Ficción

En la más alocada fantasía de la ficción

 Por Donald Barthelme

Automática Editorial trae esta novedad, Las enseñanzas de Don B., en la que se advierte: "Al afrontar cualquier sistema de interpretación del mundo diferente del propio es necesario utilizar la técnica de la suspensión de juicio. Por mi parte, yo la he aplicado, y solicito al lector que haga lo mismo".

 Por Donald Barthelme.

 

 

Mientras realizaba trabajo antropológico de campo en Manhattan algunos años atrás, conocí en la Calle 11 Oeste a un varón yanqui47 de edad indeterminada cuyo nombre, me informaron, era Don B. Lo encontré apoyado contra un edificio en un estado de profundo letargo (quizá el letargo más profundo que jamás he visto). Era un hombre relativamente alto, con una barba poco convincente y vestido, siguiendo la moda de Greenwich Village, con vaqueros y camisa azul de trabajo. Tras presentarnos un conocido común, le expliqué que me habían comentado que él conocía los secretos de ciertas sustancias alucinógenas propias de la cultura yanqui en las que yo estaba interesado por cuestiones profesionales. Le manifesté mi deseo de aprender cuanto él supiera y le pedí que charláramos sobre este tema. Se limitó a mirarme fijamente sin responder para posteriormente decir: «No». No obstante, al percibir la consternación que debió de haberse reflejado claramente en mi rostro, me dijo que podía volver, si así lo deseaba, en dos años. Mientras tanto, pensaría en mi propuesta. Cerró entonces los ojos de nuevo y me marché.

Regresé en el verano de 1968 y encontré a Don B. aún apoyado contra el mismo edificio. Su letargo se parecía en aquel momento a la más absoluta tristeza, aunque me saludó con un mínimo de educación. De nuevo le pregunté si sería posible que me acogiera como pupilo. Me miró fijamente durante un largo tiempo y luego afirmó: «Sí». Pero, me alertó, los estados de realidad no ordinaria no podían ser alcanzados por cualquiera y si cualquiera, por accidente, se zambullía en un estado de realidad no ordinaria, entonces ese cualquiera podía arrepentirse amargamente. La cultura yanqui era algo temible, me contó, en la que uno no puede adentrarse a la ligera, sino solo con un corazón preparado para ello. ¿Realmente quería yo, me preguntó, soportar el dolor, la euforia, la conmoción, el pavor y el aburrimiento de una experiencia tal? ¿Acaso tenía yo, por ejemplo, cosquillas? Le aseguré que estaba preparado y que no tenía cosquillas, o no demasiadas. Entonces me guio al interior del edificio contra el que había estado apoyado. Me invitó a pasar a un pequeño si bien pobremente amueblado apartamento con cientos de libros desperdigados por todas partes. En el centro del salón una hoguera ardía intensamente. Arrojando algunos libros más al fuego, Don B. me invitó a tomar asiento. Tuvimos aquel día la primera de la que acabaría siendo una larga serie de conversaciones. El material que se presenta a continuación, elaborado a partir de mis notas de campo, ha sido ligeramente editado para eliminar las partes sin interés, pero en esencia refleja fielmente lo que sucedió durante el periodo en el que fui aprendiz de Don B.

Al afrontar cualquier sistema de interpretación del mundo diferente del propio es necesario utilizar la técnica de la suspensión de juicio. Por mi parte, yo la he aplicado, y solicito al lector que haga lo mismo.

 

11 de junio de 1968

Estábamos sentados en el suelo con las piernas cruzadas en el apartamento de Don B., mirándonos el uno al otro, con la hoguera, que se mantenía viva incluso en verano, situada entre nosotros. Decidí preguntarle a Don B. por la hoguera, puesto que hacía mucho calor en la habitación.

—¿Por qué arde la hoguera, Don B.? Hace calor.

Don B. me miró un tiempo sin responder. Entonces dijo:

—La hoguera arde porque su naturaleza es arder. El fuego es nuestro amigo. Pero uno debe saber cómo tratarlo. Contiene un millar de brillos48 invisibles que, liberados, pueden causar un considerable daño a personas y propiedades. Por eso tenemos camiones de bomberos. Los camiones de bomberos arrojan agua al Fuego y ahogan los invisibles brillos. Estos temen al agua.

—¿Qué es un brillo, Don B.?

—Una especie de demonio que es invisible.

—Pero ¿por qué la hoguera no abre un agujero en el suelo?

