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Clavel, Azucena, Azucena, Rosa

Por Kelly Link

"Cuando el mar venga hacia mi mano, cuando me ronronee, voy a saber que ya pagué por lo que hice. Y por dejarte después de haberlo hecho": un cuento de Kelly Link, tomado de Pasan cosas más extrañas (Evaristo Editorial).

Querida Mary (si ese es tu nombre): 

Seguramente te sorprenda recibir mi carta. Soy yo de verdad, por cierto, aunque tengo que confesar que por el momento no solo no puedo retener tu nombre, ¿Laura?, ¿Susie?, ¿Odile?, sino que me parece que también olvidé el mío. Mi plan es seguir probando con diferentes combinaciones: Joe ama a Lola, Willy ama a Suki, Henry te ama a vos, querida, ¿Georgia?, mi cielo, mi amor. ¿Alguno de esos te suena bien?

 

Durante toda la semana pasada estuve sintiendo que iba a pasar algo, era como un hormigueo, como si tuviera abejas en el cuerpo. Estaba seguro de que algo iba a pasar. Daba mis clases y volvía a casa y me metía en la cama, toda la semana esperando que pasara eso que iba a pasar, y entonces el viernes me morí. 

 

Una de las cosas que creo que olvidé es cómo, o tal vez quiera decir por qué. Es como con los nombres. Sé que vivimos juntos durante nueve años en una casa sobre una colina, en una ciudad pequeña y agradable, que no tuvimos hijos ⎯excepto una vez, casi⎯ y que sos una pésima cocinera, mi querida ¿Coraline? ¿Coralee?, igual que yo, y que salíamos a comer afuera siempre que podíamos pagarlo. Yo daba clases en una buena universidad, ¿Princeton?, ¿Berkeley?, ¿Notre Dame? Era buen profesor y mis estudiantes me apreciaban. Pero no puedo recordar el nombre de la calle en la que vivíamos, ni el autor del último libro que leí, ni tu apellido, que también era el mío, ni cómo me morí. Es gracioso, ¿Sarah?, pero los únicos dos nombres que sé que son reales son Looly Bellows, la chica que me pegaba en cuarto grado, y el nombre de tu gato. El nombre de tu gato, por ahora, no lo voy a escribir.

 

A la bebé la íbamos a llamar Beatrice. Recién me acordé de eso. Le íbamos a poner el nombre de tu tía, la que no me quiere. No me quería. ¿Vino al funeral?

 

Estoy acá hace tres días, y estoy tratando de fingir que son solo vacaciones, como cuando fuimos a esa isla en aquel país. ¿Santorini? ¿Gran Bretaña? La que tenía todos esos acantilados. La del hotel con las literas y los cuadraditos de papel higiénico rosado que parecían pañuelos. También tenía caracoles en las ventanas, transparentes como vidrio de botella, ¿o no? ¿Tenían olor a amoníaco? Era una isla muy linda. Sin árboles. Vos dijiste que cuando murieras, esperabas que el cielo fuese una isla como esa. Y ahora estoy muerto, y acá estoy. 

 

Esta también es una isla, creo. Hay una playa, y sobre la arena hay un buzón en el que voy a dejar esta carta. Más allá de la playa, del buzón, está este lugar en el que estoy sentado, escribiendo esta carta. Parece un hotel de los buenos, pero no hay huéspedes, ni recepcionista, ni encargado, ni coordinador de eventos, ni botones. Solo yo. En el lobby hay un televisor muy viejo. Probé moviendo la antena durante un rato largo, pero no pude sintonizar nada. Solo lluvia. Traté de encontrar figuras, gente en medio de la estática. Me pareció que me estaban saludando. 

 

Mi habitación está en el segundo piso. Tiene vista al mar. Acá tienen vista al mar todas las habitaciones. Tengo un escritorio y una buena provisión de papel blanco, liso y encerado, y en uno de los cajones hay sobres. ¿Laurel? ¿Maria? ¿Gertrude?

 

Todavía no me alejé del hotel, ¿Lucille?, porque tengo miedo de que no esté ahí cuando vuelva. 

 

Tuyo,

Ya sabés quién. 

