El caso clínico de Ryūnosuke Akutagawa
Por David Peace
Viernes 07 de enero de 2022
"Ryūnosuke odiaba el verano", leemos en Paciente X, novedad de El Cuenco de Plata alrededor de la figura del célebre escritor japonés.
Por David Peace. Traducción por Teresa Arijón.
Los occidentales dicen que no temer a la muerte
es característico de los salvajes.
En ese caso, tal vez yo soy uno de esos “salvajes”.
De niño, mis padres me advirtieron muchas veces que,
dado que nací en la casa de un samurái,
debía ser capaz de cometer seppuku,
es decir, abrirme de un tajo el abdomen, eviscerarme.
Y yo recuerdo que pensaba que habría un terrible dolor físico
y que habría que soportarlo.
Por lo tanto, quizás soy uno de esos así llamados salvajes.
Sin embargo, no puedo aceptar el punto de vista de los occidentales
ni afirmar que sea correcto.
Mōsō / Ensoñaciones, Mori Ōgai, 1911
Ryūnosuke odiaba el verano. El rojo sol se ponía blanco como hierro candente y derramaba luz y calor sobre la tierra sedienta, que miraba con ojos inyectados en sangre el cielo inmenso y sin nubes. Las chimeneas de las fábricas, las paredes, las casas, las vías del tren, las veredas... todo lo que había en la tierra gesticulaba y gemía de angustia. En su estudio, empapado en sudor y picado por los mosquitos, Ryūnosuke se sentía un pez volador que había tenido la mala suerte de aterrizar en la cubierta polvorienta de un barco varado en un dique seco, para morir atormentado por el chirrido de las cigarras, torturado por los aguijones de los mosquitos.
Pese a todo, Ryūnosuke esperaba cada verano la apertura del río Sumida. Apretujado entre la multitud, aplastado contra las barandas del puente de Ryōgoku. Contemplaba las barcazas y los barcos, cientos de barcos, grandes barcos de base cuadrada, hermosas barcazas con toldos de lona y cortinas rojas y blancas, adornadas con faroles de colores chillones, miles de faroles que tapizaban el río a lo lejos, hasta donde alcanzaba la vista; el río iluminado, las orillas iluminadas, la multitud sosteniendo en alto sus faroles, los ojos apuntados al cielo, los rostros transfigurados por las bengalas y los fuegos artificiales que los barcos disparaban al cielo, hacia las estrellas en lo alto, y que después llovían sobre la tierra y bañaban el mundo con millones de chispas minúsculas, casi apagadas. Pero ese año, ese día, el festival kawabiraki se canceló. El emperador estaba en coma.
La temperatura seguía aumentando, pero la ciudad había quedado sumida bajo un oscuro manto de miedo y silencio. Los partes diarios de la policía y las noticias de los periódicos informaban al público sobre los padecimientos del emperador, sin escatimar detalles acaso demasiado explícitos y exhaustivos, aunque siempre destacaban que “su divino semblante permanecía inalterable”. Sin embargo, en los templos ardían fuegos sagrados día y noche para expulsar a los espíritus malignos, para cambiar el aire, para limpiar el aire; y los carros que circunvalaban el foso del palacio llevaban las ruedas envueltas con trapos para sofocar el ruido, mientras las multitudes silenciosas llegaban a miles, de cerca y de lejos, y se arrodillaban a rezar en el puente de Nijūbashi, postradas en dirección al Palacio Imperial.
Ryūnosuke escuchó el lacrimoso relato de su hermana sobre tres colegialas que habían hecho una reverencia de media hora frente al palacio, rezando para que el emperador se recuperara, para frenar el crepúsculo, para detener la noche.
