Alan Pauls: "Este es un libro que radicaliza la corrección"
Y su título nuevo, Fallar otra vez
Lunes 21 de noviembre de 2022
"La idea de la corrección solamente tiene sentido si uno la piensa como un pretexto para seguir escribiendo". Compartimos la desgrabación del encuentro en la terraza, organizado por Big Sur, para presentar Fallar otra vez (Grist Tormenta).
Por Valeria Tentoni. Foto de Yanina Catellani.
Fallar otra vez surge de una conferencia, ¿cómo trabajás y corregís los textos que tienen destino de oralidad?
Efectivamente, este es el texto que escribí para responder a una invitación de Casa de América, una institución española que me había invitado a dar una charla en un marco que para mí era un poco desconcertante: una cátedra que tenía más que ver con el cine que con la literatura. Desde ese lugar un poco incómodo, no natural, que me asignaron, salió no la idea -porque yo tenía ya desde hacía tiempo ganas de escribir algo sobre el fallo, sobre el error- pero sí el pretexto para que se coagularan algunas cosas que tenía dispersas en la cabeza. El terreno del cine y del guion es mucho más sensible y fóbico al error que la literatura, en la medida en que siempre se piensa, creo yo de manera falaz, que sin un guion compacto, de hierro, equilibrado, no hay una buena película, entonces el tipo de exigencia que hay sobre un guion cinematográfico es mucho mayor, creo, que el que hay sobre un texto literario. El guion está obligado a ser un producto de calidad, entonces escribir este ensayito sobre el error me pareció que era más provocativo en ese contexto, un elogio del error. Y efectivamente lo escribí para ser dicho, y creo que, en realidad, la única diferencia que hay para mí entre escribir un texto para ser dicho y un texto para ser leído o impreso es que cuando escribo para decir me gusta mucho entretenerme en falsas vacilaciones, me gusta conservar en el texto las muletillas o tics de la improvisación oral. Y es cierto que me importa mucho la duración, algo que no me importa, en general, cuando escribo. Acá la relación con los interlocutores, los otros que están escuchando, es una relación importante: no necesariamente para satisfacerlos, pero sí me parece interesante tenerlos en cuenta. Y creo que todo eso opera en el momento de escribir textos para ser dichos.
¿Y hubo cambios, nuevas correcciones en el momento de convertirlo en este libro por Gris Tormenta?
Yo no corrijo mucho, en general. Salvo casos muy específicos, en general siempre pienso que la mejor manera de corregir es escribir otra cosa.
Como Aira.
Un poco, sí. Prefiero que los textos conserven cierto valor documental, entonces siempre me da la impresión de que uno corrige con un nuevo proyecto, aun cuando ese nuevo proyecto parezca irse por las ramas o no seguir el mismo rumbo que el anterior. La idea de la corrección solamente tiene sentido si uno la piensa como un pretexto para seguir escribiendo; no corregir para reparar o restaurar o emparchar o disciplinar lo que en el original tenía lagunas. Por eso cito en Fallar otra vez a dos genios de la corrección demencial como Joyce y Proust, que hacían exactamente eso: el momento de corregir, para ellos, era el momento de acelerar la escritura y llevar el original en direcciones completamente nuevas. En este caso, cuando el texto pasó al papel -además de agradecerles a los Gris Tormenta, porque jamás se me hubiese ocurrido la idea de convertir eso en un libro- lo que hice fue borrar un poco la presencia del público y escribir más solo, cosa que también es muy agradable, tanto como compartir un texto con una audiencia. Sobre todo para alguien que está muy formado en la escritura como yo, más que en la performance, es muy agradable escribir solo, olvidando todo. Fue un momento de sobreescritura, quizás, pero no mucho; me parecía que también el valor documental de la conferencia era importante.
Decís que no corregís mucho, y recuerdo una entrevista que te hizo Cecilia Szperling en la que contabas tu procedimiento con El pasado: que corregías hoja por hoja, las dejabas listas una por una, y que no hiciste un borrador general que luego corregiste desde el principio. Me gustaría saber si es tu método en general, o si cada libro tiene su método.
