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Beatriz Sarlo: "Creo que tuve siempre la fantasía del ensayo"

Un recorrido desde su último libro hasta sus primeros días en Puan

A partir de Una intimidad pública (Seix Barral), una entrevista que además retoma sus títulos anteriores y en ese ir hacia atrás traerá sus años de estudiante en Filosofía y Letras, su militancia, su paso por Eudeba y el Centro Editor de América Latina, sus primeras incursiones en el periodismo y en la docencia y, claro, la fundación de Punto de vista. 

Por Valeria Tentoni. Foto Alejandra López.

 

El ascensor está roto, así que Beatriz Sarlo tiene que bajar cinco pisos por escalera hasta la calle Talcahuano, justo a la altura en la que se apiñan las casas de instrumentos musicales. Después tendrá que subirlas para volver a su estudio, uno que tiene bibliotecas en todas las paredes, partiendo inmediatamente de las del pasillo de entrada y rodeando una mesa sobre la que hay dos atados de cigarrillos, un diario Clarín y una novedad editorial de portada negra sobre la que es probable estuviera escribiendo hasta recién. Como si nada, Sarlo no pierde el aliento, pero si las fallas en el edificio siguen sabe que la primera opción sería ir a trabajar a algún café. Nunca a su casa.

No es la primera ni la segunda entrevista que da sobre este libro nuevo, La intimidad pública (Seix Barral), que trabaja sobre los escándalos, los famosos y el sistema de lecturas y discursos de baja intensidad que la maquinaria que componen proyecta. Se trata de un imperio de emociones aplanadas por el cliché por el que Sarlo se admite seducida desde las primeras páginas. El tomo está en una línea que podría cruzarse desde El imperio de los sentimientos (en el que se ocupó de las narraciones de circulación periódica en Argentina en las primeras décadas del siglo XX) y el posterior Escenas de la vida posmoderna (donde toma entre otras cosas a los videogames, los shoppings, el zapping), y en ese ir hacia atrás esta entrevista también traerá los años de Eudeba, del Centro Editor de América Latina, de la Facultad de Filosofía y Letras, de sus incursiones en el periodismo y en la docencia. Y, claro, de Punto de vista. 

 

Este último libro está en juego con, por lo menos, dos otros tuyos, y quizás con todos. ¿Pensás a los libros en sistema con los anteriores?

Sin duda, Escenas de la vida posmoderna me vino a la cabeza cuando ya estaba empezando a escribir este libro. Ese es un libro del 94. Los demás no, excepto que vayamos muy atrás, y entonces ahí rastreamos mi interés por ciertas formas de cultura de consumo popular en El imperio de los sentimientos. Ahí arranca, en una investigación sobre folletines sentimentales de la década del 10 en la Argentina y que también se vendían en España. Recuerdo, cuando inicié esa investigación, la extrañeza que producía el tema elegido en mis amigos. Se consideraba que sólo los populistas culturales podían meterse con esas novelas. Para escribirlo leímos muchísimo, y hablo en plural porque tuve de ayudante de investigación a Carlos Mangone. El corpus era gigantesco. Debemos haber leído entre los dos cuatroscientas, quinientas de esas novelitas, que son breves, deben tener setenta páginas cada una. Descubrí para mí que funcionaban con un modelo de obstáculos, que en general eran de carácter social -es decir, la vendedora de tiendas enamorada o seducida por un elegante aristocrático: ése es el esquema-, y por un modelo de felicidad, que era ver si conservando la “pureza” esos obstáculos podían ser superados. Escribí el librito, pero evidentemente eso me dejó una marca, y esas son marcas que siguen funcionando en la cabeza. Lo que uno escribe se convierte en parte de la enciclopedia con la cual uno trabaja. Porque, además, después vi que volvía a citar esas novelitas como la plataforma por la cual se podía llegar a otras lecturas en ese mismo período; era el mismo público que podía ir a leer a Roberto Arlt o entrar a la literatura de Boedo. Es decir que eran muy activas en la formación cultural argentina, cosa que no sucede con lo que yo estudio acá, en este último libro, que es un material completamente inerte en la formación cultural futura. O por lo menos esa es mi idea.

En Escenas de la vida posmoderna advertías que hay un modelo de felicidad que esas novelitas hacen parecer más alcanzable, la ilusión de que están a la mano esos desenlaces de "felicidad". En este libro también hay otra ilusión: la de que cualquiera puede ser famoso (en un sistema en el que la fama equivale a la felicidad).