Y Ryūnosuke se preguntó si no tendría que acercarse, él también, a las puertas del palacio. Pero pasada la medianoche, en la madrugada del 30 de julio de 1912, justo cuando comenzaba a caer una llovizna tenue, Ryūnosuke oyó los gritos agudos de los niños repartidores de diarios. Y Ryūnosuke y su familia compraron y leyeron todos los periódicos, los grandes titulares en letras negras:
ÚLTIMAS ESCENAS EN EL PALACIO
EL PUEBLO POSTRADO EN ORACIÓN
MIENTRAS EL EMPERADOR FALLECE
REVELACIÓN DEL AMOR DEL PUEBLO
LAS PLEGARIAS DAN PASO AL LLANTO
Y LOS LAMENTOS CUANDO SE CONOCE
EL FATAL DESENLACE
Si un artista, un mago del pincel, hubiera estado presente en las inmediaciones del Palacio Imperial este lunes por la noche, habría tenido la extraordinaria oportunidad de representar en un cuadro inmortal una de las escenas más impresionantes y maravillosas de la historia de Japón. La escena de la divina revelación de la virtud nacional y el pesar supremo de los corazones rotos por la pérdida del amado. Una escena que jamás será olvidada. La crónica, que dará testimonio de las innúmeras y titánicas obras del difunto emperador, no estará completa sin una serie de imágenes que representen la escena que se vio frente al palacio, esas miles de personas que rezaban por la recuperación de su amado emperador, y que al final lloraron con amargura su muerte.
Una hora después de la medianoche, el murmullo de las plegarias todavía flotaba en el aire con la cadencia regular de un coro ininterrumpido. La multitud, que se había congregado frente al palacio antes del anochecer, seguía allí como clavada al suelo, y fueron pocos los que se retiraron. A medida que avanzaba la noche, el frío de la brisa parecía colmar de miedo y desasosiego los corazones de la siempre creciente multitud.
Frente a las rejas de hierro, contemplando los aposentos donde el emperador agonizaba, cientos de hombres, mujeres y niños de rodillas o postrados en el suelo en profunda plegaria. Nadie se quejaba por lo incómodo de la postura. Todavía esperanzados, contra toda esperanza, rezaban y rezaban. Los más viejos recitaban de memoria, sin equivocarse, plegarias compuestas por palabras budistas y palabras sintoístas, y también plegarias afines a la fe cristiana; los más jóvenes y los iletrados repetían las palabras y los versos de las plegarias con torpeza y dificultad. Todos unían sus voces para pedir misericordia a Aquel que reina sobre los hombres y sobre la tierra. “Oh, Señor, ¿acaso no escuchas la súplica de nuestros sangrantes corazones? ¡Concédenos lo que pedimos!”.
Detrás de los que rezaban en el suelo, había una muchedumbre más agitada y menos paciente. Sabían por el último parte oficial que el pulso del emperador era tan débil que ya no se percibía, y que el emperador estaba a punto de exhalar su último suspiro. La muchedumbre, en extremo agitada y consternada, ni siquiera podía guardar silencio mientras rezaba. Todos iban de un lado a otro, inquietos, sin paciencia para esperar las próximas noticias. Hasta que por fin los hicieron callar y el silencio alivió, momentáneamente, el sufrimiento largamente soportado. Los nervios de la gente estaban tensos y al borde de estallar, y el ominoso suspenso parecía augurar la noticia más temida.
Y entonces llegó la noticia: Su Majestad había muerto.
Tres minutos después, los periodistas se alejaban del palacio a toda velocidad en sus kuruma, y pronto la dolorosa noticia se propagó por todo Tokio, tan rápido como permitían las imprentas, y fue telegrafiada a todos los rincones de la Tierra. Pero ninguna pluma logró expresar el dolor de sesenta millones de súbditos japoneses, desde las aldeas hasta los palacios.
Las plegarias de la multitud cesaron, los nervios destrozados cedieron, y todos comenzaron a lanzar hondos gemidos y gritos de desesperación.
Después de una media hora de copioso llanto y profundos lamentos, muchos regresaron a sus casas para pasar las restantes horas de la noche rezando por el alma del difunto, del bienamado emperador de la nación, amado como un padre, venerado como un maestro, aquel que contenía toda nuestra fuerza, y el más grande de todos nuestros emperadores.
Las pálidas luces del palacio iluminaban a los que se habían quedado, produciendo un efecto espantoso, espectral. La ciudad parecía sumida en la tristeza, bajo la pesada mortaja de la negra muerte, mientras la campana del Templo de Ueno tañía a lo lejos por la muerte de un alma grande y generosa.
Temprano a la mañana siguiente, Ryūnosuke y su familia compraron un retazo de crepé negro. Ryūnosuke envolvió con el crespón la esfera dorada que coronaba el mástil de la bandera en la puerta de su casa en Shinjuku.
En todas las ciudades, a lo largo y a lo ancho del país, en cada edificio, en cada dependencia pública, en cada poste de luz y en cada poste telegráfico, la bandera nacional flameaba a media asta. Las familias no tocaban música, ni siquiera hablaban en voz alta. Los music-halls y los teatros cancelaron sus funciones, las tiendas y los grandes almacenes cerraron sus puertas. Las ventas cayeron a pique y la bolsa de valores se desplomó. La turba apedreó la residencia del Médico Imperial.
