Ficción

El jardín de los monstruos magnetofónicos

Por Alberto Laiseca

El relato sobre un excursión de la que el protagonista se pregunta cómo salió vivo. Incluido en los Cuentos completos de Alberto Laiseca (Ed. Simurg).

Por Alberto Laiseca.

 

 

Dionisios Kaltenbrunner fue el primero, en realidad, que inició estudios serios sobre plantas magnetofóni­cas. En una sección del campo de concentración que rigió durante breve lapso (nueve meses: el tiempo de la gestación), hizo instalar un pequeño jardín bo­tánico y dio orden de que los interrogatorios, así como las vivisecciones de prisioneras o los experimen­tos científicos más exuberantes, tuviesen lugar en di­cho jardín para que las plantas los oyesen. Además las sesiones fueron grabadas y, posteriormente, día y noche se las volvían a hacer escuchar a dichas plan­tas; así, en esa forma, les ocurriría lo mismo que a las gallinas, las cuales ponen más huevitos si oyen música clásica.

Los representantes del reino vegetal, terminaron por volverse magnetofónicos también ellos, y ya te­nían las cintas magnéticas grabadas dentro suyo, por la ley de la equivalencia energética de los diferentes y comunicados sistemas mágicos.

Paralelamente a todo ello dieron a las plantas ali­mentos especiales para que sus savias corriesen más rápido; tal era idéntico a grabar a mayor velocidad: si aumenta el número de vueltas de la cinta por uni­dad de tiempo, más precisa obtenemos la voz; esto es: al incrementar en la savia el número de señales que se correspondiesen con sonidos —al agregar nuevas medidas[*]— agigantaríase la precisión de lo escucha­do por ley de errores de Gauss.

 

Así pues las plantitas, ya vueltas francamente magnetofónicas, proferían en medio de sus deleitados chillidos todo lo que les habían enseñado. Innecesario es decir, cada día estaban más altas y gordas, y los frutos jugosos, enormes y magníficos; hasta en las que tradicionalmente no los ofrecían, por su particu­lar especie. Como los olmos, por ejemplo, que antes no daban.

Tuve una sola oportunidad para observar el me­ritísimo jardín del Teknocraciamonitor de las I do­ble E Dionisios Kaltenbrunner, aquel bienhechor. Yo le había rogado mucho; hasta el cansancio de am­bos, lo reconozco: “Pero mi Teknocraciamonitor...” “Yo sería tan feliz si usted...” Por fin accedió, aunque no de la manera que yo imaginaba.

Furioso ante mi insistencia, extrajo de su unifor­me una tenaza de enormes dimensiones. Me puse lí­vido. Comprendí al momento que se disponía a privar­me de mis pudendos testiculines. No pude impedir que mi mano derecha descendiera, en supuesta defen­sa, sobre la zona en litigio. El subconsciente, a veces es tonto y nos descubre.

Me equivocaba sin embargo y por suerte, ya que su intención no era la imaginada. No obstante esbo­zó una leve sonrisa al ver mi gesto automático y por un momento dudó. Para mi dicha su decisión consistió en no dejarse influir, ateniéndose a su primera idea: apretar con ferocidad y tenaza una de mis orejas.

Así, en tan incómoda posición, fue llevándome —sin reparar en mis gritos y tropezones—, a dar con gran velocidad una vuelta por el lugar. Cada tanto me obligaba a detenerme ante una de sus preferidas, sin por ello soltarme, al tiempo que farfullaba “¿La ve? ¿La ve?”, o si no: “¿Le gusta? ¿Le gusta?” y, siem­pre con su tenaza enganchada en mi oreja, nos tras­ladábamos hasta la próxima acompañando el paseo con bofetadas, testarazos y cachetes, que aplicaba con su mano libre; o bien, cada tanto, recibía el homenaje de un disciplinario hecho con alambre de púa tren­zado con ortigas, que solía llevar colgado de su cin­turón. Cada golpe lo acompañaba vociferando alguna cosa —lo absurdo de las palabras utilizadas, me con­movían más que los latigazos—: “¡Gitanerías!, ¡cos­quillas!, ¡embelecos!, ¡arrumacos!, ¡cucamonas y ca­rantoñas!”

Ignoro cómo salí vivo. Pensé que iba a transfor­marme en magnetofónico a mí también.

Pese a la falta de bienestar promovida por la si­tuación, algo vi y recuerdo. Una parte de las plantas eran altísimas, verdaderos árboles. Había otras di­minutas. Todas ellas tenían algo en común: no es que comieran, exactamente —al menos no me cons­ta—; más bien daban la impresión general de poder hacerlo. En los capullos de algunas, observé dien­tecillos.

Ciertas flores se expresaban mediante enormes volúmenes rojos. Otras propagaban amarillos res­plandecientes, entre verdes cristalinos y hojas como agujas. No faltaban las completamente grises, de to­nos monocordes, sostenidos y continuos, ausentes de ellas toda presencia terrenal; como si fueran plantas marcianas o de las selvas venusinas.

Vi una especie de maíz, con mazorcas marrones, trilobuladas, surgiendo entre espectrales hojas de terciopelo azul.

Los aromas de todas ellas eran densos, como si pertenecieran a esencias concentradas. Jamás olí na­da igual pero, cosa extraña, daban la sensación de algo familiar.

Mucho me habría gustado tomar unas instantá­neas, pero esto fue imposible. “Saque fotos; saque, saque” —me animaba el Teknocraciamonitor mien­tras proseguía llevándome de la oreja, transformada a esa altura en salchichón, si tenemos en cuenta su color, olor, sabor y volumen. “Saque fotos.” No lo hice pues temí que con tanto traqueteo la imagen saliera movida. En fin. Mala suerte.

Muy condescendiente y ya fuera del vergel, me preguntó el comandante: “¿Desea algo más?” “Sí: irme.” Por suerte ese día estaba de un humor exce­lente y cedió con indulgencia ante mi requerimiento. Incluso me devolvió la oreja.

Ahora la tengo sobre mi mesa, como un pisapa­peles; como hizo Stalin con el cráneo de Hitler. Temo que algún día manijeado la confunda con un orejón y me la coma.

Lamentable, la indigestión. Muy lamentable.

[*] N. del “autor”: “Bombardeo de Dresden: cada bomba es una medición más y la sumatoria de todas las bombas nos refiere con exactitud el tejido fino de la substancia antepe­núltima —la penúltima es la apertura del séptimo sello”.

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