Sí, bueno: eso es el pasado. Después de El pasado escribí algunas novelas más y las cosas siempre cambiaron. Es algo que a mí me pasa mucho: no tengo ley, no tengo un método, no tengo un protocolo de escritura o de corrección que se repita de libro en libro. Cada libro me exige algo distinto, me plantea cosas cuyas respuestas tengo que inventar al mismo tiempo que invento el libro. En El pasado funcionó así, efectivamente: yo escribía mucho en mi cabeza, y lo que tipeaba estaba ya muy cerca de lo que quedaba. Lo que hice, un poco, al final, fue eliminar paños enteros de texto, capítulos, y a veces reordenar momentos del libro. Pero en términos de lo que se piensa como corrección, refinar un estilo o potenciar una prosa, eso no: eso estaba hecho desde el vamos. Con mi última novela, La mitad fantasma, fue distinto. Es una novela mucho más corregida, porque para mí ahí era muy importante escribir, escribir, escribir. Yo tenía un deadline, el lapso que duraba una beca que había ganado para escribir la novela y fue la beca que me llevó a Berlín, y quería realmente que la novela entrara en ese plazo. Conociéndome, conociendo mi propensión a esa especie de frase rumiada y por lo tanto mentalmente eterna, me dije que tenía que cambiar de método. Para mí la beca tenía que coincidir con la novela, era una especie de toc que me había impuesto, y tenía que avanzar. A mí no me gusta mucho avanzar, en general, y por eso me parece que me dedico a la literatura. Ese también es el tema un poco de este ensayo: en la literatura no se avanza en ninguna dirección. Quizás el arte sea el único lugar en el que no te piden que avances.
¿Hablás de avanzar en sentido de progreso?
Sí, en esa idea de ascenso, una idea muy de taller literario. Este librito es un poco una bomba lanzada contra los talleres literarios (que no son el mío). Me parece que la lógica, por lo menos de lo que yo escribo, y de la literatura y el arte que me gustan, es una lógica que no reconoce al progreso como una de sus ambiciones. Más que avanzar me gusta hacer círculos, cavar, irme por las ramas...
Es algo que le he escuchado más a poetas que a narradores, ¿no es más difícil esta premisa escribiendo narrativa?
Yo escribo narrativa, pero no diría jamás que escribir literatura es contar historias. Esa es otra de mis bestias negras. Cuando alguien dice que escribir es contar historias, para mí esa es una milésima parte de lo que es escribir, y de lo que es escribir ficción, y de lo que es escribir narrativa. Esa idea de que escribir es escribir algo que tiene una curva ascendente que luego cae y cuando cae, termina, que no tiene que distraerse, que no tiene que retroceder, que no tiene que hacer círculos... Para mí escribir es exactamente lo opuesto a eso. Y podría incluso sostenerlo en términos académicos. Que una novela, que es quizás el género más industrial y el más determinado, es un género que nació y sigue teniendo sentido como el género por excelencia del delirio, del delirio como oposición al progreso. No podría escribir si no escribiera de esa manera. Por supuesto que tengo en la cabeza una historia, o un asomo de historia, pero yo diría que lo que me interesa de escribir narrativa es más bien bloquear, obstaculizar, frenar, postergar... Todas cosas que siempre se pensaron en términos negativos, sobre todo en relación con la narrativa, y quizás no con la poesía, que es, en cierto sentido, genial justamente por eso. Es como si en la poesía no pesaran esos estándares que pesan en la narrativa.
En cierto momento de Fallar otra vez hablás de la figura del escritor esclavo. ¿Tiene que ver con esto? ¿De qué puede ser esclavo alguien que escribe?