Era el comienzo de la era Taishō, era el fin de la era Meiji. Muere un dios y nace otro: Meiji 45, Taishō 1, 1912; tiempo de cremación, tiempo de coronación, tiempo continuo, tiempo contradictorio; entre el crepúsculo y el alba.
***
El general Maresuke Nogi, condecorado por el gobierno y héroe popular nacional en las guerras sino-japonesa y ruso-japonesa, genio militar internacionalmente galardonado que había tomado dos veces Port Arthur, había acudido al palacio para presentar sus respetos ciento treinta y seis veces en los cincuenta y seis días transcurridos entre el anuncio de la enfermedad del emperador y ese 13 de septiembre de 1912. El general Nogi había esperado treinta y cinco años y cuarenta y cinco días la llegada de este día: el día del funeral del emperador Meiji.
El cortejo fúnebre saldría del Palacio Imperial en Nijūbashi a las ocho de la noche, acompañado por salvas de artillería, el tañido de las campanas del templo y el zumbido lastimero de los cantos ceremoniales. Se esperaba que el general Nogi, uno de los dolientes más respetados, ocupara su puesto en la enorme procesión de más de veinte mil personas. Detrás de la carroza imperial, tirada por cinco bueyes en fila india, desfilarían los miembros de la corte vestidos con sus mejores galas, con arcos y alabardas, abanicos y bastones, los príncipes imperiales y los funcionarios palaciegos, los genrō y los ministros de gobierno, los funcionarios civiles de alto rango y la nobleza, muchos de ellos ataviados con sus rutilantes uniformes, seguidos por los miembros de la Dieta Nacional con sus fracs negros, por los miembros del gobierno de la ciudad de Tokio y su cámara de comercio, por oficiales y alcaldes de la Prefectura, y por directores de escuela y líderes religiosos, junto con los músicos de la corte, las bandas militares y una escolta de honor de mil soldados. Otros veinticuatro mil soldados montarían guardia a lo largo del trayecto, que acababan de cubrir con grava fresca. Trescientos mil ciudadanos esperarían el paso del cortejo en las calles silenciosas, enmudecidas. En el resto de la nación, sesenta millones de súbditos se inclinarían en lejana reverencia ante el paso de la procesión que, iluminada por trémulas antorchas, seguiría a la carroza fúnebre imperial en su viaje de dos horas hasta un salón especialmente construido en Aoyama. Allí, sentados en el estrado, esperarían los diplomáticos extranjeros y los enviados especiales de las Casas Reales y los gobiernos del mundo: los príncipes de Inglaterra y de Alemania, el secretario de Estado de los Estados Unidos, representantes del Imperio Japonés en Corea, Taiwán y Sajalín. Diez mil personas reunidas para presentar sus respetos cuando el clarín sonara a medianoche, cuando el nuevo emperador, el hijo de Meiji, vestido con el uniforme de capitán general, pronunciara el breve panegírico, al que seguiría un breve discurso del primer ministro Saionji. Pero el general Maresuke Nogi, héroe nacional del pueblo japonés y genio militar, no ocuparía su puesto en el cortejo, el general Nogi no se haría presente en Aoyama, Maresuke no escucharía la voz del nuevo emperador.
Esa mañana temprano, Maresuke Nogi vistió su moderno uniforme estilo occidental de general del Ejército Imperial de Japón. Su esposa Shizuko vistió el jūnihitoe, kimono de doce capas y colores sombríos.
A las ocho en punto, el general y su esposa posaron por separado para una serie de fotografías formales en el exterior de su residencia. El fotógrafo, Akio Shinroku, convenció al general y su esposa para que le permitieran tomarles una última foto, dentro de la casa, en la sala del primer piso; el general sentado a la mesa, leyendo el periódico de la mañana, Shizuko parada a su izquierda junto a la chimenea, mirando a cámara. Después, la pareja partió rumbo al Palacio Imperial.
En cada una de las ciento treinta ocasiones anteriores en que el general había visitado el palacio, casi siempre había hecho el viaje a caballo. Sin embargo, aquel día el general ya había despachado al ayudante del establo y al único sirviente varón. Y por eso aquella mañana, y solo esa mañana, habían enviado desde el palacio un coche oficial para trasladar al general y a su esposa.