 

El muerto yace sobre su espalda en la cama del hotel, sus manos, inquietas y curiosas, acarician su cuerpo de arriba abajo como si no le perteneciera. Una mano sostiene sus testículos, la otra tira con fuerza de su pene erecto. Sus talones se dan impulso sobre el colchón y tiene los ojos abiertos, y la boca. Está tratando de decir el nombre de una persona.

Afuera, el cielo parece estar muy cerca, hecho de alguna sustancia gris que apenas y de mala gana deja pasar un poco de luz. El muerto se dio cuenta de que nunca aclara ni oscurece, pero que el aire a veces empieza a sentirse más pesado, y luego caen cosas del cielo, grumos de algo parecido a una masa, del tamaño de un puño y de un blanco grisáceo. Caen hasta que la playa queda cubierta, e inmediatamente comienzan a disolverse. La primera vez que el cielo se cayó, el muerto estaba afuera. Ahora espera dentro hasta que la playa se vuelva a despejar. A veces mira televisión, aunque la señal sea mala. 

El mar va y viene sobre la playa, rodeando y lamiendo el buzón cada vez que sube la marea. Hay algo en el agua que al muerto no le gusta. No tiene olor a mar, a sal, como debería. ¿Cara? ¿Jasmine? Huele a tapizado húmedo, a pelo quemado.

 

¿Querida May? ¿April? ¿Ianthe?

Mi habitación tiene una cama con sábanas finas, casi traslúcidas, y una pintura amateur de una mujer sentada bajo un árbol. Tiene lindas tetas, pero una expresión peculiar, al menos para una mujer en una pintura en un cuarto de hotel, incluso un hotel como este. Parece contrariada.

 

Tengo un baño con agua fría y caliente, toalla y un espejo. Me miré en el espejo durante mucho tiempo, pero no me reconocí. Es la primera vez que miro a una persona muerta con detenimiento. Tengo pelo castaño, con entradas a ambos lados, ojos marrones, y buenos dientes, blancos, parejos, no muy grandes. Tengo una pequeña marca en el hombro, ¿Celeste?, donde me mordiste mientras hacíamos el amor la última vez. ¿Te habías dado cuenta de que era la última vez? Tenías una expresión triste, y también, creo recordar, enojada. Sí, ahora me acuerdo, ¿Eliza? Me miraste con bronca, sin pestañear, y cuando acabaste dijiste mi nombre, y aunque no recuerde mi nombre, sí recuerdo que lo dijiste como si me odiaras. No hacíamos el amor hacía mucho tiempo. 

 

Calculo que mido un metro ochenta, y aunque no soy feo tengo un gesto ansioso, un poco rígido. Puede ser que eso se deba a las circunstancias. 

 

Me pregunto si por casualidad mi nombre era Roger o Timothy o Charles. Recuerdo que cuando nos fuimos de vacaciones hubo una confusión similar con algunos nombres, aunque no con los nuestros. Estábamos tratando de pensar uno para ella, para Beatrice. ¿Petrucchia, Solange? Los escribimos todos con unos palos largos sobre la playa, para ver cómo se veían. Empezamos con los nombres más corrientes, como Jane y Susan y Laura. Probamos con nombres más prácticos como Polly y Meredith y Hope, y después nos pusimos más extravagantes. Deslizamos nuestros palos sobre la arena e inventamos familias enteras de niñas con el ceño fruncido, con nombres como Gudrun, Jezebel, Jerusalem, Zedeenya, Zerilla. Qué tal Looly, dije yo. Una vez conocí una nena llamada Looly Bellows. Tu pelo estaba todo enredado alrededor de tu cara, endurecido por la sal. Tenías como un millón de pecas. Te estabas riendo tan fuerte que te tuviste que sostener con tu palo. Dijiste que sonaba como un nombre inventado. 

 

Con amor,

Ya sabés quién. 

 

El muerto trata de actuar como si estuviese acá de verdad, en este lugar. Está tratando de comportarse como corresponde, con normalidad. Hasta donde le es posible. Está tratando de ser un buen turista. 

Todavía no pudo quedarse dormido en la cama, aunque haya dado vuelta la pintura hacia la pared. No está seguro de que la cama sea una cama. Cuando tiene los ojos cerrados, parece otra cosa. Duerme en el piso, que da más la sensación de ser un piso que la cama una cama. Se acuesta sin nada que lo tape y finge no estar muerto. Finge que está en la cama con su mujer, y que está soñando. Se inventa un sueño feliz sobre una fiesta en la que se olvidó los nombres de todos. Se toca. Después se levanta y ve que la cosa blancuzca que cayó del cielo se está disolviendo en la playa, pequeños grumos amontonados como espuma alrededor del buzón. 