Sí, un poco tiene que ver con la idea de que cuando llegás al momento de corregir lo que escribiste, inmediatamente aparece una especie de fantasma del bien hacer que se impone como una ley y que de algún modo orienta no solo lo que hacés con eso que escribiste sino también cómo lo leés. Porque tu lectura pasa a ser una lectura profiláctica, higienista, cuya ambición máxima es justamente depurar. Hacer la higiene del muerto, como diría Barthes. Quitar las asperezas, sacarle la hojarasca, lavar su suciedad. Y me parece que la esclavitud, en ese punto, consiste en creer que tenés que someter lo que escribiste a una especie de soberano que es, yo creo, un ideal muy sórdido. Un ideal de adaptación, de sumisión, como si hubiera alguna ley más importante que la relación que uno tuvo con el texto que escribió. El primer punto donde eso funciona, y donde funciona de manera nefasta, es en el modo en que uno lee su propio trabajo. En esa instancia de relectura, en la corrección, uno se convierte en la policía del propio texto. Ahí lo que sufre, radicalmente, es el texto, y también el trabajo de corrección, en el sentido de que la corrección ya deja de ser un trabajo artístico, al mismo nivel que el trabajo que te exigió el texto, y pasa a ser una instancia en la que se parecería estar en posición superior, la superioridad del ideal estándar y nada más. Y el texto pasa a ser un objeto que tenés que endomingar, maquillarlo, vestirlo bien, para que se presente ahí donde tiene que dar examen: ante el editor, la crítica, los amigos, la novia, no sé. Y para mí eso es un despilfarro, como perder una gran oportunidad. En vez de leer qué papel cumple la suciedad en tu relato, qué momento de invención o de alegría textual es una torpeza o un error de cronología o un personaje que no cierra, lo que hacés es como fiscalizar, convertirte en la aduana de tu propio trabajo. Me parece mucho más atractivo pensarse a uno mismo en ese momento de corregir como alguien que tiene la posibilidad de ir más a fondo con lo que quería hacer.
Hoy leía una entrevista que le hicieron a Borges en 1985 por su último libro, un poco lo fui a buscar por El factor Borges. Borges en esa entrevista cuenta cómo corrige Los conjurados, y dice que lo hace es agregando errores para que no quede tan terso, tan prolijo, algo así. Me parece interesante sumarlo al análisis que hacés de cómo Borges se corregía a sí mismo, incluso adulterando fechas.
Sí, Borges era una especie de híper corrector que jamás reeditaba un libro propio sin intervenirlo. Me parece que lo interesante de Borges es que no era simplemente un obsesivo, en el sentido de que buscaba, él que tenía una prosa efectivamente en la que la belleza y la perfección cumplían algún papel -no necesariamente el que le atribuyen-, me parece que tenía un concepto muy de intervención. Corregir no es depurar sino más bien ejercer una cierta violencia, por más sutil o discreta que sea, sobre algo que aparentemente tenía una forma acabada. Con lo cual mantenía, de algún modo, abierto ese texto, porque no era exactamente el mismo, y a la vez me parece que mostraba hasta qué punto uno podía corregir haciendo mal las cosas a propósito. Pensando al revés: cómo desubicar un texto, cómo desalinearlo, y si uno estudia un poco las correcciones que hacía Borges -que no eran solamente de verso o de palabra, de orden, sino también del lugar que ocupaban los textos en sus libros: pasar, por ejemplo, un texto de la sección de ensayos a la de ficción y viceversa. Ahí el tipo está pensando su trabajo como un artista conceptual, como alguien que piensa que no importa solamente lo que se escribió sino también el lugar que ocupa, qué textos tiene al lado. Borges tenía un modo muy artístico de pensar cómo uno se relee a sí mismo. Y esa es una cosa muy vital para pensar cuestiones como el fallo y el acierto.
Tu ensayo piensa a la autoría desde muchas aristas, por ejemplo en cómo uno se lee a sí mismo, o en el error. ¿Qué podés decirnos de esto, de la autoría en el error? Fui a Borges porque vos trabajás su idea de que lo que nos define es lo que no tenemos.