Es muy raro, porque con estos famosos te cuesta mucho descubrir por qué son famosos, qué es lo que hacen para serlo, aparte del escándalo. En ese sentido son seres del común que, al rebotar en los medios, ellos mismos alimentan el escándalo en las redes y después se arma una plataforma unificada. Yo me cuidé mucho de diferenciar a las estrellas de los famosos: con las estrellas vos sí podés diferenciar perfectamente qué hacen. Mirtha Legrand, la estrella de las estrellas, no tuvo escándalos, como tampoco los tuvieron las grandes estrellas del cine argentino de los años cincuenta. Estos famosos no pertenecen a ese mundo, no al del teatro y el cine establecido. Y en algunos casos resulta realmente complicado saber qué hacen.

Hay una línea conocida de Moria Casán, a los gritos: "¿¡Quiénes son!?" 

Y tiene razón, porque ella tiene un pasado en el teatro de revistas y un histrionismo muy fuerte. En ese punto uno puede pensar también en Maradona, personajes de bajísima cultura y de un alto histrionismo. Pero además, en el caso de Moria Casán o en el caso de algunos futbolistas, el pasado es un pasado glorioso. Moria tiene toda la razón del mundo en preguntarse quiénes son estos recién llegados.

También analizás el rol de los hijos e hijas en este sistema de famosos.

Mirko [hijo de Marley] ahora es chiquitito y entonces lo llevan como un paquetito; lo llevan a Olivos, lo pueden tirar como una pelota de béisbol, pero dentro de quince años no sé cómo Mirko se va a cruzar en ese escenario familiar. Digo varias veces que las caras de los menores son sólo levemente pixeladas, y eso no alcanza porque el menor en unos años va a ir a la escuela y sus compañeros lo van a reconocer. Están exponiendo a esos chicos a un escenario de bullying: yo creo que no se dan cuenta, que no pueden pensar de aquí a quince años. Su medida del tiempo es el instante, así como su medida de ficción es el escándalo. 

En este imperio del presente, también advertís que nos acercamos al fin de la lectura intensiva. En quince años, ¿qué creés que quedará de todo esto?

Quedan en las redes esas cosas. Hoy las redes dicen: estamos para siempre. A lo mejor no, a lo mejor los bytes se empiezan a carcomer entre sí, pero de todas maneras hay una cierta continuidad. Es un interrogante, pero yo pienso que los archivos y sobre todo los visuales se tienden a conservar, y que la curiosidad sobre el propio pasado hace que uno los encuentre.

En otro de tus libros, Tiempo pasado, en el que abordás un muy otro tema, advertís ya la progresión del Yo, el "giro subjetivo". En este último libro trabajás sobre la experiencia explotada por una primera persona, ¿cómo fuiste decodificando la disponibilidad del Yo en estos años de lecturas de la cultura popular?

Creo que hice un diálogo intelectual -a distancia, porque vive en Barcelona- muy intenso con alguien a quien cito en el libro, Nora Catelli, que trabajó para mí de la manera más inteligente y más exterior a las banalidades que se han dicho sobre la cultura del yo, sobre lo autobiográfico y la dimensión subjetiva. Yo hubiera querido mandarle el borrador de este libro; doy muy pocas veces mis borradores a leer, pero ese diálogo para mí fue importante a lo largo de dos, tres décadas. Fue decisivo. Y cuando escribí Tiempo pasado, el diálogo importante fue con Hugo Vezetti y en general con otra gente del grupo que en ese momento era Punto de vista.

¿Y cómo encontrás al Yo en esta intimidad pública?

El Yo en esta intimidad pública está completamente formalizado. A diferencia del Yo “sincero”, con las comillas del caso, que uno puede encontrar en todos los testimonios -desde Rigoberta Menchú hasta los testimonios de los últimos treinta años-, acá las pasiones que se expresan son completamente formalizadas. Carecen de originalidad e interés. El único interés que tienen es su repetición. El Yo que expresan está completamente aplanado por el cliché, no tiene ninguna densidad experiencial.

¿Cómo creés que va a derramar este fenómeno a futuro?