 

¿Querida Elspeth? ¿Deborah? ¿Frederica?

Las cosas se están complicando. Sé que si pudiera acordarme de tu nombre, todo mejoraría. 

 

Te dije que estaba en una isla, pero no estoy seguro. Tengo dudas respecto de mi cama y del hotel. Tampoco estoy contento con el mar ni con el cielo. Las cosas que tienen nombres de los que estoy seguro, no estoy seguro de que sean esas cosas, si es que entendés lo que estoy diciendo, ¿Mallory? Tampoco estoy seguro de estar respirando. Cuando lo pienso, sí. Pero solo pienso en eso porque cuando no respiro hay demasiado silencio. ¿Sabías, ¿Alison?, que arriba en esas montañas, ¿las Berkshires?, hay tanta altitud que la gente real, la gente que está viva, también se olvida de respirar? Hay un nombre para cuando les pasa eso. No me acuerdo cuál es.

 

Pero si la cama no es una cama, y la playa no es una playa, ¿entonces qué son? Cuando miro al horizonte, casi parece haber esquinas. Cuando me acuesto, las esquinas de la cama se retiran como el horizonte. 

 

Después está el problema del correo. Ayer puse la carta en un sobre en blanco, sin destinatario, y dejé el sobre en el buzón. Esta mañana la carta ya no estaba y cuando metí la mano adentro, y luego el brazo, los lados de la caja estaban húmedos y pegajosos. Revisé la parte de atrás y descubrí un panel abierto. Cuando sube la marea, las cartas salen hacia el mar. Así que no tengo idea de si vos, ¿Pamela? ⎯o quien sea, para el caso⎯, estás leyendo esto. 

 

Traté de mover el buzón lejos del mar. Las olas me sisearon y me bufaron; una pasó sobre mi pie, fría, peluda y negra, y me di por vencido. Así que voy a tener que confiar en el servicio de correo local. 

 

A la espera de que recibas esto pronto, 

Ya sabés quién. 

 

El muerto va a caminar por la playa. El mar se mantiene distante, pero el hotel, atrás, está siempre cerca. Él nota que cuando camina hacia el agua, la marea se retira, lo que es bueno. No quiere mojarse los zapatos. Si se tratara de meter, ¿el mar se abriría para él como le pasó a ese tipo en la biblia? ¿Onán?

Lleva puesto su segundo mejor traje, el que usaba para entrevistas de trabajo y casamientos. Supone que es el traje con el que se murió, o el que eligió su mujer para enterrarlo. Lo lleva puesto desde que se despertó y se encontró a sí mismo en la isla, desaliñado y transpirado, con la ropa arrugada como si la hubiese tenido puesta durante mucho tiempo. Solo se saca el traje y los zapatos cuando está en su habitación. Se los vuelve a poner para salir. Va a caminar por la playa. Tiene el cierre del pantalón abierto. 

Las pequeñas olas golpean al muerto. Él ve dientes bajo el agua, en las paredes vidriosas y oscuras de las olas más grandes, las olas hacia el interior del mar. Camina un trecho largo, cada tanto para y se sienta. Se cansa con facilidad. Trata de mantenerse cerca de las dunas. Sus hombros están caídos, su cabeza gacha. Cuando el cielo empieza a cambiar, se da vuelta. El hotel está muy cerca, ahí atrás. Él no parece para nada sorprendido de verlo. Desde que salió a caminar, tiene la sensación de que justo detrás de la siguiente duna va a haber alguien esperándolo. Querría que fuese su mujer, pero, por otro lado, si fuese su mujer, significaría que ella también está muerta, y si ella estuviera muerta, él podría recordar su nombre. 

 

¿Querida Matilda? ¿Ivy? ¿Alicia?

