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Lecturas

Benjamín Labatut y el delirio de la razón

Victoria Iglesias

Leonardo Sabbatella se sumerge en los libros del chileno, a horas de su aterrizaje en Argentina para participar del Filba Internacional en un cruce imperdible con Lucrecia Martel.



Por Leonardo Sabbatella



   

Benjamín Labatut recupera, de forma indirecta, quizás sin proponérselo, el encanto de leer el delirio de la razón. Un tipo de magia sacrificada desde hace años en favor de la claridad, la eficacia, la comunicación, todos esos enemigos del lenguaje. ¿Cuántas son ya, a esta altura, las páginas que leemos de Labatut como si fueran un canto teórico, un canto abstracto, sobre las matemáticas, los químicos mortales, la física cuántica o la inteligencia artificial? ¿Cuántas de esas páginas nos resultan maravillosas, misteriosas y opacas por provenir de una zona lejana, la frontera de las ciencias duras? No importa entender o no, sucede en la lectura algo mejor, hasta más sagrado, que es el efecto poético, lírico, que Labatut revela en las ciencias. Sus imágenes imposibles, su cadena de probabilidades, sus vidas teóricas, conjeturales, sus genios en ruinas.  

Quizás uno de los efectos más interesantes de su lectura sea que al principio parecen libros destinados a explicar algo o descubrir hallazgos, pero que una vez atravesados, el lector regresa enloquecido, fuera de lugar, exaltado. Los objetos narrativos de Labatut serán una decepción para quienes quieran extraer información sobre lo sucedido o quienes pretenden reducir sus libros a una divulgación novelada, en cambio proponen algo mejor: el conocimiento que produce la literatura. Tanto Un verdor terrible como MANIAC pueden leerse como una gran especulación que, al fin de cuentas, brinda un tipo de saber que sería imposible o improbable de otro modo. La coartada documental -nombres reales, hechos históricos, conceptos científicos, fuentes documentadas- provocan una escritura absuelta que imagina, propone, ensaya y hasta teatraliza los puntos ciegos de la ciencia de la historia. Parece preguntarse Labatut: ¿Qué habrán pensado esos hombres y mujeres? ¿Cómo habrán sido las escenas y paisajes de sus vidas? ¿Qué más podemos conocer? ¿Qué potencias, qué dramas, qué luz calcinante habita en sus biografías? Así, la estrategia de la ficción le permite a Labatut darle a su elenco de científicos y genios desbordados un pensamiento y una vida más real de la que han tenido en el mundo. 

El fantasma de W. G. Sebald puede vislumbrarse en ciertos pasajes. Más directo y menos personal que el inglés, Labatut parece tomar algo de la deriva y del trabajo con la historia para su proyecto. Otro fantasma que se deja ver es Jean Echenoz, quien ha probado con gracia e inteligencia un dispositivo similar con sus novelas breves sobre Ravel, Tesla y Zatopek (el libro sobre el atleta checo es extraordinario y quizás el mejor de la trilogía). Más concentrado que Sebald y menos leve que Echenoz, Labatut explora los límites entre ficción y biografía hasta volverlos irrelevantes.   


Tom McCarthy, un experto en hacer artefactos narrativos, después de leer MANIAC, lo dice de forma perfecta: “En sus mejor es momentos, como en la sorprendente secuencia inicial que reconstruye el asesinato-suicidio del físico Paul Ehrenfest y su hijo discapacitado, o en el apasionante relato de la sección final sobre una computadora que derrota al mejor jugador de Go del mundo, uno simplemente se da por vencido y piensa: ¿A quién le importa qué etiqueta discursiva le asignamos a esto? Es genial. La cuestión de ficción versus no ficción en realidad no tiene una respuesta, por la buena razón de que la novela siempre ha sido, desde su inicio, una forma híbrida, impura, varada (como lo demostrará el más superficial vistazo a Defoe, Behn o Sterne, sin mencionar a Acker, Burroughs o Heti) entre los diversos taburetes de la poesía épica, el ensayo, la confesión teológica-personal, etc”.   