No tengo idea. Podría tener la hipótesis de que habilita una mayor expresividad, pero cuando uno habla de impacto se piensa en general con fenómenos de más larga duración. Todavía no tenemos el tiempo para ver el impacto de este estilo de expresividad pública. Si se mira para atrás, hay algunas formas de la cultura popular que tuvieron un gran impacto: el radioteatro, el teleteatro. Ahora, eran formas de larga duración. Lo más corto que vos podías tener era un mes de argumento, con diálogos, además de tener elaboradas bandas de sonido, estaban sostenidos por la capacidad de actuación de alguna de las estrellas. O si se piensa en un éxito como Rolando Rivas Taxista, con un nivel de costumbrismo alto y relativamente elaborado, tuvo mucho impacto. Yo creo que esto no lo tiene, que es muy elemental, porque no tienen guionistas. Son sus propios guionistas, y entonces recurren a las formas sintácticas y retóricas más rústicas. Por eso yo pongo a la hipérbole como la fórmula, porque cualquiera sabe lo que es la exageración, hasta los bebés. Estas personas, que son de una cultura muy baja, al no tener guionistas acuden a la repetición. No tienen otro remedio. Y esto está a la altura de un público que también tiene problemas con las intrigas complejas.

Como en los folletines que estudiaste en aquél libro anterior, aquí hay reglas: allá podían tener pocos personajes, las tramas tampoco podían ser demasiado complejas. Pero ahí sí había guionistas, digamos: eran escritores.

Eran escritores. Algunos eran escritores profesionales bajo seudónimo para ganarse unos pesos, eran gente culta. Leyendo folletines, descubrí a un miembro de mi familia, con mi mismo apellido. Yo no sabía que era escritor, pero después lo rememoré y sí, era un tipo de cultura media alta, conocía la literatura francesa, podía manejar un conjunto de recursos. Los que producen esto, al no tener guionistas, sólo producen su espontaneidad, y es una espontaneidad acultural, digamos. Salvo por el talento, como puede ser Moria Casán -que no entra en esto aunque pueda haber tenido dos mil escándalos en su vida- y Maradona, que tiene el talento de la réplica. Quien aprecie el aforismo tiene que reconocerlo, le guste o no Maradona como persona.  

En el libro se llega a advertir también que otros, que sí tienen guionistas, como la clase política dirigente, también aprovechan el escándalo. Por caso el presidente Macri con la exposición de su hija Antonia, la pareja de Jessica Cirio con Insaurralde, o las fotos de Isabel Macedo y Urtubey. Los políticos también vieron que ahí había algo, ¿no?

Vieron que había algo que mostrar, en efecto. Y que ya no podías mostrar la imagen de extrema dignidad de la primera gran mujer en la política argentina que era Eva. Hay que mirar ese libro de Fusco [Fusco. El fotógrafo de Perón], que es buenísimo, y cualquiera de las instantáneas de ella, capturada en su vida cotidiana, con el pelo suelto, con unos vestiditos sencillos, son de una enorme dignidad. Porque el ideal de esa mujer, para ser la mujer de un general de la nación, coronel primero y presidente, y luego para ser ella una figura pública, era ese. Se vestía con uniforme de trabajo. El traje sastre era el uniforme de trabajo de Eva. Y si tenía que vestirse de ceremonia, se vestía de ceremonia como se vestiría hoy la reina Máxima. De las que menciono en el libro, una de las fotos que me impactaron mucho fue la que se sacó Macri con Antonia; seguro que con fotógrafos de presidencia, es una foto de calidad extraordinaria, de noche, caminando con la nenita. La sacaron todos los diarios. ¿Qué quiere decir esta foto? ¿Que de noche camina con la nenita? En efecto, los políticos han comenzado a explotar esa dimensión. No todos, de todas maneras. No todos. Ni siquiera los que a uno le resultan más próximos o más lejanos. Los Kirchner no mostraron fotos de sus hijos -hasta que su hijo se convirtió en político, y bueno, se hizo público-. Hay una foto lejana de sus nietos. Lo cual me parece razonable. Entonces, no todos los políticos explotan esta dimensión. ¿Quién le conoce la cara a la familia de los políticos radicales? En general, no se las conocés. ¿Quién le conoce la cara a los familiares de los políticos socialistas en la provincia de Santa Fe? 

A este gobierno, en particular, le resulta efectivo.