Imagino mis cartas navegando hacia vos sobre esas olas con dientes, como pequeños barcos blancos. Querida lectora, ¿Beryl?, ¿Fern?, probablemente quieras saber cómo estoy tan seguro de que estas cartas te están llegando. Recuerdo que siempre te molestaba la forma en que daba las cosas por sentado. Pero estoy seguro de que estás leyendo esto, como también, mientras aún camino y respiro (cuando me acuerdo de hacerlo), estoy seguro de que estoy muerto. Creo que estas cartas te están llegando arrugadas, empapadas, pero aún legibles. Si llegaran de la forma normal, probablemente no creerías que son mías. 

 

Hoy me acordé de un nombre, Elvis Presley. Era el cantante, ¿no? ¿Zapatos azules, labios gruesos y seductores, voz grave y sinuosa? Muerto, ¿no? Como yo. Marilyn Monroe también, vestido blanco inflándose como la vela de un barco, Gandhi, Abraham Lincoln, Looly Bellows (¿te acordás?), que era mi vecina cuando teníamos once años. Tenía unas migrañas que le duraban todo el año escolar y la volvían mala. Antes de que supiéramos que estaba enferma, no le caía bien a nadie. Después tampoco. Me rompió la nariz de un golpe porque un día le robé la peluca por una apuesta. Le sacaron un tumor de la cabeza del tamaño de un huevo de gallina, pero igual se murió. 

 

Cuando le robé la peluca, no lloró. Tenía unos mechones sueltos de pelo quebradizo que asomaban del cuero cabelludo, y su cara estaba hinchada de líquido como si la hubiesen picado muchas abejas. Parecía muy vieja. Me dijo que cuando estuviera muerta iba a volver para acecharme, y, cuando murió, yo fingía verla no solo a ella, sino a contingentes enteros de fantasmas gordos, pálidos, lampiños, que merodeaban entre los árboles, inflamados y zumbando como un enjambre. Era un juego que nos divertía y nos asustaba, lo jugaba con mis amigos. A los fantasmas le decíamos loolies e inventábamos reglas para que no nos pudieran hacer nada. Cierta forma de caminar, una dieta de comidas blancas: malvaviscos, bolitas de pan blanco y arroz blanco. Cuando nos cansábamos de ellos, los matábamos decorando la tumba de Lully con restos de donas cubiertas de azúcar impalpable y pan lactal Wonderbread que nuestras madres, sospechosas, terminaron negándose a comprarnos.

 

¿Estás decorando mi tumba, Felicity? ¿Gay? ¿Ya te olvidaste de mí? ¿Ya tenés otro gato, otro amante?, ¿o todavía estás de duelo? No sabes cuánto te deseo, ¿Clavel, Azucena? ¿Azucena? ¿Rosa? Es el reverso de la necrofilia, supongo: el muerto que quiere coger con su mujer una última vez. Pero no estás acá, y si estuvieras, ¿te acostarías conmigo?

 

Te escribo cartas con la mano derecha, y hago lo otro con la izquierda, la mano con la que lo hago desde que tengo catorce años, cuando no tenía nada mejor que hacer. Creo recordar que a los catorce no había nada mejor que hacer. Pienso en vos, pienso en tocarte, imagino que me estás tocando, y te veo desnuda, y me estás mirando con bronca, y estoy a punto de gritar tu nombre, y entonces acabo y el nombre en mis labios es el nombre de alguna persona muerta, o un nombre totalmente inventado.

 

¿Te molesta, Linda? ¿Donna? ¿Penthesilia? ¿Querés saber lo peor de todo? Hace un minuto estaba montando la almohada, embistiéndola y abrazándola como si fueras vos, ¿Stacy?, qué bien se sentía, igual que cuando estaba vivo, y entonces acabé y dije «Beatrice». Y me acordé de cuando te fui a buscar al hospital después de que perdieras el embarazo. 

 

Tenía un montón de cosas para decirte. Ninguno de los dos estaba tan seguro de querer un bebé y en cierta forma, es verdad, estaba aliviado de no tener que aprender a ser padre, al menos por el momento, pero aún así había cosas que me gustaría haberte dicho. Había muchas cosas que me gustaría haberte dicho.

 

Ya sabés quién. 

 

El muerto sale a recorrer el interior de la isla. En algún momento, después de que él volviera de su primer paseo, el hotel se movió discretamente hacia su ubicación original mientras él estaba adentro, en su habitación, mirándose al espejo con expresión decidida, la cadera inclinada hacia adelante contra los azulejos fríos. Esta carne está muerta. No debería erguirse. Pero lo hace. Ahora el hotel está de nuevo junto al buzón, que está vacío, como comprueba el muerto cuando se acerca a revisarlo. 