Después de rendir los debidos honores en el palacio, el general y su esposa regresaron a su residencia en Yūrei Zaka, la Colina de los Fantasmas, que lindaba con el cementerio de Aoyama en Akasaka-chō, donde almorzaron con la hermana mayor de Shizuko.
Durante el almuerzo, el general y su esposa comentaron que no se sentían bien. El general llamó por teléfono a las autoridades para anunciar que estaba enfermo y que no asistiría al funeral del emperador Meiji, y que por lo tanto no podría ocupar su puesto en la procesión. Su esposa informó a los sirvientes que la pareja se retiraría a sus aposentos y dio la orden de que no los molestaran. El general y su esposa se encerraron en sus habitaciones en el segundo piso durante el resto del día.
Esa noche, poco antes de las ocho, Shizuko bajó a la cocina. Pidió un poco de vino –vino, no sake– y regresó con una pequeña botella a los aposentos matrimoniales.
Un poco más tarde, en una habitación de la planta baja, cuando el estruendo lejano de la primera salva de cañones marcó la salida de la carroza fúnebre imperial de palacio, con la primera de las ciento ocho campanadas del templo, la hermana de Shizuko oyó sonidos extraños en las habitaciones del segundo piso y llamó a una sirvienta. La sirvienta subió corriendo las escaleras para ver si sus señores necesitaban algo. Encontró la puerta cerrada por dentro, pero alcanzó a oír una voz incomprensible y sufriente, y por una rendija en la puerta vio a su señora tendida en el suelo.
La hermana mayor de Shizuko llamó de inmediato al destacamento de policía local, pero la línea estaba ocupada. Como tampoco pudo comunicarse con el médico del vecindario, mandó a las sirvientas a buscar ayuda en la calle. Por casualidad se toparon con un oficial de policía de Nagano que pasaba por allí. Era el subinspector Sakamoto, destacado en Tokio con motivo del funeral.
Sakamoto acompañó a las sirvientas hasta la casa. Subió al segundo piso y forzó la puerta empujándola con el hombro.
En la habitación de ocho esteras de estilo japonés, la más alejada de la puerta, bajo los retratos enmarcados del emperador Meiji, los padres del general y los dos hijos de la pareja, caídos en la guerra ruso-japonesa, yacían el general y su esposa. Él de costado, en un charco de sangre; ella de rodillas, la frente apoyada en el suelo.
Mientras la carroza imperial que portaba el cadáver del emperador, tirada por bueyes, pasaba delante de la casa en medio de la noche, encerrados en sus aposentos en Yūrei Zaka, con todas las persianas bajas, Maresuke y Shizuko se habían convertido en fantasmas por mano propia.
***
Ryūnosuke compró los periódicos, todos los periódicos, y leyó todas las noticias, todos los artículos relacionados con la muerte del general Nogi y su esposa:
EL CÉLEBRE NOGI SE SUICIDA
EL GENERAL Y LA CONDESA COMETIERON SUICIDIO A LA VIEJA USANZA, MEDIANTE HARAKIRI
SIGUIÓ A SU SEÑOR A LA TUMBA JUSTO ANTES
DE QUE COMENZARA EL CORTEJO FÚNEBRE
POR QUÉ MURIÓ EL GENERAL NOGI
ÚLTIMA VOLUNTAD DEL GRAN HÉROE
UNA ÉPICA DE PROFUNDO PHATOS
HEIHACHIRO TOGO LLORA, EL IMPERIO ESTÁ DE LUTO,
EL MUNDO LAMENTA LA PÉRDIDA DE UN ALMA IMPOLUTA
A continuación reproducimos el testamento dejado por el difunto general Maresuke, conde Nogi, escrito de su puño y letra en la noche del día 12 de septiembre, víspera del Funeral Imperial:
“1. Me mato para seguir a Aquel que se ha ido. Soy consciente de la gravedad de este crimen; la ofensa que conlleva no es menor. Pero quiero recordar que yo fui responsable por la pérdida del Estandarte Imperial en la campaña de Meiji, y que desde entonces he buscado en vano una oportunidad digna para morir. Hasta el día de hoy he sido tratado con inmerecida bondad y gentileza, y honrado con generosos favores imperiales. Poco a poco envejecí y me
volví débil; mi tiempo ha pasado y ya no puedo servir a mi señor. Embargado por un extremo desconsuelo ante su muerte, he resuelto poner fin a mi vida.
