Como animales de corral

Martes 24 de diciembre de 2024
Las últimas bitácoras del Festival Eterno llevaron a los escritores de paseo a la tribuna del programa de Susana Giménez.
Por Alejandro Seselovsky.
Parece que vendiera eternidad cuando lo que vende es empecinamiento.
Tiene 80 años y ahí está, dejando la vida en una exhalación: la de verse como una mina. Ni una diva total ni una mujer fatal. Una mina, a los 80. Todavía. Porque Mirtha nació Señora, casi que es su propio minué. Y Moria nació Putón Patrio, estadio monumental, camión. En cambio ella es porque es aún: un poco boba y un poco encantadora. Aún. Un poco distraída y un poco sin mal. Nunca se metió en política, siempre fue gorila.
Mal, en todo caso, es lo que ha recibido. Tanto la han cagado. Monzón, a palos. Le quedó el ojo como a Fabiola, aquella noche en Nápoles. Estaba en un rodaje, se acercó un actor a saludarla y al Negro no le gusto nada. El Negro, un indio Mocoví que cazaba en pata a la yarará en el monte del Chacho santafesino. Y el día que no la cazaba no comía. Se sentaban juntos y ella le enseñaba los verbos, las tablas. El Negro repetía: dos por uno, dos. Dos por dos, cuatro. Todo se iba a la mierda con el primer whisky.
Roviralta, no. A Roviralta lo fajó ella. Le clavó un cenicerazo en el puente del tabique. El tipo se fue sangrando, elegantemente. Y con 10 millones de dólares que, elegantemente, le sustrajo en un juicio por bienes gananciales.
Pero eso fue hace mucho.
Ahora, en esta noche de domingo, noviembre 2024, en el cotolengo de esta tribuna, la tengo a veinte metros. ¿Qué se ve desde la grada de un programa en vivo que no se ve desde tu casa? Bueno, el cosido de lo real, el nudo del pespunte: lo que desde el sillón de tu casa parece un milagro acá se corrobora como el resultado de un esfuerzo. Ves la gota que nace de la sien. Ves el grumo, la batalla de la piel bajo la base. El nervio del corte, la orden de aplaudir, la de dejar de hacerlo.
¿Cuántos seremos? ¿Cien? ¿Ciento cincuenta? A los que seamos nos ecualizan. Nos suben y nos bajan los agudos según lo necesite la temperatura del programa. Graves no tenemos. No hacen falta. Una tribuna de televisión existe para constatar que todo está ocurriendo en vivo. Es como una oblea de verificación. Una tribuna de televisión es la VTV de un aquí y un ahora. Son casi las diez, o casi las mil, acá adentro le perdés la compostura al tiempo. Se deshace, el tiempo, acá. Un señor de seguridad con un handy en la cintura y dos duchas de menos me ordena colocarme un collar de luces.
(Abro el collar, lo enciendo, me lo pongo en el cuello, le pregunto a Juan si me queda bien).
Obedezco.
Obedezco y obedecemos. Como animales de corral. De hecho, una tribuna es un corral.
Me doy vuelta. Pasa que estoy en la primera fila y tengo toda la tribuna en la espalda, así que giro para ver el parque de jóvenes euforizados, todos ellos muy marcha del orgullo, muy fiesta plop, fiesta bresh, fiesta hereje, será que hoy toca Miranda! Todos también con sus collares luminosos en el cogote. Titilamos. Somos un titilar. Ta bien. No es lo peor de la noche. Hay una curva de la invitada que, ahí sí, tengo algo para lamentar. Estoy en un programa de televisión que nació el 1 de abril de 1987. La primera invitada de la historia fue Graciela Borges. 27 años después, me toca aceptar que la invitada de la noche, mi noche, la noche en la que yo vine, sea Yanina Latorre. Las iguala que ninguna de las dos es dueña de su apellido. No las iguala ninguna otra cosa más. Porque si una es el cine mismo de la nación, su encarnadura más gloriosa, la otra es el pochoclo sobrante caído bajo la butaca, ponele: cinemark de Alto Avellaneda. Es como descubrir la estructura del átomo para terminar patentando el chasqui bum. Qué va a ser. Así funciona el presente de las cosas.