Sí, o sintoniza con una especie de clima de época, dado que es un gobierno que no tiene ningún discurso intelectual y ningún mito político que transmitir. Y uno piensa, ¿a alguien se le ocurrirá ponerle un discurso más elaborado a Macri? No lo puede pronunciar. Entonces serán recursos actuales de la política, que no están en los países a los cuales Macri y este gobierno dicen querer parecerse. Escandinavia y demás no tienen esos discursos precarios y primitivos. Pero quizás sea también el discurso que corresponde a un momento cultural, de la cultura más extensa de la argentina, en la cual uno encuentra los escándalos, las maternidades exaltadas, es decir: momentos y dimensiones de una cultura extendida que ni siquiera me atrevo a llamar popular, porque yo creo que las capas medias consumen esa cultura. 

También advertís que es una era de lecturas de baja intensidad, y que cuanto más compleja la información más la trituran y simplifican las redes, se alienta un tipo de participación más bien "por sí o por no".

A aquellos que le dedicamos tiempo a leer los diarios y a escribir en ellos, mal o bien, nos resultan muy complejas algunas zonas de la realidad política. Si me pedís que te explique las Lebacs y por qué no funcionaron, yo no estoy en condiciones ni de empezar la explicación. Por lo tanto, si a las élites intelectuales, universitarias, que somos nosotros, algunas zonas de la política le resultan complejas, puedo imaginar que otros sectores de la sociedad argentina tengan reacciones todavía más lejanas. Y de allí la búsqueda de historias sencillas. Todo lo que vemos en los resultados de informes sobre la enseñanza de lectura nos lleva a pensar que resulta complicado un párrafo con varias subordinadas. Y bueno, para pensar cosas complejas necesitás párrafos con varias subordinadas. No hay otra. No sé dentro de cien años, pero hoy para pensar cosas complejas necesitás esos párrafos en los que lo que vos misma enunciás puede entrar a ser disminuido en ese mismo párrafo por otro enunciado también propio, que va a conducir a una objeción o a una pregunta a un tercero.

En el debate sobre el aborto en legislatura, que tuvo gran seguimiento público, muchos se sorprendieron por primera vez de la pobreza argumentativa de nuestros representantes.

Para empezar, hubo algunos discursos sorprendentes, que venían del lado del justicialismo, como el de Mirkin. Pero en otros casos, se estuviera en contra o a favor, el razonamiento era simplemente primitivo. De todas maneras, creo que fue un momento alto de la actualidad argentina, porque se incorporó una nueva generación a la esfera pública, y eso no tiene retroceso. No va a quedar toda esa generación en la esfera pública, pero una parte va a quedar. Eso pasó siempre. Cuando hubo un gran debate colectivo, como el de la enseñanza laica y libre a fines de los años 50, que fue el de mi generación, yo estaba en el secundario todavía. Eso me puso en la calle. Una vez que algo te pone en la calle... Yo creo que eso sí fue muy importante en la materia del aborto, y en general algunas posiciones también fueron importantes. Pero sobre todo la incorporación de una nueva promoción de edad.

¿Cuándo fue la primera vez que saliste a la calle entonces?

Ahí. 1958. Frondizi acababa de ser elegido presidente y había prometido planes petrolíferos nacionales y empezó, según pensábamos nosotros en ese momento, a hacer contratos con el imperialismo. No lo llamábamos imperialismo, lo llamábamos "los yanquis". O sea que se cruzaron dos cosas. Y un tío mío, que había sido de FORJA, me mandó con una pila de volantes a la calle Florida, volantes cuyo contenido yo entendía penosamente. Tenía quince años. Esos acontecimientos son los que te marcan. Esas chicas con las que tomábamos el mismo subte en la desconcentración de la marcha, e iban con la madre y los hermanitos con la cara pintada de verde... Esos son acontecimientos que te marcan. En mi caso fue lo de la laica y la libre y la batalla por el petróleo. Eso ya me puso en un lugar. Después no hice sino cometer errores políticos, no quiero decir que me puso en el lugar de la verdad política, pero sí que me puso en la vida pública.

¿Hay manera de moverse en ese universo sin errores?