“2. Desde la caída en combate de los dos Sukes (abreviatura de los nombres de los dos hijos del general, que encontraron una muerte gloriosa en el sitio de Port Arthur), mis respetados superiores y estimados amigos han intentado convencerme, reiteradas veces, de adoptar un hijo. Sin embargo, desde tiempos antiguos se conocen las dificultades que conlleva adoptar un heredero, y numerosos ejemplos así lo confirman, a los que se suma el caso de mi hermano. Si me quedara algún hijo, el honor de haber recibido un título nobiliario me obligaría a designarlo mi sucesor; sin embargo, para evitar el riesgo de una posible deshonra, creo conveniente no desafiar el mandato del cielo adoptando un hijo. Las tumbas de mis ancestros quedarán al cuidado de mis parientes, mientras perdure el vínculo de sangre. Solicito que mi residencia en Shinsaka sea donada al Distrito o a la Ciudad.
“3. Escribí acerca de la distribución de mis bienes y propiedades en un documento aparte. Mi esposa, Shizuko, se ocupará de todos los asuntos que no haya mencionado en ese documento.
“4. En cuanto al reparto de mis efectos personales, he solicitado por escrito al coronel Tsukada que, a su discreción y en memoria mía, distribuya mi reloj, mi telémetro, mis binoculares de campaña, monturas y mis riendas y mis arreos, mis espadas y otros artículos de uso militar, entre mis ayudantes. El coronel estuvo siempre a mi lado durante las dos últimas guerras. Shizuko ya está informada sobre este reparto, de modo que por favor discutan con ella los detalles. El resto de mis posesiones queda abierto a negociación.
“5. Los obsequios imperiales que ostenten los blasones imperiales deben ser reunidos y donados a Gakushūin. He pedido por escrito al señor Matsui y al señor Igaya que se ocupen de este asunto.
“6. Solicito se donen a Gakushūin aquellos de mis libros que puedan ser de utilidad a esa institución, y el resto a la Biblioteca de Chōfu. Dispongan como crean conveniente de aquellos que sean inútiles.
“7. Los escritos de mi padre, mi abuelo y mi bisabuelo deben considerarse parte de la historia de la familia Nogi. Deben ser escrupulosamente reunidos, con excepción de aquellos que carezcan de importancia, y preservados para la eternidad; al cuidado de la casa del marqués Sasaki o en el santuario de Sasaki.
“8. Lego los artículos expuestos en el Yūshūkan (el museo de la guerra en Kudan) a esa institución. Esta es, a mi entender, la mejor manera de conservarlos en conmemoración de la Casa Nogi.
“9. Cuando Shizuko envejezca y se vea aquejada por la enfermedad, la casa de Ishibayashi se convertirá en un lugar deprimente, poco apropiado para ella. Por lo tanto, será entregada a mi hermano Shūsaku, dado que Shizuko, por su parte, ha accedido a mudarse a mi residencia en Nakano. Dejo la casa y las tierras de Nakano a mi esposa Shizuko.
“10. He solicitado por escrito al barón Ishiguro que se ocupe del destino de mi cuerpo, que será donado a una facultad de medicina. Bajo mi lápida, (Shizuko ya ha dado su consentimiento) bastará colocar mi cabello, mis uñas y mis dientes, incluida mi dentadura postiza. Pido que mi reloj de oro, que ostenta la inscripción de Obsequio Imperial, vaya a manos de mi sobrino, Masayuki Tamaki. Con la expresa prohibición de usarlo cuando no vista su uniforme.
Cualquier otro asunto no mencionado aquí quedará al cuidado de Shizuko, y solicito que siempre la consulten al respecto. Mientras Shizuko esté viva, el nombre de la Casa Nogi será honrado. Pero cuando la vida de mi esposa llegue a su fin, se dará por extinguido el linaje Nogi.”