El centro de la isla es rocoso, estéril. Acá no hay árboles, nota el muerto, y se siente aliviado. Camina una distancia corta, menos de tres kilómetros, calcula, hasta llegar a la orilla del otro lado. Frente a él hay una extensión lisa de agua, el cielo plegado sobre el horizonte. Cuando el muerto se da vuelta, ahí está su hotel, se lo ve triste y abandonado. Pero cuando entrecierra los ojos, las sombras en la galería de atrás vacilan y se convierten en una multitud. Todos lo miran. Él tiene las manos dentro de los pantalones, se está tocando. Las saca. Le da la espalda a la galería en sombras. 

Camina por la orilla. Se agacha detrás de una duna y baja por una ladera extensa. Va a dar la vuelta para regresar. Va a acercase al hotel con sigilo, si es que puede, porque es difícil acercarse sin ser visto a algo que está siempre detrás de vos, siguiéndote. Camina durante un rato y lo que encuentra, mucho más adelante en la playa, es un círculo de piedras pulidas como vidrio; dentro de ese anillo hay madera traída por el mar, carbonizada y negra. El suelo alrededor del fogón está pisoteado como si hubiese habido gente de pie, esperando y caminando de un lado a otro. Hay un resto de algo, pelo y piel, en el extremo de una vara de hierro en el centro de la fogata. Tiene más o menos el tamaño de un gato. El muerto no lo mira de cerca. 

Camina alrededor del fuego. Ve las huellas que indican por dónde se fue la gente que estuvo ahí parada mirando un gato rostizarse. Sería difícil no darse cuenta qué dirección tomaron. La gente se retira en grupo, corren desordenados hacia arriba por las dunas, descalzos y pesados, dejan marcas circulares y profundas con las plantas de los pies, los talones apenas tocan la arena. Vuelven al hotel. Él les sigue el rastro y ve el camino que van dejando sus propias huellas de regreso a la fogata. La multitud vino hasta acá por arriba, en línea paralela a su expedición y al mar, solo que el muerto no los vio. Ahora caminan con más cuidado, el muerto los imagina caminando en silencio.

Las huellas del muerto terminan. Ahí está el buzón, y este es el lugar por donde salió del hotel, que ahora volvió a su lugar original sin dejar ninguna marca. Las huellas de los otros continúan hacia donde se erige ahora, pequeño en la distancia. Cuando el muerto llega hasta allá, el lobby está sucio de arena y el televisor está encendido. La señal es apenas mejor. Pero no hay nadie, por más que busque en todas las habitaciones. Cuando se queda de pie en la galería de atrás y mira hacia el interior de la isla, imagina que ve un grupo de gente, abajo en la orilla opuesta, saludándolo. El cielo comienza a caerse. 

 

¿Querida Araminta? ¿Kiki?

¿Lolita? Sigue sin sonar como debería, ¿no? ¿Sukie? ¿Ludmilla? ¿Winifred?

 

Tuve otra vez el mismo no-sueño sobre la fiesta de profesores. Estaba ella, solo que esta vez la única que la reconocía eras vos, y yo estaba tratando de adivinar su nombre, quién era. ¿Era la rubia alta, la de buen culo, o la rubia más baja de pelo corto, la que mantenía la boca un poco abierta como si estuviera sonriendo todo el tiempo? Esa tenía cara de saber algo que me hubiera gustado saber, pero vos también tenías esa cara. ¿No es gracioso? Nunca te dije quién era, y ahora no me puedo acordar. Seguro que vos lo sabías desde un principio, de todas formas, incluso aunque creyeras que no. Estoy casi seguro de que, cuando preguntaste, me estabas preguntando por esa chica rubia. 

 

Sigo pensando en lo linda que estabas la primera vez que nos acostamos juntos. Yo te había dado un beso como un caballero en las escaleras frente a la puerta de la casa de tu madre, y vos, antes de entrar, te diste vuelta y me miraste. Nunca me habían mirado así. No hizo falta que dijeras nada. Esperé a que tu madre apagara todas las luces de la planta baja, salté la reja y subí por el árbol del patio hasta tu ventana. Vos estabas asomada, mirándome trepar, y te sacaste la remera para que viera tus tetas. Casi me caigo. Te sacaste los jeans y tu bombacha tenía bordado un día de la semana, ¿Feriado?; después te sacaste la bombacha. Te habías blanqueado el pelo y te habías teñido unos mechones de rojo, pero el pelo de tu pubis era negro y, cuando lo toqué, me pareció muy suave. 