—Porque yo comprendo el Fuego y conozco sus secretos. Cuando yo era niño, en la ciudad de Filadelfia, el Fuego engulló muchas casas, tiendas y otros edificios y los hizo cenizas. Sin embargo, nunca engulló mi casa porque yo conocía sus secretos y él sabía que yo conocía sus secretos. Por lo que se mantuvo alejado.

—¿Cuáles son sus secretos, Don B.?

Don B. comenzó a reírse a carcajadas.

—Eres estúpido —dijo—. Tú no eres un hombre de conocimiento. Solo un hombre de conocimiento puede comprender secretos. Incluso si te contara los secretos del Fuego, no te serviría de nada.

—¿Puedo convertirme en un hombre de conocimiento, Don B.? Don B. guardó silencio. Se miró fijamente por un momento las rodillas. Luego me dirigió una mirada intensa.

—Quizá. Me marché sumido en una profunda y poderosa sensación de calor.

 

 

13 de junio de 1968

Estábamos sentados, como días atrás, en el suelo del apartamento de Don B.

—¿Qué es un hombre de conocimiento, Don B.? —le pregunté.

—Un hombre de conocimiento —contestó Don B.— es un hombre que conoce. No solo conoce, sino que conoce que conoce. Tiene un aliado que lo ayuda a conocer.

—¿Qué hace el aliado, Don B.?

—El aliado ayuda al hombre de conocimiento a conocer y también lo ayuda a conocer que conoce.

—¿Tiene usted un aliado, Don B.?

—Por supuesto.

—¿Quién es su aliado, Don B.?

—El pavo —respondió soltando una carcajada. Me marché con la sensación de no haberlo oído bien.

 

 

17 de junio de 1968

Le llevé a Don B. algo de comida. Nos sentamos en el suelo a comer en silencio un sándwich de fettucine en pan de centeno. Había percibido que, aunque Don B. por norma comía muy poco, siempre que había dos sándwiches en el suelo, se comía sus dos mitades y otra del mío, algo que yo consideraba un tanto extraño.

Sin previo aviso, soltó:

—Te sientes incómodo.

Yo admití que me sentía un tanto incómodo.

—Sabía que te sentías incómodo —dijo—. Eso es porque no has encontrado tu lugar. Muévete por la habitación hasta que lo encuentres.

—¿A qué se refiere con que me mueva por la habitación?

—Quiero decir que te sientes en sitios distintos.

Don B. se levantó y salió del apartamento. Yo traté de sentarme en distintos lugares. Lo que me había dicho no tenía sentido alguno para mí. Cierto, me sentía un tanto incómodo en el sitio donde había estado sentado, pero ningún otro lugar de la habitación me parecía mejor. Me senté, de forma intuitiva, en varias áreas, sin embargo, no pude descubrir un lugar que me hiciera sentir mejor que otro. Sudaba y me sentía más incómodo que nunca. Pasó una hora, luego dos. Estaba esforzándome cuanto podía, primero en un sitio, después en otro. Pero ningún lugar en particular parecía deseable o especial. Me pregunté dónde estaría Don B. Entonces me di cuenta de que un lugar concreto junto a la pared sur exudaba una luminosidad amarilla. Me acerqué a dolorosos pequeños saltos de trasero hasta allí, salto a salto, un proceso que requirió unos doce minutos. ¡Sí! Era cierto. En el lugar ocupado por la luminosidad amarilla me sentía mucho más cómodo de lo que lo estaba en el primer lugar. Se abrió la puerta y entró Don B. sonriendo.

—¿Dónde ha estado, Don B.?

—Estaba viendo una peli. Veo que has encontrado tu sitio.

—Tenía razón, Don B. Este sitio es mucho mejor que mi antiguo sitio.

—Por supuesto. Estabas sentado demasiado cerca del fuego, imbécil.

—¡Pero Don B.! ¿Qué es esta luminosidad amarilla que parece planear sobre este lugar en concreto?

—Es la lámpara, capullo.

Miré hacia arriba. Don B. tenía razón. Justo encima de mi nuevo espacio propio había una lámpara de techo con dos bombillas de 150 vatios. Estaba encendida. Me fui con una poderosa sensación relacionada con la tensión. 

 

 

18 de junio de 1968

De nuevo pregunté a Don B. por las famosas sustancias alucinógenas utilizadas por los yanquis. Sin darme respuesta alguna, echó con cuidado otro libro al fuego. Era el Theatrum Chemicum Britannicum de Elias Ashmole49.

—Cuando estornudo, la tierra tiembla —dijo Don B. pasado un tiempo. Recibí sus palabras con algo de escepticismo.

—Muéstremelo, Don B. —le pedí.