No, pero uno puede estar más cerca de algunas líneas y de algunas configuraciones que después demostraron ser las que hicieron cambios reales en Argentina. Voy a poner un ejemplo: si a mí vos, en 1978, 1979, en plena dictadura, me decías que yo tenía más bien que arrimarme al movimiento juvenil del radicalismo, porque ahí había un tipo que estaba prometiendo algo, terminar con las posibilidades de que el ejército hiciera las bestialidades que estaba haciendo, yo iba a decir no, radicales no, ¡yo estoy con la revolución permanente china! Esa es una equivocación, porque hubo otros que sí se fueron al radicalismo, o ya estaban, de esa misma edad, que fueron los que hicieron la juventud radical y le permitieron al Alfonsín tener una base de sustentación y llegar con su consigna de juicio a las juntas militares a la elección. ¡Y yo estaba pensando en la revolución china! Estaba haciendo Punto de vista, ese fue el único no-error de mi vida. Ese fue el gran acierto que tuvimos, con un grupo de gente que iniciamos el camino en un momento muy complicado. 

¿En qué año es que sale?

Marzo del 78 sale el primer número, y lo reparto yo por Corrientes y Callao.

Encaraban un abanico de contenidos alucinante, desde arquitectura hasta poesía, ¿cómo eran esos días?

Era bueno el consejo de redacción. Empezamos [Carlos] Altamirano, [Hugo] Vezzetti, [María Teresa] Gramuglio y yo, pero después se fue ampliando, entró [Adrián] Gorelik, la gente de cine, de música, se fue ampliando mucho. Y después, lo que hay que tener en cuenta, es que yo había sido empleada de editoriales desde los veinte años. Mi primer laburo fue en Eudeba, con el cual me conecté con Boris [Spivacow]. Entonces los imprenteros también se portaron muy bien conmigo. Yo fui a la misma imprenta con la que trabajábamos en Eudeba, donde se siguió imprimiendo Punto de vista, que no estaba donde está ahora, y dije que una gente que me iba a pagar porque les haga la producción de una revista... Y Guillermo Arenas, el dueño de la imprenta, me dijo: “Bueno, vení”. Se dio cuenta perfectamente. Nunca lo hablamos, pero se dio cuenta perfectamente de que yo estaba mandando fruta y estaba llevando una revista mía. Y claro, yo tenía esa relación, conocía cualquier estadio de producción material de la revista, además de ser muy buena correctora porque trabajaba de eso. Conocía a los imprenteros, porque con Boris quizás te mandaban a las nueve de la mañana a buscar una impresión. Y Arenas, buenísimo con nosotros, nos bancó el papel, que era sobre todo lo que había que comprar antes, o sea me crucé también con muy buena gente. Si no, no podés hacerlo.

¿Cómo entraste en el universo de las editoriales?

De la manera más casual. Fue un verano. Yo tendría veintiún años y me ganaba la vida dando clases de inglés en un circuito de escuelas privadas. Ganaba bien. Digamos, no estaba hambreada, y ya vivía sola. Y entré en la facultad, posiblemente para ver un horario de cursada, y vi un cartelito así de chiquitito. "Eudeba busca estudiante universitario de historia, filosofía o letras". Caminé una cuadra y media, porque estaba muy cerca. Creo que la corrí, de hecho. Entré para ser secretaria de Aníbal Ford, porque se ampliaban las colecciones que tenía en Eudeba. Eudeba y después el Centro Editor de América Latina fueron una escuela absoluta. Cuando yo entré estaba Susana Zanetti, que me dijo: "¿Leíste a Felisberto Hernández?", respondí que no. "¡Che, pero esta bruta no leyó a Felisberto Hernández!", y ahí me dieron una sopapeada, leyéndolo a él, a Onetti, que eran cosas que en la facultad yo no iba a leer. Encontré gente muy culta que me ayudó mucho, fue un lugar extraordinario. Como dice Graciela Montes, el Centro Editor de América Latina fue nuestro posgrado.

En este libro advertís que, cuando se trata de ensayo, no se trata solamente de mirar sino también de preparar la mirada. Te referís a preparar la mirada sobre el objeto elegido, pero ¿cómo creés que se fue preparando tu mirada en general, tu máquina? ¿Cuáles fueron los hitos que le dieron diámetro a esa mirada, además de los hasta recién narrados?

Es fácil, porque son pocos los que me marcaron a fuego. Roland Barthes, el primero. Mitologías de Barthes fue un libro que leí en 1967, con seguridad, porque está comprado y firmado por mí en esa fecha, en la época en que todavía firmaba los libros. Ese libro fue decisivo.