 

Nos acostamos en tu cama, y cuando estuve adentro tuyo me miraste de nuevo de esa forma. No con el ceño fruncido, pero casi, como si hubieses estado esperando otra cosa, o como si hubiera algo que no entendías. Entonces sonreíste y suspiraste y te retorciste bajo mi cuerpo. Te arqueaste con un movimiento fluido y enérgico, como si estuvieras a punto de levitar sobre la cama, y yo me levanté con vos, como si me estuvieras cargando, y casi te dejo embarazada por primera vez. Nunca fuimos buenos con los anticonceptivos, ¿o no, Elaine? ¿Rosemary? Y entonces escuché a tu madre afuera en el patio, justo bajo el olmo que acababa de trepar, gritando «¿Árbol? ¿Árbol?».

 

Creí que me había visto trepar. Miré por la ventana y la vi justo abajo, tenía los brazos en jarra y lo primero que noté fueron sus tetas bajo la luz de la luna, pesadas, apretadas bajo su bata, más grandes que las tuyas y casi tan lindas. Eso fue bastante extraño, darme cuenta de que yo era el tipo de hombre que podía enamorarse de alguien en tan poco tiempo ⎯de verdad, estaba profundamente enamorado, y con el tipo de amor que es para siempre⎯, y a la vez ser capaz de notar las tetas de esta mujer de mediana edad. Las tetas de tu madre. Esa fue la segunda cosa que entendí. La tercera fue que no era a mí a quien estaba mirando. «¿Árbol?» gritó una última vez, parecía bastante enojada. 

 

Entonces, bueno, pensé que estaba loca. La última cosa, lo que no llegué a entender, tenía que ver con los nombres. Me llevó un tiempo darme cuenta de eso. Y sigo sin saber qué es lo que no entendí, ¿Aina?, ¿Jewel?, ¿Kathleen?, pero al menos estoy dispuesto. Quiero decir, sigo acá, ¿o no?

 

Ojalá estuvieras conmigo,

Ya sabés quién. 

 

En algún momento, más tarde, el muerto baja hacia el buzón. El agua está particularmente no acuosa. Tiene una textura como aterciopelada, como pelo. Se eleva y toma formas casi reconocibles. El muerto sabe que le tiene miedo, y que lo odia, lo odia, lo odia. Nunca lo quiso, nunca. 

Gatito miedoso, gatito miedoso se burla del agua.

Cuando vuelve al hotel, se encuentra con los loolies. Están mirando televisión en el lobby. Son mucho más grandes de lo que recuerda. 

 

Querida Cindy, Cynthia, Cenfenilla, 

Ahora hay gente acá conmigo. No estoy seguro de si estoy en su territorio, si este lugar es de ellos, o si el que los trajo fui yo. Quizás es un poco una cosa, un poco la otra. Son gente, o quizás debería decir una persona, que conocí cuando era chico. Creo que me están observando desde hace un tiempo, pero son tímidos. No hablan mucho. 

 

Cuando no te acordás de tu nombre, presentarse es difícil. Me sorprendió mucho encontrarlos acá. Me senté en el piso del lobby. Sentí que mis piernas eran de agua. Me sobrevino una oleada de una emoción tan fuerte que no supe qué era. Puede haber sido pena. Puede haber sido alivio. Creo que fue reconocimiento. Ellos vinieron y se quedaron de pie a mi alrededor, mirándome. «Los conozco», dije. «Son loolies». 

 

Ellos asintieron. Algunos sonrieron. ¡Son tan pálidos, tan gordos! Cuando sonríen, sus ojos desaparecen bajo los pliegues de la piel. Van descalzos y tienen unos pies pequeños y suaves, como de niño. «Vos sos el muerto», dijo uno. Tenía una voz aguda y delicada. Después hablamos. La mitad de lo que decían no tenía ningún sentido. No saben cómo llegué acá. No se acuerdan de Looly Bellows. No recuerdan haber muerto. Al principio me tenían miedo, pero también les daba curiosidad. 