El testamento está fechado el año 1 de Taishō, la noche del 12 de septiembre, firmado “Maresuke” y dirigido a Yūji Sadamoto, hermano de la condesa Nogi, Odate Shūsaku, hermano del general, Masayuki Tamaki, sobrino del general, y a la propia Shizuko. Se deduce, a partir del testamento, que el general le había confiado a la condesa su intención de cometer suicidio y su deseo de que ella continuara con vida. Día tras día, Ryūnosuke siguió comprando los periódicos, todos los periódicos, y día tras día Ryūnosuke siguió leyendo las noticias, todas las noticias, acerca de la muerte del general Nogi y su esposa:
CÓMO Y POR QUÉ EL GRAN HÉROE DESEABA
MORIR CON EL EMPERADOR
UNA MUERTE PLANEADA DURANTE AÑOS
LA INCREÍBLE ENTEREZA DE LA CONDESA
El barón Ishiguro, Cirujano General y pariente cercano del difunto general, conde Nogi, concedió una entrevista a los representantes de la prensa nacional el lunes por la tarde. El barón Ishiguro ofreció un informe detallado sobre el general Nogi y su esposa.
“El general Nogi me solicitó en su testamento”, dijo Ishiguro, “que sus restos fueran destinados a la disección quirúrgica o algún otro uso de utilidad médica. Sin embargo, su cuerpo es de poca utilidad médica, ya que el deceso se produjo por sección de la arteria del cuello y no por enfermedad. No obstante, y para cumplir la última voluntad del general, he entregado su cuerpo al doctor Katayama y a los cirujanos castrenses, doctores Tsuruda y Haga, para prácticas de investigación.
“El general y la condesa Nogi fueron encontrados en una habitación de su casa, cerrada por dentro. Y aún quedan dos preguntas: cómo murió el general Nogi y quién murió primero, si él o su esposa. La manera tradicional de cometer seppuku, tal como lo realizan los bushi, es hacer un corte en el abdomen, apenas lo necesario para que sangre, y luego aplicar un golpe mortal en la garganta, ya que la sección abdominal no alcanza para acabar con la vida. El general Nogi cometió seppuku de acuerdo con esta forma tradicional. Al parecer, después de seccionarse el abdomen, se ajustó la ropa y se clavó la espada en el lado derecho del cuello, atravesándolo hasta la parte posterior izquierda. Sin duda este poderoso golpe puso fin de inmediato a su vida al seccionar por completo las arterias.
“En un principio, conjeturamos que el general se había matado luego de cerciorarse de la muerte de su esposa. Pero la carta que me dirigió deja en claro que no fue así; allí dice que su esposa está de acuerdo en no acompañarlo en la muerte. A juzgar por el carácter de la condesa Nogi, lo más probable es que al conocer las intenciones de su esposo haya intentado disuadirlo, pero al ver que su resolución era firme e imposible de torcer, decidió acompañarlo.
“La condesa Nogi estaba vestida de luto, con ropajes de tonos opacos y una hakama de color naranja claro. Usó una daga de unos treinta centímetros de longitud. Se infligió cuatro heridas. Una de ellas en la mano. Según parece, primero se clavó la daga en el medio del pecho y después en el costado derecho, entre las costillas; la profundidad de esta herida fue de unos cuatro centímetros. Quizás temiendo que la herida no fuera mortal, se clavó la daga por tercera y última vez, y la daga le atravesó el corazón. Cuando se infligió esta última herida, estaba muy debilitada por las dos primeras. Ya sin fuerzas para atravesarse el pecho con la daga, se arrojó sobre ella, y de ese modo la incrustó casi hasta la empuñadura.
“Personalmente, he sido testigo de no pocos casos de seppuku, y sé que al realizar el acto, si el oficiante falla y el primer golpe no es certero, no tendrá fuerza suficiente para aplicar el segundo golpe y no logrará poner fin a su vida. Sin embargo la condesa Nogi, pese a ser mujer, se infligió tres poderosos golpes y murió de la manera más noble y decorosa.”
El general y la condesa Nogi, después de cerrar la puerta por dentro, se sentaron uno junto al otro frente al retrato del difunto emperador, y se quitaron la vida de la valerosa manera que acabamos de describir. Sobre un escritorio se encontró una pila de cartas y papeles, entre ellos el testamento del general Nogi. Entre estos papeles también se hallaron dos poemas del general y uno de la condesa. El general Nogi compuso los dos poemas siguientes justo antes de su muerte: “Divino ha ascendido a los cielos nuestro gran señor, y sus augustas huellas desde lejos y humildemente reverenciamos” y “Soy yo quien se va, soy yo quien sigue el sendero del gran señor que ha dejado este mundo transitorio”. La condesa Nogi, por su parte, dejó la siguiente composición poética: “He oído que el Sol ya no regresará tras Su partida. Triste es afrontar la augusta procesión de hoy”.