¿Ya estabas cursando en Puan?

Ya había hecho la tesis de licenciatura, y estábamos en un grupo que se reunía a leer y comentar textos. Y ese fue el libro que me formó la cabeza, mi fantasía era que textos como el de la cocina en la revista Elle o los romanos en el cine o el catch, yo alguna vez quería escribir eso. Además, porque Barthes escribe maravillosamente bien. Después seguí barthesiana siempre. Los otros tipos que marcan mi cabeza, ya desde otra perspectiva, son Raymond Williams y Richard Hoggart, los dos ingleses. Hoggart, su sensibilidad frente al mundo popular, cosa que en Barthes no vas a aprender. Y después ya en los setentas, en la dictatura, Bourdieu. Sucedió una cosa muy curiosa, porque en los dos años antes de la dictadura, donde no se podía ya fijarse en hacer nada, me llaman de Siglo XXI y me ofrecen El oficio del sociólogo para traducir. Yo dije que sí, y a los quince días me di cuenta de que yo no podía sentarme, que era tal el estado de excitación, de todo lo que sucedía, que yo no podía sentarme a traducir ni media página. Ese libro llegó muy temprano a mis manos así, pero a los quince días volví a Siglo XXI y expliqué que no tenía estabilidad para hacerlo. O sea que Bourdieu fue una lectura durante la dictadura. Esas son las marcas fundamentales, las marcas originales: mi cabeza está formada por esos tipos, así como otros de mi generación te pueden decir Foucault.

¿Y Benjamin no?

Sin duda fui benjaminiana fanática, y sigo siéndolo en el sentido de la admiración. Pero yo no sé hasta qué punto mi cabeza está formada por Benjamin. Mis tendencias a la imitación de Benjamin, sí, pero yo diría que no; si yo tengo que nombrar otro autor, es alguien que fue fundamental para la escuela de Frankfurt, no tanto para Benjamin, y es Marx. De repente me encuentro a mí misma leyendo a Marx. El otro día me encontré leyendo unas páginas de la Introducción general a la crítica de la economía política, y me dije ¿por qué estoy comiendo este sánguche, que es mi almuerzo, y leyendo esto? El libro es magnífico, digo, pero ¿yo por qué estoy almorzando y leyendo estas páginas? Ahí puede ser que me pueda encontrar, en ese punto. Esos son los que me formaron. Sin dudas, benjaminiana fui al extremo, hasta escribí una nota que se llamó "Olvidar a Benjamin" en Punto de vista porque ya me había hartado. Pero las marcas que uno tiene son marcas más antiguas. Yo no estaba en condiciones teóricas ni filosóficas de leer a Benjamin cuando leía a Barthes. ¿Qué hubiera entendido? Posiblemente La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, eso hubiera podido entender. Porque la otra cuestión es que nosotros carecíamos de profesores.

¿En la universidad?

En la universidad y fuera, no teníamos profesores. La única persona a la que yo puedo ubicar en esa función en mi vida, y que no lo vi en la universidad sino que por suerte fui amiga de él es David Viñas, con quien me peleé, me amigué, me volví a pelear, me volví a amigar. Literatura argentina y realidad política fue un libro fundamental para mí. No teníamos profesores en la universidad... Había tipos extremadamente eruditos que me condujeron a leer cosas. Por ejemplo, Jaime Rest tenía a Hoggart en su biblioteca y tomaba cerveza con nosotros en un bar enfrente de la facultad. Pero era un liberal a ultranza, Rest, un liberal en el sentido clásico: Stuart Mill. Por tanto, no se iba a poner en el lugar de profesor. Es un tipo al cual le tengo que agradecer mucho, cursé literatura inglesa con él y no con Borges, y era un extraordinario profesor de literatura inglesa, pero no ocupaba ese lugar. Y yo no formaba de los grupos que rodeaban a Barrenechea, porque eran todos buenos alumnos y yo era muy mediocre como alumna.

¿Sí?

