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"La gran salina": el largo poema invencible de Ricardo Zelarayán

Tomado de Ahora o nunca, su poesía reunida por Editorial Argonauta, compartimos la pieza maestra de este argentino que aceptaba ser llamado poeta pero nunca “escritor”.

“Zelarayán, como Joyce o César Vallejos, es difícil de traducir, con lo cual uno agradece haber nacido en su lengua. Sus relatos nos dicen dos cosas: que los géneros son convenciones tranquilizadoras que no sirven para nada y que un narrador que no lee poesía es un semianalfabeto. “La gran salina”, el poema que como un río atraviesa La obsesión del espacio, el libro de poemas de 1972, tiene sobre muchos de los buenos poetas jóvenes argentinos una influencia capital", escribió Fabián Casas.  

Ricardo Zelarayán se definía como un poeta que no era escritor. Publicó La piel de caballo (1986); Lata peinada (2008) y sólo dos libros de poemas: La obsesión del espacio (1972) y Roña criolla (1991), además de un volumen de cuentos infantiles: Traveseando (1984). Nació en Paraná, provincia de Entre Ríos, en 1924, y falleció en 2010. Se había radicado desde muy joven en Buenos Aires: allí se anotó para estudiar medicina, pero pronto lo abandonó y se volcó al periodismo, a labores de redacción y traducción. 

Tomados de Ahora o nunca, su poesía reunida por Editorial Argonauta, compartimos este poema que pertenece originalmente a La obsesión del espacio



  

La locomotora ilumina la sal inmensa, 

los bloques de sal de los costados, 

los yuyos mezclados con sal que crecen entre  

         las vías. 

Yo vacilo… 

y callo… 

porque estoy pensando en los trenes de carga 

que pasan de noche por la Gran Salina. 

La palabra misterio hay que aplastarla 

como se aplasta una pulga, 

entre los dos pulgares. 

La palabra misterio ya no explica nada. 

(El misterio no es nada y la nada no se explica 

       por sí misma.) 

Habría que reemplazar la palabra misterio 

(al menos por hoy, al menos por este  

       “poema”) 

por lo que yo siento cuando pienso en los  

        trenes de carga 

que pasan de noche por la Gran Salina. 

La pera trepida en el plato. 

La miel se despereza en el frasco cerrado, 

para desesperación de las moscas que la  

acechan posadas en el vidrio. 

Pero yo no me explico 

y hasta ahora nadie ha podido explicarme 

por qué me sorprendo pensando 

en la Gran Salina. 

El hombre de chaleco del salón comedor 

se ha quitado los anteojos. 

Los anteojos  trepidan sobre el mantel de la 

       mesa tendida. 

Todo trepida, 

todo se estremece, 

en el tren que pasa a mediodía por la  

        Gran Salina. 

Yo me he sorprendido mirando 

la sombra del avión que pasa por la  

        Gran Salina. 

Pero eso no explica nada. 

Es como una gota que se evapora enseguida. 

Hay que distraerse, dicen. 

Hay que distraerse mirando y recordando 

para tapar el sueño 

de la Gran Salina. 

Un piano colgado como una araña del hilo 

se ha detenido entre los pisos doce y trece… 

Un camión pasa cargado de ventiladores  

        de pie 

que mueven alegremente sus hélices. 

En 1948, en Salta, 

fuimos a cazar vizcachas y ranas, 

la conversación se apagó con el fuego del  

          asado, 

abrumados como estábamos por el cielo negro y estrellado. 

Nerviosamente encendíamos y apagábamos  

        las linternas 

hasta quedarnos sin pilas. 

Tampoco puedo explicarme por qué sueño  

        con pilas de linternas, 

con pilas para radios a transistores. 

Ni por qué sueño con lamparitas de luz, 

delicadamente guardadas en sus cajas  

        respectivas. 

Ni por qué me sorprendo mirando el  

filamento roto 

de una lamparita quemada. 

Nunca he visto… 

nunca he podido imaginarme 

la lluvia cayendo sobre la Gran Salina. 

Yo no tengo objetivos pero me gusta  

         objetivar. 

Desde chico intenté cortar una gota de agua  

          en dos 

(con una tijera). 

Aún hoy intento, 

apartando las cosas de la mesa 

o ahuyentando amigos, 

imitar, imaginarme, la lluvia sobre la  

           Gran Salina. 

Tomo una plancha caliente y le salpico gotas de agua. 