Es muy compleja la cuestión. Una pregunta que uno se puede hacer es si es posible producir errores deliberadamente. O, en todo caso, si los errores que uno produce deliberadamente tienen la misma categoría que los errores que uno produce a pesar de sí. Y ahí está en juego la cuestión, muy crítica y muy interesante siempre, en toda práctica artística, que es la de esa especie de combinación muy peculiar, muy delicada y siempre muy inestable entre determinación y azar. Evidentemente, el azar es un camino para el error, pero la cuestión es hasta qué punto uno acepta someterse a las leyes del azar, y y qué va a hacer uno cuando se relee con ese error. ¿Lo vas a perfeccionar? ¿Lo vas a incorporar? ¿Vas a dejar que ese error brille horriblemente, como el error que es, dentro de tu pequeño paraíso? Ahí se abren una serie de posibilidades inmensas. Creo que tiene que ver también con la idea del control. El error es un modo de sabotaje al híper control. Hay mucha gente que ha trabajado esto, pienso rápidamente en John Cage, y por supuesto hay toda una tradición oriental que tiene que ver con esto. Me parece que hay algo de salirse de una cierta posición de amo de lo que se hace, cierta posición según la cual ser un autor es ser el amo de lo que uno mismo hace. Y esto, para mí, tiene mucho que ver con las discusiones con respecto al estilo. En general se piensa que un estilo es la instancia en una práctica artística en la que un creador está al máximo del control de sus materiales y recursos, un momento de máxima soberanía. Y me parece que esa es una idea muy industrial del estilo.
¿Y un poco inocente, quizás? ¿La escritura no es una herramienta un poco salvaje?
Depende. Hay artistas del control y hay artistas del descontrol. Como siempre, de lo que se trata es de movilizar fuerzas, cuando uno trabaja, y ser lo suficientemente porosos o vulnerables, o simplemente sensibles, como para percibir qué tipo de efecto más o menos aleatorio o controlado producen esas fuerzas cuando entran en conexión. Esto suena muy abstracto, pero a la vez es bastante básico y obvio. La relación que uno tiene con el estilo, con la manera de decir, con ese modo, es una relación que nunca puede ser de autoridad. Por eso, las autoridades estilísticas en el arte siempre son un poco insoportables, incluso cuando son geniales. Yo soy un fan total de Nabokov, pero todo el tiempo estoy luchando contra Nabokov, que es el artista estilista, el artista en plena posesión. Contra esa idea, yo prefiero pensar en otra que me gusta mucho, un concepto de Adorno, que retomó el crítico norteamericano Edward Said, que es la idea del estilo tardío. Adorno empezó a pensar, en unos ensayos sobre música que escribió en los últimos años de su vida, sobre el estilo tardío de Beethoven, el momento en que estaba sordo y viejo. Empezó a pensar qué había en esa obra última de Beethoven, que de algún modo contradecía de una manera casi escandalosa al Beethoven inmortal, unánime, pleno, sólido e irrebatible de toda su vida musical. Pensando en eso, Adorno comenzó a entender que Beethoven estaba como delirando. Que había alguna relación extraña entre que Beethoven ya era viejo, quizás estaba pensando que la muerte andaba rondándolo, y esa especie de desbarranque de sus obras que eran discontinuas, llenas de incongruencias, que se permitían montar registros, claves, tradiciones muy poco compatibles. Entonces empezó a pensar en esto, en si había un estilo tardío, y en qué ocurría en ese momento, si era o no una decadencia. Ahí es donde Said toma un poco la posta de Adorno y empieza a pensar en el estilo tardío como una afirmación, una especie de momento de extraordinaria renovación de esos artistas. Habla de Beethoven, de Thomas Mann -artistas monolíticos, indiscutibles, que nunca antes habían hecho las cosas que hacen hacia el final de sus vidas-. De repente, ese momento del estilo tardío, el estilo que se empieza a pudrir, deja de ser un momento negativo y empieza a ser lo que Said y Adorno leen como la promesa de algo que vendrá. La tesis de Adorno es que en esa especie de momento de mareo, de disgregación, de sordera de Beethoven, está incubada la vanguardia musical del siglo XX.
Son como saludos al futuro.