David Foster Wallace, que se suicidó porque no se bancó su propio magma de lucidez, tuvo la generosidad de explicarnos para siempre de qué se trata la televisión:
“La televisión es una ventana a la autopercepción nerviosa. la razón de ser misma de la televisión es reflejar lo que la gente quiere ver. Es un espejo. No el espejo stendhaliano que refleja el cielo azul y el charco de barro. Más bien el espejo iluminado del baño ante el cual el adolescente calibra sus bíceps y decide cuál es su mejor perfil. La televisión desde su superficie hasta sus profundidades, trata del deseo”.
Pero volvamos al principio de este día. Todavía no estoy en la tribuna de Susana. Todavía nadie me ordenó que me ponga un collar de luces.
(Me saco el collar y lo apago).
Si el alba es el país de la chances, la noche es un patiecito de certidumbres. La mañana lo promete todo; la noche cumple, si cumple.
Me levanto a la mañana, o a media mañana. Bueno, me levanto al mediodía. Y lo hago como siempre: sabiendo quién soy y cuál es mi asunto. Como ustedes pueden comprobar en este mismo momento, soy Samuel Beckett y mi asunto es el absurdo de la existencia y la espera ontológica de la nada. Me mantengo firme en esta certeza, incluso cuando los mensajes que me llegan a lo largo del día no me llaman Samuel. Pero capitulo. Me rindo y asumo que no soy quien creí ser al despertar cuando llego a la tribuna de Susana y mi asunto es Miguel del Sel haciendo a La Tota. Aparece caminando desde el fondo como diciendo: aquí llega el siglo XX. Pero el estudio es inmenso y De Sel llega jadeando. En el piso de Susana entran tres veces el piso de Olga, cinco veces el piso de Gelatina, todas las veces que quieras el piso de Carajo -en caso que quieras que entre alguna- y los Luzu que han existido más los Luzu que habrán de existir. Me derrumbo. Prefiero despertar otra vez.
Así que por segunda vez en el día me levanto a la mañana. O a media mañana. Me levanto al mediodía. Y lo hago como siempre: sabiendo quién soy y cuál es mi asunto. Como ustedes pueden comprobar en este mismo momento, soy Fabián Casas y mi asunto es la nomenclatura barrial del universo, San Lorenzo como poema libre y el tango eterno de Led Zeppelin. Me mantengo firme en esta certeza, incluso cuando los mensajes que me llegan a lo largo del día no me llaman Fabián. Capitulo. Me rindo y asumo que no soy quien creí ser al despertar cuando llego a la tribuna de Susana y mi asunto es Mauro Zseta en patas de rana corriendo adentro de una pelopincho llenada hasta el tope con pelotas de pelotero. El espectáculo es atroz, barroso, innecesario, la puesta en acto de una oleaginosa, de un detrito, como si la materia del génesis y la creación hubieran sido un maridaje de cheddar y panceta. Siento mis triglicéridos de fiesta bailando en el curso de la sangre. Las cosas empeoran. Ahora Mauro Zseta y el Turco García, en patas de rana los dos, arrojan grandes bolas de colores a un cesto que no se las recibe. La catástrofe es cardiovascular. Saco mi teléfono y escribo en ChatGPT: “Cómo producirse a uno mismo un infarto de miocardio”.
Voy a seguir insistiendo y voy a despertar una vez más: ustedes ya saben a qué hora. Y saben también que despierto siempre en la certeza de quién soy y cuál es mi asunto. Como ahora mismo pueden comprobar, soy Juan Sklar y mi asunto es cómo garcha Dios. Cómo garcha, cómo acaba, esas cosas. No me desanima que los mensajes que me llegan a lo largo del día no me llamen Juan. Pero nuevamente caigo derrotado cuando ocupo mi lugar en la tribuna del programa de Susana Giménez y junto a mí está sentado el sujeto que debería ser yo. Esta vez la derrota no llega desde allá adelante sino desde la butaca contigua. Igual, puedo sentir que algo me reconforta. Porque, me digo a mí mismo: estuvo cerca esta vez. Me digo: casi. Me digo: quizá la próxima.
Salimos del estudio. El señor del handy nos dice que dejemos los collares de colores en una canastita, como cuando vas a ver una peli 3D y tenés que devolver los anteojos. Qué ratas, porque estos no son anteojos. Son un cotillón del Once profundo, manufactura china de uso único comprado en un mayorista de la calle Junín. Decido robármelos. Y decido que mañana, cuando despierte, voy a apuntar más bajo, a ver si así mejoran mis chances. Tal vez, puedo despertar siendo Lorna. Y que mi asunto sea Susana Giménez.