Pero aunque pueda imaginarme todo, 

nunca podré imaginarme  

el olor a salina mojada. 

Anoche llegué a mi casa a las tres de la  

mañana. 

En la oscuridad tropecé con un mueble… 

y allí nomás me quedé pensando 

en lo que no quería pensar… 

en lo que creía bien olvidado! 

Pero en realidad me estaba escapando 

del sueño estremecedor de la Gran Salina. 

Y ahora me interrogo a mí mismo 

como si estuviera preso y declarara: 

“La Gran Salina o Salina Grande 

está situada al norte de Córdoba, 

cerca (o adentro, no recuerdo) 

del límite con Santiago del Estero.” 

Estoy mirando el mapa… 

pero esto no explica nada. 

La caja de fósforo queda vacía 

a las cuatro de la mañana 

y yo me palpo a mí mismo, desesperado, 

con el cigarrillo en la boca… 

Habría que inventar el fuego, pensarían  

        algunos. 

Yo en cambio pienso en los reflejos del tren 

que pasa de noche  junto al río Salado. 

No puedo dormir cuando viajando de noche 

sé que tengo a mi derecha el río Salado. 

Pero aún así sigo escapando del gran  

misterio… 

del misterio de la sal inagotable de la  


Gran Salina. 

Recuerdo cuando arrojábamos impunemente  


naranjas chupadas   

al espejo ciego y enceguecedor de la Gran Salina. 

(A la siesta, cuando la resolana enceguece  


más que el sol.) 

Esperábamos llegar a Tucumán a las siete 

y a las dos de la tarde tuvimos que cambiar  


una rueda 

junto a la Gran Salina. 

Un diario volaba por el aire… 

el sol calcinaba las arrugadas noticias del  


mundo 

del diario que caía sobre la Gran Salina. 

Y vi pasar varios trenes 

y hasta un jet… 

Los pasajeros de los Caravelle 

o de los Bac One-eleven, 

no saben que esa mancha azulada, 

que a lo mejor están viendo en este mismo  


momento, 

desde ocho mil metros de altura, 

esa mancha azulada que permanece durante  


escasos minutos, 

es la Gran Salina, 

la Salina Grande. 

Pero el jet anda muy alto. 

La Gran Salina no conoce su sombra que  


pasa. 

Los pasajeros del jet duermen… 

se sienten muy seguros. 

En el jet no hay paracaídas 

Los jets no caen.  Explotan. 

Hace unos años, 

un avión que no era un jet volaba, creo,  


sobre Santa Fe. 

De pronto se abrió una puerta 

y una camarera tuvo que obedecer calladita 

las sagradas leyes de la física, 

y demostrar su inequívoco apego a la ley  


de la gravedad. 

Una ley dura como las piedras metidas en la  


boca de Demóstenes 

que, según dicen, hablaba mucho. 

Aquí hay que hacer  un minuto de silencio. 

Primero por la dócil camarera sin cama del  

avión. 



Después, por las palabras muertas, 

muertas por no decir nada… 

misterio, por ejemplo, 

que sirve para no explicar lo inexplicable, 

lo que yo siento cuando pienso en la  


Gran Salina, 

lo que traté de no pensar un día que  


caminaba por la Gran Salina 

tratando de distraerme y de no pensar dónde  


estaba, 

escuchando una canción de Leo Dan 

que pasaba LV12 Radio Aconquija 

y el Concierto en sol de Ravel por la filial  


de Radio Nacional. 

¿Qué pensaría Ravel, el finado, 

si caminara como yo en ese momento 

por la Gran Salina? 

Ravel, púdico sentimental, 

te imagino tocando el piano que hoy vi  


colgado 

entre el piso 12 y el piso 13. 

Sí, pobre Ravel de 1932 

con un tumor en la cabeza que ya no lo  


dejaba componer. 

Ravel tocando solo, 

de noche (pero eso sí, absolutamente solo) 

los “Valses nobles y sentimentales” en medio  


de la Gran Salina. 


Estoy seguro que si hubiera interrumpido 


al escuchar el silbato lejano de la locomotora, 


para ver el haz de luz a la distancia 


y la penumbra sobre la Gran Salina 

Días pasados fui al Hospital. 

Hace años yo andaba por allí, 

despreocupado y con mi guardapolvo blanco 

Pero ahora, de simple paciente, 

sentí el ruidito angustioso 

¡Trank! 

de la máquina de hacer radiografías. 