—El hombre de conocimiento no estornuda cuando se lo piden —respondió—. Estornuda únicamente cuando es oportuno y correcto hacerlo, es decir, cuando su brillo está en la nariz, haciéndole cosquillas.

—¿Cuándo es oportuno y correcto estornudar, Don B.?

—Es oportuno y correcto estornudar cuando tu brillo está dentro de la nariz, haciéndote cosquillas.

—¿Tiene cada hombre su propio brillo personal, Don B.?

—El hombre de conocimiento tiene un brillo y es además él mismo un brillo. Por eso es capaz de estornudar con tanta fuerza que, cuando lo hace, la tierra tiembla. El brillo es nariz, brazos, piernas, hígado... todo el tinglado.

—Pero usted dijo que un brillo era un demonio, Don B.

—A alguna gente sí que le gustan los demonios.

—¿Cómo encuentra el hombre de conocimiento su brillo personal, Don B.?

—Mediante el uso de determinadas sustancias alucinógenas propias de la cultura yanqui.

—¿Puedo probarlas? Don B. me miró largo tiempo, con una mirada intensa.

Más tarde concedió: —Quizá. Me marché con una fuerte sensación de ofuscación epistemológica.

 

 

20 de junio de 1968

—Los cuatro enemigos naturales del hombre de conocimiento —me dijo Don B.— son el miedo, el sueño, el sexo y la Agencia Tributaria.

Yo escuchaba con atención.

—Antes de poder convertirse en hombre de conocimiento es imprescindible vencer a los cuatro.

—¿Ha vencido usted a los cuatro enemigos naturales del hombre de conocimiento, Don B.?

—A todos menos al último —reconoció con una mueca—. Esos hijoputas nunca te dejan en paz.

—¿Cómo se vence el miedo, Don B.?

—Coges una rana y te la coses al pie.

—¿El izquierdo o el derecho? Don B. me miró con desprecio.

—Anda, que menudo aspecto ibas a tener por la calle con solo una rana cosida al zapato, ¿no te parece? —dijo—. ¡Una rana en cada zapato!

—¿Cómo ayuda tener una rana cosida a los zapatos a vencer el miedo, Don B.? Pero Don B. se había quedado dormido. Yo estaba completamente confundido. Los valores más arraigados en mí, como tratar bien a las ranas, acababan de ser cuestionados. Yo quería realmente convertirme en un hombre de conocimiento. Pero ¿a este precio?

 

 

21 de junio de 1968

Hoy Don B. se quedó mirándome mucho tiempo. Sus ojos, habitualmente tan penetrantes, estaban teñidos con algo parecido a una ironía acuosa.

—Xavier —comenzó—, hay algo de ti que me gusta. Creo que es tu credulidad. Creer es muy importante si uno desea convertirse en hombre de conocimiento... para poder verdaderamente «ver». Creo que es posible que algún día seas capaz de «ver». Pero «ver» es algo muy difícil. Solo tras la más ardua preparación del corazón serás capaz de «ver». Aunque no eres yanqui, es posible que seas capaz de preparar tu corazón adecuadamente. No lo sé. No te estoy garantizando nada.

—¿Cómo se prepara el corazón, Don B.?

—El corazón se limpia con un calor amarillo o una luminosidad rosa. No sé qué será lo adecuado en tu caso. Varía con cada individuo. Cada hombre debe elegir. Así que probaremos con los dos. No obstante, debo advertirte que la experiencia es peligrosa y delicada. Tu vida puede depender de tu comportamiento en la próxima hora. Debes hacer todo tal y como yo te diga. Esto no es un juego de niños, colega. 

Me vi asaltado por una sensación de asombro y pavor. ¿Podía yo, un hombre occidental, adentrarme en los más oscuros misterios de los yanquis sin poner en riesgo mi vida y mis convicciones más arraigadas? Una profunda tristeza se asió a mí, seguida de una indescriptible angustia. Las contuve.

—De acuerdo, Don B. —dije—. Si realmente piensa que estoy preparado...

En ese momento Don B. se levantó y se acercó a un pequeño armario. Lo abrió y sacó dos recipientes que colocó en el suelo, cerca de la hoguera. Abrió un segundo armario y de él extrajo dos vasos normales, que también situó en el suelo. Luego se dirigió a otra habitación, de la que regresó con algo parecido a una vasija de barro con tapadera, un pequeño objeto amarillo redondeado y un cuchillo. Colocó todo en el suelo, al calor de la hoguera. Se arrodilló junto a ellos y comenzó un extraño canto completamente sobrecogedor. No podía entender todas las palabras, pero entre ellas estaban McDonald, granja y ía ía oh. Me planteé si yo debería cantar también, aunque no me atreví a interrumpirlo para preguntarle. Comencé a cantar, tímidamente, «McDonald-granja-ía ía oh».