Exacto. En ese desastre, en esa catástrofe -esa es la palabra que usa Adorno, una palabra que le gustaba mucho- hay la invención de una vanguardia, de algo totalmente nuevo. Entonces a mí lo que me gusta del estilo tardío, es no pensar que ese estilo tardío esté necesariamente ligado a ciertas fases biológicas de los artistas sino que en realidad sea un modelo para pensar todo estilo de artista. Tal vez todas esas características que tienen que ver con la incongruencia, con la inconsistencia, con la falta de equilibrio, con todo lo que normalmente los estándares de calidad dicen que está mal, en realidad sean más bien síntomas de un modo extremadamente personal de ver las cosas y de hacerlas. En Fallar otra vez esbozo una idea escrita un poco al calor de una experiencia en Berlín que para mí fue muy nueva: al llegar, empecé a dar talleres de escritura que nunca había hecho en mi vida, incluso era totalmente contrario a los talleres de escritura, odiaba a quienes los daban, me parecían unos corruptores, y de repente empecé a darlos yo. Pero me puse a pensar en qué podía dar yo, después de haber blasfemado tanto, no podía hacer cualquier cosa, y la primera decisión que tomé fue nunca dar clases magistrales sino que iba a trabajar solo leyendo lo que los otros habían escrito. O sea que si había conceptos o teorías, eso iba a salir siempre de la práctica concreta de alguien del taller. Ahí empecé a recibir proyectos y me di cuenta de que no había nada que me interesara más, en lo que traían, que los errores. Nada. Y me di cuenta también que lo que uno pensaba como errores podían ser leídos perfectamente como síntomas, del mismo modo que uno tiene síntomas médicos. Y que había algo en esa producción de anomalías extraordinariamente personal. ¿Qué pasa si uno empieza a pensar los errores -los problemas con que les talleristes vienen a mi taller: no puedo hacer dialogar a mis personajes, no me salen los finales, todo lo que escribo siempre pasa dentro de la cabeza de alguien, etcétera- no como cosas a corregir sino como el momento, el tropiezo en el que alguien está tratando de articular algo muy personal en un medio, que es la escritura? Y ahí, por lo menos para mí, dar taller se convirtió en una experiencia muy atractiva y divertida. Muchos venían en busca de soluciones, como si fueran a un taller mecánico, pero yo les decía que observaran esos zumbidos para ver si justamente ahí no había algo de su incipiente voz, de su deseo de gritar. ¿Por qué no intentamos leer este problema de otra manera, antes de corregirlo? ¿Por qué no lo empezamos a escuchar?
Es una aproximación un poco homeopática, ¿no? ¿O estoy diciendo cualquier cosa? Se me vino Wasabi a la cabeza...
Totalmente, yo soy totalmente pro homeopatía. Descubrí en la homeopatía mucho más que una medicina, descubrí un modo de pensar. Y algo muy afín a mí en tanto que escritor paciente. Porque para mí, como escritor que soy, ir a un médico y hablarle quince minutos de lo que me pasa y que el tipo me recete un remedio y me despache, me deja totalmente insatisfecho. Yo no pago por eso. En cambio, empecé a descubrir que yendo a un homeópata yo podía ir con mi monólogo y el homeópata escucharme con mucha tranquilidad y, cuando terminaba, él empezaba con sus preguntas. ¿Salado o dulce? ¿Duerme de costado o boca arriba? ¿Y cómo es ese dolorcito? Y cuando yo se lo describía, me decía: no me convence la descripción, trate de ser más preciso. ¡Esto es para mí! ¡Esto es para mí! El tipo me está escuchando. Por eso también soy pro-psicoanálisis, para hablar de una antigüedad total, en ese sentido: por más que el tallerista que viene no tenga ninguna relación con la literatura, no sea competente, no sea talentoso, no sea culto, no haya leído, si te trae un párrafo escrito alguna porquería personal está queriendo decir ahí. ¿Por qué no voy a escuchar eso que dice? ¿Por qué le voy a decir que tiene un problema con el punto de vista y que lea a Henry James? ¡No! Hay algo en esa aberración que el tipo trae que a mí me interesa. En ese sentido sí, es muy homeopática la relación. Al homeópata le interesa la relación que vos tenés con la porquería que le llevás como síntoma. Le interesa eso. ¿Cuándo te rascás más, a la mañana o a la tarde? ¿Cuando estás con alguien, cuando estás solo? A mí todo eso, en vez de impacientarme, me mete en algo y para mí el taller de escritura es meterse en algo con otros.
