Ante la ley
Kafka en la baulera
Martes 24 de diciembre de 2019
"Ocurre en algunas ocasiones que alguna justicia poética, la de la literatura, se sale de la literatura y va a parar al mundo real".
Por Martín Kohan.
En la historia en cuestión se definen dos formas especialmente claras de lo que entendemos por dominación patriarcal. Por un lado, la viuda que hereda y que, beneficiada en un sentido aparente, ya que recibe cuantioso dinero, queda en verdad en una posición de dependencia y subalternidad: es un hombre quien produjo y obtuvo ese dinero, un hombre quien contó con las posibilidades de realizarse profesionalmente y ganarlo; la mujer accede apenas por derivación, como complemento lateral del hombre, sin autonomía, sin un lugar de veras propio, supeditada estrictamente a un hombre, definida tan sólo respecto de él, siendo apenas su extensión o su prolongación.
Pero lo que entendemos por dominación patriarcal encuentra aquí también otra figura: la de la empleada doméstica. Y en ella, las condiciones sociales e históricas de la explotación de su trabajo. Porque el trabajo de las empleadas domésticas, mediante el cual una gran cantidad de mujeres (esa tarea, por convención, es casi unánimemente femenina) ganan su propio salario, no contaba, hasta la promulgación de las leyes respectivas impulsadas por el kirchnerismo, con ninguna de las protecciones y de los derechos sociales del trabajo: se pagaba en negro, sin cargas sociales y sin aportes jubilatorios, sin aguinaldo y sin vacaciones (rubros librados al criterio dadivoso del empleador) y sin indemnización por despido. Al cabo de muchos años de trabajo, y ya al envejecer, muy a menudo las empleadas domésticas quedaban despedidas y sin nada, o apenas con alguna limosna que sus patrones accedieran a deslizarles, más que nada para calmar sus conciencias.
Son caras opuestas de un mismo fenómeno: el de la dominación patriarcal. Que produce, en franjas sociales distintas, resultados visiblemente distintos. Resulta grato pensar por eso que la empleada doméstica, en razón de su trabajo precisamente, tiene saberes que los demás no tienen. Que no tiene quien hereda al empleador, ni tampoco el escuadrón de abogados que acude a poner en funcionamiento los engranajes mal aceitados de la ley. Hay algo que ellos no saben, pero la empleada doméstica sí: que hay una baulera en el edificio y que en esa baulera se guardan cosas. Lo sabe porque era ella la que cargaba esas cosas, era ella la que iba y venía, era a ella a la que mandaban a limpiar y acomodar ahí. La ley, que no la contemplaba, pues no contemplaba sus derechos laborales, tampoco alcanzó a contemplarla en esa escena decisiva: la de ella en la baulera. Un recodo que pasó inadvertido para los expertos olfateadores de bienes, pero que ella conocía bien. Por su trabajo, ni más ni menos.
Existe esa noción: la de “justicia poética”. Es la que se activa, en la literatura, cuando la otra, la de la realidad social, decepciona o no responde. Ocurre en algunas ocasiones que alguna justicia poética, la de la literatura, se sale de la literatura y va a parar al mundo real. Es entonces cuando esa otra justicia, la del mundo real, que luce mezquina en el contraste, se enfurece y se encabrita, enarbola enardecida sus artículos y sus cláusulas, sus legajos y sus expedientes, sus intimaciones y sus cartas documento. Todo eso, en la literatura, tiene un nombre: se llama Kafka.