Editorial

Así comienza la novela de Nicole Flattery

Nada especial, de la autora irlandesa, es la novedad de Eterna Cadencia Editora de este mes. Leé sus primeras páginas.


Por Nicole Flattery. Traducción de Paula Galindez.




Había un libro que a mi madre le gustaba leerme de chica. Debe haber descubierto en algún lado que está bueno edu car a los hijos. Debe haberse encontrado con ese dato entre una parva de otros datos que circulaban por entonces. Pue de que alguna vez hasta haya visto a una madre y una hija sentadas en un banco avanzando de a poco por las páginas de un libro, la madre deteniéndose nada más que para darle un beso en la frente a la hija. Seguro parecía que estaban pa sándola mejor que nadie en el mundo. Ese tipo de imágenes la obsesionaba y la abrumaba.

Creo que lo compró en una tienda de regalos. Tenía esa pinta, esa cosa invariablemente agradable de una tienda de regalos. En el libro había distintos tipos de animales de granja junto con una lista de diferentes atributos. Calcu lo que mi mamá se sentía medio mal por criarme en una ciudad, entre tanto ruido y crimen. Todo lleno de grafitis, signos de un descontento generalizado.

La granja llegó tarde. Yo ya era demasiado grande para ese libro. Hasta lo entendí en ese mismo momento. Tenía esa edad en que empezaba a darme cuenta de que muchas cosas de nuestra vida eran poco convencionales: nuestra disposición familiar, el departamento gris y destartalado, el aura que parecía tragarnos a los tres, el bar, la calle som bría y sucia donde vivíamos. Mi padre no estaba presente, e incluso aunque hubiera estado mi madre insistía en que no habría expresado ningún interés en leer. Él no era inte ligente. A ella no le daba vergüenza eso; ¿por qué los hom bres con los que se acostaba tenían que ser inteligentes? Si buscas eso, es por vanidad, declaraba mi madre. Creía que muchas cosas eran por vanidad. Como si hubiera que ser inteligente para señalar una página. Así que nunca conocí a mi padre, y él nunca conoció el libro donde las ovejas adquirían cualidades existenciales. Me parecían siniestras siempre que mi madre y yo nos sentábamos juntas en el piso. Algo pasaba debajo de los saltitos secos y calmos que daban.

Si era tarde, si mi madre había estado bebiendo, mucho de lo que decía era impredecible. Varias veces señalaba una vaca y decía: “Eso es una oveja”.

“Una oveja”, repetía yo.

Sabía que era peligroso corregirla. Sabía, en el fondo, que no era una oveja. Una oveja habría tenido un halo de pelusa alrededor del cuerpo dibujado. El animal acusa do nos miraba desde las páginas como diciendo: Yo no hice nada malo. Es uno de mis recuerdos más felices. La presencia de mi madre, tener toda su atención, era especial, irresistible. Creo que todos se sentían así con ella. A mí me gustaba estar cerca de su cara blanda, observar las arrugas suaves del entrecejo, sentir su aliento dulce al oído mien tras me susurraba mentiras. Silencio, nada: las manos de mi madre temblando y pasando la página. Después señalaba otro animal, un burro tal vez, y decía: “Eso es una oveja”.


“Una oveja”, repetía yo.

Le seguía el juego en todo. Así fue hasta el final. Cuan do visitaba la comunidad de jubilados de mi madre –a ve ces le decían comunidad, como si todos anduvieran pe daleando juntitos por los senderos de un campo– y una enfermera me preguntaba de qué habíamos estado hablan do con mi madre, yo solo decía: “Ovejas”. Ese es el tipo de humor tibio, sin sentido, que hoy llevo a mi vida coti diana. Donde vivo hace tres décadas, no nos importa ser ocurrentes. No tenemos esa clase de deseos. La cuestión es más bien encajar. Mi día está siendo tan común y corriente como el tuyo, mis pensamientos son tan normales como los tuyos. Acá las risas son púdicas.