En juego con el prólogo, Julián Herbert se pregunta por el juego de Fallar otra vez en un taller literario, sobre lo que este libro podría producir en escritores amateurs. Pero claro, en realidad este no es en absoluto un libro en contra de la corrección, sino un libro que intenta cambiarle el signo a la corrección, ¿no?
Exacto, para mí es un libro que radicaliza la corrección. Proust radicalizaba la corrección hasta el punto en que los editores tenían que robarle los manuscritos porque si hubiera sido por Proust jamás hubiera dado un libro suyo a la imprenta. Se llevaba las pruebas de galera a su cuevita y empezaba a agregar las famosas paperoles, unos post its que metía en los manuscritos, y el texto empezaba a crecer de una manera monstruosa. Dejaba incluso de ser literatura para convertirse en una obra plástica, casi. ¿Qué hace Proust ahí? ¿Está en contra de la corrección? No, lo que hace es corregir radicalmente. Entonces los editores lo querían matar, y Joyce lo mismo. Entonces, para mí, la propuesta no es no corregir, sino: hay que cambiar totalmente la actitud que uno tiene en relación con la corrección.
Hablás de placer, incluso, alrededor de un proceso que casi nadie piensa en esos términos. También hablás del cansancio.
Sí, son todas cosas que pueden coexistir, el placer y el cansancio, el goce y el fastidio. Los chicos de Gris Tormenta me dijeron: nosotros elegimos al prologuista, algo que me gustó mucho. También temblé, porque yo sé que el tipo de argumentación que avanzo en este ensayo puede ser tomado como algo fácil de decir pero impracticable, reflexiones en una torre de marfil. Obviamente no me interesa a mí personalmente qué pasa cuando el director de contenidos de Netflix te corrige, digo: si querés trabajar para Netflix, hacé lo que te dicen los tipos de Netflix, no hay mucha discusión ahí. Creo que Julián en un momento dice que da talleres de guion, y fue genial porque él mete justamente el dedo en esa llaga. Se pregunta en qué puede servirle este libro a alguien que escribe guiones o novelas en el momento de venderlas, y yo la verdad no tengo idea, pero sí creo que todo lo que contribuya a problematizar, cuestionar, revisar esos ideales fantasmas que pesan sobre las personas a la hora de hacer algo con el lenguaje, vale la pena, es útil y es finalmente, por más que haya sido elaborado en una torre de marfil, una herramienta, un arma, un instrumento. No es la cajita de herramientas que prometen los manuales, el botiquín de primeros auxilios que prometen los talleres literarios. Hoy cuando me contaste que hiciste taller con Alberto Laiseca, me acordé de que cuando me enteré que él iba a dar un taller dije: de ahí va a salir algo.
Sí, y era un taller muy raro el de Laiseca. Hice antes un taller con otro maestro que era todo lo contrario, repleto de reglas y prohibiciones, cosas que por supuesto me volvían reactiva.
Claro, pero imaginemos qué hubiese sido de la obra de Laiseca si hubiera tenido que pasar por las exigencias de calidad de un taller literario estándar o de un editor estándar. Es una escritura imposible la de Alberto. Imposible y, justamente, por imposible, genial. Cuando me enteré de que tenía talleres dije qué genial que Alberto Laiseca tenga talleres y que esos talleres duren, porque también podría haber pasado que la gente, en busca del botiquín, dijera no, qué voy a aprender.
Creo que hubiese sido un buen lector de este libro tuyo.
Bueno, la obra de Laiseca es un objeto privilegiado para pensar la cuestión del error, la cuestión del mal hacer.
De hecho, ya que vino Borges antes, se cuenta que le criticaba el título de su libro Matando enanos a garrotazos...
Claro, por el gerundio, que no puede haber un gerundio en el título.
Alan, ¿te gustaría leernos un poquito de Fallar otra vez?
Bueno. Podría ser el principio, ¿no?