 

Querían saber mi nombre. Como no tenía, trataron de encontrar uno que me quedara bien. Consideraron Walter, pero lo rechazaron. No me veían cara de Walter. Después Samuel, Milo, Rupert. A muchos les gustaba Alphonse, pero yo no me sentía identificado con Alphonse. «Árbol» dijo uno de los loolies.

 

Árbol nunca me quiso. Me acuerdo de tu madre, de pie bajo las hojas verdes que colgaban de las ramas arqueadas hacia abajo y se arrastraban sobre la tierra como un vestido. ¡Era un gran árbol!, el árbol más hermoso que había visto en mi vida. A media altura sobre el tronco, mirándome fijo, había un gato negro y gordo con unos bigotes blancos muy largos, y una mancha blanca y reluciente en el pecho, muy elegante. Vos me sacaste de la ventana. Te habías puesto una remera. Te quedaste ahí parada. «Yo lo agarro», le dijiste a tu madre, que estaba bajo el árbol. «Andá a la cama, mamá. Vení acá, Árbol». 

 

Árbol se te acercó caminando sobre la rama, la misma rama gruesa que me había llevado hasta tus brazos. Vos, ¿Ariadne? ¿Thomasina?, lo agarraste y cerraste la ventana. Cuando lo dejaste sobre la cama se enroscó del lado de los pies, ronroneando. Pero más tarde, cuando desperté soñando que me ahogaba, lo tenía sentado sobre mi cara, su vientre cubriéndome la boca como una tela pesada. 

 

Siempre pensé que Árbol era un nombre tonto para un gato. Cuando se puso viejo y empezó a dormir en el jardín, seguía sin parecerse a un árbol. Se parecía a un gato. Salió corriendo de la nada y cruzó por delante de mi auto, lo vi, vos me viste verlo, y me di cuenta de que esa iba a ser la gota que rebalsara el vaso ⎯un aborto espontáneo, tu marido duerme con una estudiante, después atropella a tu gato⎯, entonces traté de dar un volantazo, de no pisarlo. Pero algo me dice que lo pisé. 

 

Fue sin querer, mi amor, querida ¿Pearl?, ¿Patsy?, ¿Portia?

 

Ya sabés quién. 

 

 

El muerto mira televisión con los loolies. Novelas. Los loolies saben cómo ubicar la antena para que la señal sea decente, aunque no hay sonido. Uno de ellos se para detrás del televisor para sostenerla en la posición justa. La novela es de una época extraña, la ropa parece vieja, del tipo que el muerto imagina que usaban sus abuelos. La mujer lleva sombreros campana, tiene los ojos muy maquillados. 

Hay un casamiento. También hay un funeral, aunque para el muerto que mira no está claro quién es el muerto. Después, los personajes están caminando por una playa. La mujer tiene un traje de baño a rayas blancas y negras que la cubre con decoro del cuello hasta la mitad de los muslos. El hombre tiene el cierre del pantalón abierto. No se agarran de las manos. Los comentarios de los loolies se oyen como un zumbido. 

Muy oscura dice uno refiriéndose a la mujer. 

Todavía está viva dice otro. 

Muy flaco dice uno señalando al hombre. Debería comer más. Podría salir volando con el viento. 

Hacia el mar. 

Hacia el Árbol. Los loolies miran al muerto. El muerto se va a su habitación. Cierra la puerta. Su pene está erecto, duro como un árbol. Lo arrastra hacia la cama. Él está muerto, pero su cuerpo aún no lo sabe. Su cuerpo piensa que está vivo. Empieza a recitar en voz alta los nombres que conoce, nombres hermosos, nombres tontos, nombres improbables. Los loolies cruzan el hall sigilosamente. Se quedan afuera junto a su puerta y lo escuchan decir todos esos nombres. 

 

¿Querida Bobbie? ¿Billie?

Me gustaría que contestaras mis cartas. 

 

Ya sabés quién. 

 

Cuando el cielo cambia, los loolies salen. El muerto los mira levantar la cosa que cae sobre la playa. La comen metódicamente, la mastican hasta dejarla hecha una pasta. Tragan y levantan más. El muerto sale. Levanta un poco de la cosa. ¿Pastel de ángel? ¿Maná? Lo huele. Huele a flores: como claveles, lirios, como lirios, como rosas. Se lleva un poco a la boca. No tiene gusto a nada. El muerto patea el buzón. 