Día tras día, Ryūnosuke seguía leyendo un artículo tras otro acerca de la muerte del general Nogi y su esposa, leía los artículos y miraba las fotografías; Ryūnosuke pasaba los días mirando las fotos del general Nogi y su esposa, y día tras día reflexionaba, miraba las fotos y leía los artículos; los artículos en un principio contradictorios y cuestionados de los periódicos, repletos de palabras como “suicidio”, “harakiri”, “seppuku” y luego, por último, “junshi”.
Antes de la muerte del general Nogi, Ryūnosuke nunca había leído la palabra “junshi” en un periódico; solo la había leído en algunas novelas o en libros de historia. Ryūnosuke sabía que en el tercer año de la era Kanbun, 1663, el shogunato Tokugawa había prohibido la práctica samurái de seguir al señor a la muerte. A Ryūnosuke le parecía casi inverosímil que uno de los personajes más célebres de la era Meiji, uno de los principales arquitectos de la modernidad japonesa, realizara un acto tan arcaico a raíz de la muerte del emperador.
Pero todos los periódicos coincidían en que el general Nogi había cometido junshi, siguiendo a su señor a la muerte, y que después Shizuko, genuina esposa de samurái, se había quitado la vida para seguir a su esposo a la muerte.
Sin embargo, los editoriales y las columnas de opinión discrepaban en cuanto al significado y la relevancia de sus muertes. Algunos calificaron al incidente de vergüenza internacional para una incipiente nación moderna; otros lo veían como una importante lección moral y un recordatorio de los valores tradicionales de la incipiente nación moderna. Mori Ōgai y Natsume Sōseki –los dos escritores japoneses contemporáneos que Ryūnosuke veneraba por encima de todos los demás– fueron afectados de manera irrevocable por la muerte del emperador, por el final de la era Meiji, y por el hecho y la forma de muerte del general Nogi y su esposa Shizuko. Ōgai se dedicó a escribir ficción histórica, obras como Okitsu Yagoemon, Abe Ichizoku y Sakai Jiken, en las que trató el tema del sacrificio personal, y Sōseki escribió Kokoro, una obra plagada de muertes por suicidio.
Ryūnosuke continuó leyendo todos esos artículos, editoriales, columnas de opinión y libros, y Ryūnosuke continuó contemplando las fotos, las dos fotografías individuales del general Nogi y su esposa tomadas durante la mañana del día de sus muertes, y Ryūnosuke continuó pensando; pensaba en el moderno uniforme estilo occidental del general y en el jūnihitoe, el kimono de doce capas y colores sombríos que vestía su esposa; en el cuerpo del general, enjuto y perdido dentro del uniforme, su rostro entre la humillación y la melancolía, y pensaba en el cuerpo de Shizuku, rígido y noble dentro de su kimono, su semblante severo y valiente; pensaba en las habitaciones japonesas de su mansión occidental; en el hecho de que hubieran bebido vino y no sake; en el ikebana de ramas de sakaki sobre la mesa, en las fotos enmarcadas dispuestas en hilera sobre la mesa; en la obsesión del general con las fotografías, con la representación, en su deseo de desaparecer, de extinguirse; en junshi y bunmei kaika, ese acto tradicional de violencia en aquella era ilustrada y civilizada, mil novecientos doce, año primero de la era Taishō.
Las fotografías del general Nogi, los retratos del shōgun, ya se exhibían en las vidrieras de las tiendas, adornaban las paredes de las escuelas, las academias militares, las fábricas y las oficinas. Recordado y respetado, no había manera de eludirlas, no había cómo escapar de él. Pero Ryūnosuke volvía una y otra vez a esas fotografías, esas dos fotos individuales del general Nogi y su esposa, esas fotos que les habían tomado por separado la mañana del día de sus muertes. Ryūnosuke observaba las fotografías y se preguntaba, Ryūnosuke no paraba de observar las fotos y de preguntarse:
¿Por qué habrá querido que los fotografiaran?
Y Ryūnosuke se negaba a llorar su muerte.
Una polilla color verde claro se posó en su hombro. Por la ventana entraba el perfume del heno recién segado, el susurro silencioso de los robles en el crepúsculo. Bajo la luz de una luna amarilla de otoño, Ryūnosuke alzó la vista y miró el reloj, los tres relojes.
Ryūnosuke no sabía qué hora era.