Mi promedio no es cuatro, pero es siete. No creo que encuentres a nadie conocido con promedio siete, todos tienen promedios más altos. Era mala alumna; bah, mala alumna: mediocre, lancera con las materias que no me interesaban. Entonces no formaba parte del grupo de Barrenechea, que por lo menos hubiera aprendido ahí bien estilística. Trabajé un rato en latín, cosa de la que no me arrepiento para nada. El profesor necesitaba varios ayudantes porque latín era obligatorio para todo el mundo en esa época y me dio una comisión de trabajos prácticos. Y nada más, o sea que mi formación vino más bien de afuera. Después trabajé haciendo reportajes en un programa de radio del Instituto Di Tella, y podía entrar y salir cuando quisiera de todos los centros de experimentación porque tenía que hacer un reportaje por semana. Y bueno, aprovechaba eso, me instalaba en el Di Tella. Yo considero que soy una persona de suerte, tuve la suerte por razones de trabajo de estar en lugares que me permitieron crecer, o por lo menos aprender.    

¿Y a escribir ensayos cuándo te largaste? ¿Comenzaste por ahí o escribiste ficción alguna vez?

No, no, jamás. Y empezar a escribir ficción a los setenta años es como entrar a ser tenista a los setenta años: a esa edad dejás de ser tenista, no empezás a ser tenista. Esos son llamados tempranos, la escritura es un llamado temprano. Yo creo que tuve siempre la fantasía del ensayo. En Punto de vista eso lo ejercía, después cuando vino la democracia y entramos muchos de nosotros en Conicet por ahí atenuamos eso por la mecánica de acceso académico, pero yo no me sentía cómoda en ese ensayo académico, para nada. Y rápidamente transité a estas formas del ensayo. Esto es algo que no podés hacer en el ensayo académico: yo trato de escribir los libros en el orden que se me aparecen, en el orden en que los pienso. El ensayo académico no lo podés hacer, porque tenés que empezar a hacer cut & paste con las citas y con esto y con lo otro, no podés. Pero en los otros podés. El libro de Saer yo lo escribí así, en el orden en el que se me fue apareciendo Juan. Sin releer ni uno de los artículos que había escrito, que eran muchos, antes. Leía a los demás, a los que escribieron sobre Saer, sí. Pero a mí no me releí, ni una línea. Y se compuso en ese orden. Es la idea de dejarte llevar por la escritura y también cargar con ella, porque hay semanas en que la carga parece imposible. Y después, la otra cosa que quizás tuvo mi generación como ventaja -una ventaja vinculada al horror de la dictadura- es que ninguno de nosotros -ni Piglia, ni Ludmer, ni yo- hicimos tesis de doctorado. No arrastramos cinco años una investigación de doctorado. Arrastramos libros, pero no una investigación de doctorado. Después yo dirigí varias tesis, algunas valiosísimas, y me di cuenta lo distinto que era arrastrar una tesis de doctorado, y la liberación que sentían al terminar. Nosotros zafamos de eso, lo que te da una autonomía, cierta libertad.

Deleuze dice que tener una idea es como una fiesta, y cuando se te lee -en la libertad de elección de los temas, en la libertad de los abordajes- se percibe eso, un estado de ese orden del disfrute, ¿es así? 

Sí, es verdad. Cuando a mí se me apareció este libro se me apareció con la palabra "escándalo" así, como si fuera un cartel de los que están sobre la Avenida Nueve de Julio frente al obelisco. "¡Voy a escribir sobre el escándalo!", dije. Me miraron dos personas que estaban escuchándome, "¡¿Escándalo?!". En efecto, cuando estás en este estado de libertad se te aparecen las ideas, como se deben aparecer las ideas para una ficción. Estado de libertad que yo debo agradecer también al periodismo, que al mismo tiempo que me dio oportunidades económicas para escribir me dio la idea de que había otra escritura. Cuento esta anécdota final: en 1984 entro a la universidad después de haber estado fuera de ella desde el día en que me había recibido, y concurso la cátedra. Y en esos mismos meses en los que yo saltaba de alegría, ¡dieciocho años sin estar en la universidad!, me llama por teléfono Jacobo Timerman, me pide que vaya a verlo. En ese momento dirigía La Razón, y me invitó a trabajar ahí. Yo no había escrito nunca, apenas un artículo o dos. Entré en la gran tentación, pero acababa de ganar el concurso y era todo lo que había querido durante dieciocho años, así que no acepté. Pero yo creo que esa entrevista que quedó sólo en eso fue una especie de llamado. Alguien me señalaba un camino posible también para mí. Después finalmente lo transité, con idas, vueltas, y con muy buenos editores.

 

 

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