 

¿Querida Daphne? ¿Prosperpine? ¿Rapunzel?

¿No hay un cuento de hadas donde un hombre pequeño trata de hacer esto? ¿Adivinar el nombre de una mujer? Estuve inventando historias sobre mi muerte. En una de las muertes que estuve imaginando estoy caminando hacia el subte, y entonces hay un viento muy fuerte, y la escultura móvil junto a la estación, la que gira con el viento, se eleva y cae sobre mí. En otra de las muertes estoy con vos, estamos volando a algún otro país, ¿Canadá? El avión está lleno y vos te sentás una fila más adelante. Se oye un ¡crack!, y el avión se parte al medio como una rama. Tu mitad se eleva y la mía cae hacia abajo. Vos te das vuelta y me mirás, yo estiro mis brazos hacia vos. Hay copas de vino y diarios y cintas de tela cayendo por el aire. El cielo se prende fuego. O quizás me paré frente a un tren. Estaba andando en bicicleta y alguien abrió la puerta de un auto. Iba en un bote que se hundió. 

 

Lo único que sé es que estaba yendo a algún lado. Me parece que de todas las historias es la mejor. Hicimos el amor, vos y yo, y después te levantaste de la cama y te quedaste ahí parada mirándome. Yo creía que me habías perdonado, que ahora íbamos a seguir con nuestras vidas como antes. ¿Bernice?, dijiste. ¿Gloria? ¿Patricia? ¿Jane? ¿Rosemary? ¿Laura? ¿Laura? ¿Harriet? ¿Jocelyn? ¿Nora? ¿Rowena? ¿Anthea?

 

Me levanté de la cama. Me vestí y salí de la habitación. Vos me seguiste. ¿Marly? ¿Genevieve? ¿Karla? ¿Kitty? ¿Soibhan? ¿Marnie? ¿Lynley? ¿Theresa? Dijiste todos esos nombres entrecortados, uno atrás del otro, como puñaladas. Yo no te miré, agarré las llaves y salí de la casa. Vos te quedaste parada en la puerta, me miraste subir al auto. Tus labios seguían moviéndose, pero ya no te escuchaba. 

 

Árbol estaba frente al auto y cuando lo vi di un volantazo. Ya estaba yendo demasiado rápido, a medio camino saliendo de la rampa. Lo aplasté contra el buzón, y el auto golpeó al árbol de lilas. Llovieron pétalos blancos. Vos gritaste. No recuerdo qué pasó después.

 

No sé si fue esa la forma en que morí. Quizás morí más de una vez, y al final prendió. Acá estoy. No creo que esto sea una isla. Creo que estoy muerto y adentro de una caja. Cuando me quedo en silencio, casi puedo oír a los otros muertos en sus cajas arañando las paredes. 

 

O quizá soy un fantasma. Quizás las olas, que parecen pelo, son pelo, y quizás el agua, que sisea y me bufa, en realidad es un gato, y el gato también es un fantasma. 

 

Quizás esté acá para aprender algo, para hacer penitencia. Los loolies ya me perdonaron. Quizás vos también me perdones. Cuando el mar venga hacia mi mano, cuando me ronronee, voy a saber que ya pagué por lo que hice. Y por dejarte después de haberlo hecho. 

 

O quizás soy un turista, y estoy atrapado en esta isla con los loolies hasta que sea hora de irme a casa, o hasta que vengas a buscarme, ¿Poppy?, ¿Irene?, ¿Delores?, y por eso espero que recibas esta carta. 

 

Ya sabés quién. 

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Una lectura de la antología de relatos de la gran escritora neoyorkina, Colgando de un hilo, edición de Lumen con ilustraciones de Simone Massoni.

Antología de cuentos de Dorothy Parker
Martes 22 de marzo de 2016
El silenciero

Jorge Consiglio (Hospital posadas, Pequeñas intenciones, entre otros) extrae sus citas favoritas de El silenciero, de Antonio Di Benedetto, también autor de autor de Zama y Los suicidas, entre otros títulosl.

Citas de Di Benedetto
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