Sin embargo, nada de lo que escribe Labatut es confuso, inconexo, abigarrado o hermético. Por el contrario, con un estilo austero, con cierta economía del lenguaje, con un tono documental, de biógrafo o historiador, que le cae bien, expone (y explora) con claridad cada uno de los agujeros negros en los que se mete. Especie de prodigio de la paráfrasis, encuentra una escritura justa (o ajustada) para traducir investigaciones complejas, técnicas, en una narración tan rigurosa como simple. La frase avanza obediente, con la belleza inversa de lo útil, de lo subsidiario.   

Quizás en MANIAC sea donde mayores licencias retóricas puedan encontrarse en comparación con los libros anteriores. Un efecto asistido por la inclusión de voces, de un larguísimo relato polifónico, con el que Labatut parece llevar su proyecto de falso documental al territorio de los testimonios.  

De todos modos, nada en Un verdor terrible o MANIAC es tan cautivante como esos relatos que parecen resumir o sintetizar una gran historia de genios atormentados, deformes, que pueblan su territorio. Ahí encuentra un ritmo y un tono que hace de cada uno de sus relatos un plano secuencia. Y en buena medida ese tono y ese ritmo le permite que su experimentación nunca sea amorfa sino más bien orgánica, le da cohesión pero también cierta modestia o elegancia. Una voz en off ceñida y lacónica, también elocuente, canta estos cuentos de hadas sobre científicos.  

El díptico que conforman Un verdor terrible y MANIAC se abre con “Azul de Prusia”, auténtico atlas en miniatura sobre el cianuro y una de las piezas más perfectas que haya escrito el chileno, y se cierra con “Lee o los delirios de la inteligencia artificial”, sobre la batalla entre un jugador de go y el sistema AlphaGo; relato cautivante en el que hace un cameo Garry Kasparov (ídolo de quienes fuimos niños ajedrecistas en los 90). Entre uno y otro han pasado ocho relatos y seiscientas páginas. Labatut en ese tiempo, en esa duración, logra dos proezas: mantiene un tono imperturbable, como si él mismo fuera una máquina de narrar, y, a la vez, expande su descubrimiento de lo novelesco en la ciencia.   


Algo distinto ha hecho el escritor chileno con “La piedra de la locura”, donde ataca los mismos problemas de siempre, pero ahora de forma algo más explícita o deliberada como le permite la zona del ensayo. Una cita que resacata de Lovecraft parece contener, a modo de epígrafe, el proyecto de su escritura: “Vivimos en una isla de plácida ignorancia en medio de negros mares de infinito, y no estamos destinados a viajar muy lejos. Las ciencias, cada una avanzando en su propia dirección, nos han perjudicado poco hasta el momento: pero algún día la suma de todo ese saber disgregado abrirá una perspectiva tan aterradora sobre la realidad, y sobre el espantoso lugar que ocupamos en ella, que nos volveremos locos producto de esa revelación, o huiremos de la luz hacia la paz y la seguridad de una nueva edad oscura”. Labatut encontró un camino más fértil que el fantástico o la ciencia ficción para desplegar estos misterios: la realidad.   

Pero lo más atractivo del pequeño libro llega hacia el final, cuando cuenta la historia de una escritora paranoica que cree que autores de todo el mundo le roban sus ideas y que, como no podía ser de otra manera, uno de ellos ha sido el propio Labatut a quien intenta contactar a través de su traductor. La historia parece sacada de uno de sus libros, una mujer con cierta genialidad en las ciencias que ha enloquecido. Las cosas parecen haberse invertido y ahora los personajes persiguen a Labatut en la vida.   

¿Pero qué hubo antes? Si bien su segundo libro Después de la luz no se deja reducir a una maqueta de lo que vendrá luego, ahí ya campean, como en un ecosistema donde todo flota, nada, se reproduce, las notas científicas y médicas, las historias espirituales y religiosas, el glosario de la alquimia, los hallazgos sobre el universo, relatos antiguos y algo que se perderá en los siguientes libros: unas entradas confesionales. Es la primera presencia de la ciencia como delirio metafísico. Después de la luz es un libro de fragmentos, de recortes, de articulaciones entre materiales diversos, extraños, pero pasados por la matriz de la lengua de Labatut.   

Sus libros, tan familiares como huérfanos, conforman una gran red donde el sentido aparece y desaparece, titila como una promesa, una catástrofe, un milagro.  

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