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El movimiento del paisaje

Por Daniel Link

"La crítica del paisaje que Gustavo Guerrero sostiene desdeña también la argumentación cerrada sobre si misma": compartimos el texto con el que Daniel Link presentó la novedad de Eterna Cadencia Editora, Paisajes en movimiento.

Por Daniel Link.

 

El paisaje nos necesita porque sin nuestra mirada no alcanza a constituirse como tal. Un acontecimiento se percibe como un pliegue en el paisaje y, una vez señalado en su singularidad (el acontecimiento es siempre singular), nos obliga a trazar el diagrama de las constelaciones que convergen en él y que desde él irradian. Paisaje, acontecimiento y mirada están, entonces, relacionados en una eterna trenza dorada. Nos gustan particularmente los paisajes crepusculares, como al mochuelo de Palas según Hegel, que sale a cazar cuando el día apenas comienza o cuando ya se termina (“Dämmerung”).

Gustavo Guerrero es como el mochuelo de Palas: sale a cazar el sentido de la literatura y de la vida en el cambio cultural entre dos siglos (cuando algo no termina de nacer y algo no termina de morir). El resultado es Paisajes en movimiento, un libro que hace del paisaje su unidad analítica y que focaliza su atención en tres paisajes cuyos pliegues constituyen los acontecimientos que la mirada de Gustavo (muy fina y, por lo tanto, casi nada enfática) rescata al mismo tiempo que traza sus iridiscencias: el paisaje del tiempo, el paisaje del mercado, el paisaje de la nación.

Poeta, ensayista, editor y universitario (así califica su mirada Gustavo Guerrero), el movimiento del paisaje no es sólo inherente a la propiedad de la materia examinada (el pliegue espacio-temporal) sino también al salto cualitativo que el ojo realiza cada vez que pasa de una posición a otra para hacer foco.

Seamos nosotros enfáticos: ¿hace cuánto tiempo que un libro “sobre literatura” no examina al mismo tiempo y sin prejuicio la poesía, la ficción y el ensayo? Están quienes han hablado con gran autoridad sobre la poesía, o sobre la ficción. Pero casi nadie se ha atrevido a manejar con idéntica soltura (y éste es uno de los grandes méritos de Paisajes en movimiento) la masa de discurso que suponen experiencias del tiempo y del lenguaje tan disímiles como la poesía y el relato.

En los paisajes que el ojo de Gustavo Guerrero mira hay de todo, pero ese todo no remite tanto a una idea de unidad trascendental amenazada o cuya guía tutora se recuerda con nostalgia, sino un todo que es el de las multiplicidades, lo que se resiste a un Único y que, por eso mismo, irradia caleidoscópicamente en diferentes direcciones.

En un paisaje dominado hasta tal punto por un presente absoluto, dice Gustavo, hay presencias (usa el plural, porque sabe que no se trata tanto de una “metafísica de la presencia”, sino de un circuito de puntos y vectores que forman unas figuras).

El acontecimiento, en ese paisaje sin aparente pasado y sin posible futuro, es la respuesta que diferentes textualidades dan a lo que puede entenderse como una amenaza o como una promesa.

En Llamamiento y otros fogonazos, un libro que he citado hace muy poco en relación con otros asuntos, se nos dice que somos como “niños perdidos”, y se nos recomienda:

Debes construir la lengua que habitarás y debes encontrar los antepasados que te hagan más libre. Debes construir la casa donde ya no vivirás solo. Y debes construir la nueva educación sentimental mediante la que amarás de nuevo. Y todo esto lo edificarás sobre la hostilidad general, porque los que se han despertado son la pesadilla de aquellos que todavía duermen.

A su manera, el libro de Gustavo Guerrero examina los paisajes del presente desde la misma óptica (la remisión a Giorgio Agamben no puede pasar inadvertida) para hacernos recomendaciones similares. Por ejemplo:

El desafío, entonces, sigue siendo cómo articular un pensamiento no-fundacional y no-esencialista de la comunidad basado en una relación ética con el otro y en la exigencia política de un nosotros.


O:

Pensar la comunidad, que es pensar el afuera de sí mismo y la aparición del entre que nos vuelve nosotros y otros a la vez, es una tarea sin duda de la escritura. Acaso esa sea, en realidad, su tarea, de tener una. Su razón de ser, de tener solo una.

Lo segundo que resulta sorprendente en Paisajes en movimiento no es tanto la delimitación de las unidades (el tiempo, el mercado, la nación) sino el diagrama de las líneas que traza para dar cuenta de los acontecimientos que detecta.

Para bien o para mal, mil analistas ya han insistido en la transformación del tiempo, en el irresistible y creciente proceso de fetichización del arte como mercancía y en el adelgazamiento o la desaparición del horizonte nacionalitario en el cambio de siglo y de milenio. Sea.

Gustavo Guerrero va más allá de la simple constatación y traza líneas de articulación que reúne textualidades muy dispares que la crítica no suele considerar en conjunto: pensar el cambio de siglo, de paradigma y de experiencia con el lenguaje a partir de Mario Bellatin es casi uno de los lugares comunes del que ninguno de nosotros se ha privado. Pensar lo mismo a partir de Mario Bellatin y de Rodrigo Fresán, al mismo tiempo, es postular una aventura crítica completamente desusada y que nos interpela por la audacia de su gesto, la misma audacia que se adivina detrás del tratamiento en línea de Octavio Paz y  de Germán Carrasco. “Otro arte amanece”, subraya Paisajes en movimiento y acompaña ese indeciso alumbramiento con un parto no por demorado menos necesario. Otra crítica amanece: desprejuiciada, liberada de una pesada herencia escolástica, adecuada no tanto al comentario sobre el pasado y el futuro de “nuestras letras” (entidad ya insoportable) sino al presente, al acontecimiento y a la experiencia.

Por cierto, la crítica del paisaje que Gustavo Guerrero sostiene desdeña también la argumentación cerrada sobre si misma. Señala, benjaminianamente, fragmentos: copia sin más algunas citas, comenta otras, deja que alguien hable sobre la experiencia de otro. Eso es un paisaje: en él las voces y los puntos de vista se multiplican. Todo (lo múltiple) está ahí y todo irradia en direcciones que no siempre son (ni deben ser) convergentes. Después de todo, sabido es que un paisaje no tiene centro o tiene muchos centros que el ojo (cada ojo singular) elige como punto de llegada de la visión.

Esos paisajes finiseculares o milenaristas (elíjase el nombre que se prefiera, con la condición de sostener la provisionalidad del nombre) constituyen “la época sin nombre” en que vivimos, en la que imaginamos, la que constituye el horizonte de nuestras experiencias. No vivimos en un mundo, sino entre mundillos: el primero está inundado de luz plena, el segundo está atravesado de brillos intermitentes. Los pueblos-luciérnaga de los que hablaba Pasolini se retiran en la noche, buscan como pueden su sabiduría, su libertad de pensamiento, huyen de los reflectores del Poder y de la luz cegadora del Pensamiento diurno.

Retengo, del extraordinario libro de Gustavo Guerrero, ese señalamiento otra vez muy poco enfático pero decisivo: somos el efecto de lo que no tiene nombre, el efecto de lo innombrable. ¿Qué más se necesita para ponerse a escribir?

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