¡Y que pase otro! gritó el enfermero. 

Pero el otro no podrá explicarme  

por qué tengo sed, 

por qué voy detrás del agua cautiva de la  


botella 

y de la sal capturada en el salero, 

yo, tan luego yo, 

capturado en el sueño de la Gran Salina. 

Un amigo, alto funcionario estatal, 

me ofreció su pase libre para viajar por todo  


el país. 

Total, me dijo, es un pase innominado, 

cualquiera lo puede usar… 

si se lo presto. 

El pase sin nombre me deslumbró 

como la marca de la cubierta que leí y releí 

cuando cambiábamos la rueda junto a la  


Gran Salina. 

Pero después pensé en Tucumán 

(mi segunda provincia) 

y en las vértebras azules del Aconquija 

horadando las nubes blancas. 

Ahora me entero que mi amigo, 

el del pase sin nombre, 

se separó de la mujer. 

Aquí me callo… 

Pero el silencio me hace pensar ahora 

en lo que no quise pensar cuando miré el pase 

sin nombre que me ofrecían, 

en lo que dejé de pensar hace un momento… 

cuando vi pasar el ascensor con una mujer  


silenciosa 

que no me quiso llevar. 

Olvidemos el ascensor pedido 

y pensemos de nuevo, de frente, en la sal 

(cloruro de sodio) 

y en el misterio… 

Pero como nada es misterio 

hagamos una traducción de apuro: 

miss Terio 

o miss Tedio 

o chica rodeada de teros asustados 

o algo por el estilo. 

Pero no hay distracción que valga. 

El ayudante de cocina del vagón comedor 

se rasca la cabeza de tanto en tanto 

pero sigue pelando papas sin distraerse 

en el tren que se acerca a la Gran Salina. 

Y el ascensor perdido con la mujer silenciosa 

sigue recorriendo kilómetros entre la  


planta baja  


y el piso quince. 

El sastre de enfrente que ya comió 

se asoma a tomar aire con el metro colgado  


en el cuello. 

Yo pienso en comer, como se ve… 

Son exactamente las 14 horas, 8 minutos,  


30 segundos. 

Y también, no sé por qué, 

pienso en el acorazado de bolsillo Graf Spee 

que en los comienzos de la última guerra 

se suicidó antes que su capitán  

frente a Punta del Este. 

El Graf Spee yace a treinta metros de  


profundidad. 

Ya nadie se acuerda de él. 

Ni siquiera los hombres-rana 

que bajaron a explotar sus entrañas. 

Pero hasta los hombres-rana 

salen a comer a mediodía. 

Y a veces, para comer, 

sólo se quitan las antiparras y los tubos de  


oxígeno. 

Todavía hay gente que se asombra viendo  


comer a esos hombres 

con patas de rana. 

Los hombres-rana reclaman al mozo la sal  


que se olvidó! 

¡Dale!...¡Dale! 

Hoy almuerzo con amigos 

(si es que no se fueron). 

Miraré de costado la sal y pediré pimienta en vez, 

porque tengo miedo de quedarme callado, 

ya se sabe por qué. 

No quiero quedarme callado 

ni distraerme, 

ya se sabe por qué. 

En realidad no se sabe nada 

del sueño de las pilas, 

de la lluvia sobre la sal, 

de la chica del ascensor, 

del sastre asomado con el metro colgado 

o del tren que pasa de noche indiferente 

junto a lo que ya se sabe 

y no se sabe. 

  

……………………………………………………… 

……………………………………………………… 

……………………………………………………… 


  

Hace años creía  

que “después del almuerzo es otra cosa”… 

es decir que las cosas son otras 

después del almuerzo. 

Este poema (llamémosle así), 

partido en dos por el almuerzo 

y reanudado después, me contradice. 

No comí postre 

¡Siento la boca salada! 

Pero no voy a insistir. 

El domingo pasado, 

en casa de un amigo poeta, 

conocí a un chileno novelista e izquierdista 

que se fue a Pekín y que, posiblemente, 

no vuelva a ver en mi vida. 

Tímidamente, entre cinco porteños y un  


chileno izquierdista, 

metí la frase de Lautréamont 

que como buen franchute es uruguayo 

y si es uruguayo es entrerriano. 

Una frase (salada) para terminar  


(o interrumpir) este poema: 

“Toda el agua del mar no bastaría para lavar 

        una mancha de sangre intelectual.”  

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