De pronto, Don B. dejó de cantar y comenzó a tallar el pequeño objeto amarillo. ¿Era esto, me planteaba yo, lo que generaba el «calor amarillo» del que había hablado? Poco después, una pequeña pila de lonjas blancas y amarillas descansaba frente a él. Alcanzó entonces uno de los recipientes que había sacado del mueble y vertió un líquido incoloro, quizá doce centilitros, en cada uno de los vasos. Después cruzó los ojos y se quedó sentado con los ojos bizcos. Yo hice lo mismo. Permanecimos así cuatro minutos, nuestros ojos no se encaraban pero se encontraban, sentí yo, en algún lugar del espacio neutral a cada uno de nuestros lados. La sensación era extraña, inquietante.

Don B. descruzó los ojos, parpadeó y me sonrió.

Alcanzó el segundo recipiente y sirvió un segundo líquido incoloro en cada vaso, aunque mucha menos cantidad en esta ocasión: en torno a un centilitro y medio por vaso, calculé yo. A continuación, quitó la tapa de la vasija de barro y sacó seis pequeños objetos incoloros, cada uno de en torno a 10 centímetros cuadrados, de los que colocó tres en cada vaso. Seguidamente cogió uno de los pedazos blancos y amarillos y lo frotó contra los labios de los vasos. Pasó después a remover las mezclas con el dedo índice y me alcanzó un vaso.

—Bébetelo de un trago —me dijo—, si paras de beber antes de acabártelo, el brillo que genera, tu brillo personal, no aparecerá. Y todo será un maldito fracaso de mierda

Hice lo que Don B. me ordenó y vacié el vaso de un golpe. Inmediatamente un terrible temblor se apoderó de mis miembros, mientras que una aplastante náusea hizo a mi cerebro replegarse. Di varios botes en el suelo. Fui consciente (de izquierda a derecha) de una profunda tristeza, un calor amarillo, una indescriptible angustia y una luminosidad rosa. Don B. me miraba con una sonrisa desdeñosa en el rostro. Estaba sudando, el estómago me daba retortijones y necesitaba un cigarrillo. Vi, a mi izquierda, la profunda tristeza fusionarse con el calor amarillo, y a mi derecha, la indescriptible angustia entremezclarse con la luminosidad rosa, y, de pronto, con un pie en la profunda tristeza/calor amarillo y el otro en la indescriptible angustia/luminosidad rosa, vi una figura gigantesca medio humana medio animal, con una altura de treinta metros (más o menos). ¡Una cosa verdaderamente monstruosa! Jamás en la más alocada fantasía de la ficción me había encontrado con nada parecido. La miré en pleno desconcierto. Era extraña y sobrecogedora, pero aun así familiar. Entonces me di cuenta, con una sacudida de terror, horror y sobrecogimiento, de que era un colosal Editor y que se acercaba hacia mí, quería algo de mí. Me desmayé. Cuando recuperé la consciencia me llevó a comer al Lutèce50 y acordamos un adelanto ligeramente superior a cincuenta mil, el cual acepté pese a que sabía que aún no era, en el sentido más profundo, un hombre de conocimiento. No obstante, habría otros libros, reflexioné, en los que hacerse un hombre de conocimiento. Y si me quedaba bloqueado siempre podría volver a ver al bueno de Don B.

 

 

 

46 Barthelme se mofa en este relato de la popularísima obra de Carlos Castaneda Las enseñanzas de don Juan: una forma de conocimiento yaqui, en la que el autor describe su supuesta formación en las técnicas del chamanismo de la región mexicana de Sonora y sus experiencias con el peyote. El libro, todo un éxito editorial desde su publicación en 1968, fue criticado por la falsedad de su pretendida rigurosidad antropológica, lo que no impidió que surgieran numerosas obras muy similares.

47Si bienfuera de Estados Unidos el término «yanqui» es utilizado para referirse a todoslos estadounidenses, en Norteamérica su significado se limita a los habitantes del norte del país y, más estrictamente, a los descendientes de los primeros colonizadores blancos de Nueva Inglaterra.

48En español en el original.

49Se trata de la más importante obra sobre alquimia del político, astrólogo y alquimista inglés Elias Ashmole (1617-1692).

50 Reputado restaurante de comida francesa situado en Manhattan que fue declara- do en varias ocasiones mejor restaurante del país. Las referencias cinematográficas al restaurante son bastante habituales, especialmente cuando estas se refieren a los años sesenta y setenta. Cerró sus puertas en 2004.

 

 

 

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