A mediados de 1990, cuando mi madre y yo seguíamos sin hablarnos, me agarró una fijación con el libro de la gran ja. Yo estaba teniendo problemas personales que, como le pasa a toda la gente difícil, creía que estaban directamente ligados a mi relación con mi madre. ¿Yo tenía suficiente cariño para dar? ¿Era responsable? La respuesta a las dos preguntas era no, y seguro era porque mi madre no me ha bía leído lo suficiente de chica. Entonces me acordé del li bro de la granja. Hacía poco tenía la internet a disposición, y me puse a investigar. En algún momento, logré enviarle un correo a la editorial responsable. Me pareció un acto altamente productivo. Una misión espiritual. Y pensé que se lo debía a ella. Por ese entonces la gente todavía no ter minaba de agarrarle la mano al correo electrónico. Había artículos de revistas a las que me suscribí: cómo mandar un correo, cómo recibir un correo, cuál era la etiqueta; nos ayudaban a aprender un idioma que todavía no entendía mos. Hay que decir hola, lamerle el culo a alguien, despe dirse. Atentamente. Las computadoras seguían, gordas y blancas, en las salas de estar, donde sus dueños podían vi gilarlas. Yo manejaba el teclado instintivamente. Me gusta pensar que nos reconocimos al instante.

Creo que, al principio, la editorial se alarmó por la can tidad de correos que envié: cada más o menos cinco minu tos, escupía otro correo electrónico, como un pájaro me cánico que salía chillando de un reloj cucú. Otro correo, otra idea, otra visión. Solo podía imaginarme a quien reci bía mis correos como una chica de veintipocos; más vieja, no. La veía en su escritorio prolijo, con el pelo peinado, más sofisticada de lo que yo era a su edad, de cutis sano y pecoso tras un viaje de estudios a Europa; tanto esfuerzo para ocultar un desorden interno, una impaciencia oscu ra. Le contaba que mi madre adoraba el libro de la granja. Nunca supe dónde lo adquirió. Usé a propósito la palabra “adquirió” para marcar el tono. Adquirió. Ese nuevo idio ma hacía que todo sonara hueco. En mi segundo correo, le pregunté en qué año se había publicado el libro y quién había estado a cargo. En el tercer correo, sostuve que no era raro que alguien amara un libro. Los que habían he cho el libro de la granja –¿seguían vivos?– no tenían cómo saber que iban a hechizar el corazón terco de mi madre cuando juntaron a todos esos animales en ese orden en particular, cuando soñaron esas ovejas de caras cálidas y las pusieron ahí.

Artículos relacionados

Maeve Brennan redescubierta

Compartimos un extracto del prólogo con que Jorge Fondebrider, traductor de los cuentos de la autora irlandesa, la presenta en El jardín de rosas (Eterna Cadencia Editora).

Angela Davis: "La libertad es una lucha constante"

Compartimos un extracto de ¿Democracia para quién?, los ensayos de resistencia publicados por Eterna Cadencia Editora.

Veintiún placeres de traducir (y un rayito de luz)

La gran Lydia Davis regresa a Eterna Cadencia Editora con el segundo tomo de sus ensayos, del que tomamos este extracto.

"El diario no es propiamente una confesión o un monólogo sino un diálogo"

Daniel Link escribe sobre Roland Barthes y la escritura de diarios íntimos en este extracto de Clases. Literatura y disidencia, reedición de Eterna Cadencia a veinte años de su primera aparición.


"Angelino sabe narrar lo más difícil de narrar: las esperas"

Martín Kohan presenta los cuentos completos de Diego Angelino, publicación de Eterna Cadencia Editora.

Así comienza la nueva novela de Stephen Dixon

Leé la primera de las Cartas a Kevin, novedad de diciembre de Eterna Cadencia Editora. 

×
Aceptar
×
Seguir comprando
Ver carrito
0 item(s) agregado tu carrito
×
MUTMA
Seguir comprando
Checkout
×
Se va a agregar 1 ítem a tu carrito
¿Es para un colectivo?
No
Aceptar
×
Suscripción Eterna
Suscribite
Y recibí nuestro newsletter semanal con lo mejor del blog, todas las novedades y la agenda de la librería.
SUSCRIBIRSE