirse en patologías, que crean las condiciones de la caída del sujeto en las neurosis o en las psicosis.
No soy una experta en psicoanálisis, ni en Freud, como no soy experta en nada. Pero me pregunto si la diferencia entre Flaubert y Emma no será, entonces, que Emma sólo fantasea y Flaubert, que es muy parecido a ella, además, escribe. Si la diferencia no será que entre las fantasías de Emma, sin apoyo en la realidad, y las de Gustave, sujetas en el trabajo, no se encuentra en esa obsesiva búsqueda por el estilo y la forma que funciona como un amarre del sentido en Flaubert: “No se consigue un estilo sino mediante un trabajo atroz, con obstinación fanática y sacrificada”, le dice en otra carta a Colet.
El poeta -el escritor-, para Freud, está más cerca del niño que juega que del hombre que fantasea, porque mitiga el carácter egoísta del sueño diurno por medio de modificaciones y ocultaciones y nos soborna con el placer estético que nos ofrece la exposición de sus fantasías.
Por eso nos resulta agradable y en ocasiones fascinante, leer. Porque encontramos, en un libro escrito por otro, nuestras propias fantasías narradas.
Con el tiempo -y no hace tanto- mis ensoñaciones diurnas empezaron a menguar y fueron, a su vez, reemplazadas por otro tipo de pensamiento que me habitaba, hasta casi invadir el resto de las ocupaciones cotidianas, pero que, a diferencia de las fantasías previas, tenían una finalidad para cuya realización había que emplear una labor. Esto es: escribir.