"José Lezama Lima fue una nueva forma de decir las cosas"

Viernes 24 de enero de 2025
Vicente Undurraga presenta la antología del poeta cubano en La Pollera, de la que compartimos la pieza que le da nombre.
Por Vicente Undurraga.
Más que un narrador o un poeta, que un crítico o un escritor de cartas, José Lezama Lima (1910-1976) fue una nueva forma de decir las cosas, una deslumbrante fuerza verbal, la lengua hecha un río caudaloso. Su padre murió cuando él tenía nueve años y desde entonces empezó a fijar su atención en las imágenes, obsesivamente, partiendo por la imagen de esa ausencia irreparable. De ellas está hecha primordialmente su literatura.
Lo otro que determinó su obra y su vida sedentaria fue el asma: su escritura está marcada por una respiración dislocada, “como teniendo que hacer un potente esfuerzo por alcanzar un ritmo normal”. Lezama Lima hace sonar de manera asombrosa las palabras (las de siempre y algunas que desempolva de remotos rincones del castellano o que manipula con descarada soltura), creando fraseos mucho más allá, o acá, del significado, pero soltando una y otra vez destellos de sentido, poderosas intuiciones, boyas de entendimiento en marejadas de extrañeza.
Imágenes y aire, entonces. Pudo con ello en su escritura dedicar inolvidables pasajes a la exquisita descripción de un vaso, un leve sobresalto, el devoto amor por su madre, su hermana o su esposa, un par de zapatos, los pasos de una hormiga en la escalera, el detalle de un abrazo, una noche en vela o las peripecias de un deseoso y su “tenaz cirio dispuesto a romper su balano envolvente, con un casquete sanguíneo extremadamente pulimentado”.
Apenas salió de Cuba, asfixiado no sólo pulmonar sino también políticamente; sin embargo, ese mundo que no conoció supo volverse en su escritura más misterioso y a la vez más amplio. María Zambrano, quien fuera su amiga y corresponsal por años, escribió que Lezama trabajaba en “ese lugar primario que corresponde a la poesía quese adentra en la realidad despertándola y despertándose”. Leer sus poemas es entrar en juegos desconocidos, en fabulaciones barrocas, en tupidos bosques sin mapa por donde cabe desplazarse con la alegría del aventurero y la confianza del devoto que sabe –y no habrá defraudación– que la luz entrará en claros impensados, a veces como fugaces rayos, otras en forma de arrebatadores chorros tras los cuales toda oscuridad no será nunca tenebrosa sino, al contrario, un espacio cálido, un sendero imprevisto.
“Cada uno de sus lentos desplazamientos mentales se convierte en un relumbrón verbal, como si una de esas grandes tortugas tropicales braceara de noche en un mar de noctilucas”, anotó Enrique Lihn, que admirando su estilo reparó en que “no siempre se salva de la inflación de las palabras”. Pero es justamente en su vocación de no salvarse, es decir en su arrojo, en su descuadrada temeridad, en su disposición al delirio y el extravío, donde nace lo mejor de la escritura de Lezama, sus hipnóticos hallazgos verbales (“Una oscura pradera me convida”), sus epifanías de sentido, su ternura, su sonrisa, sus magias visuales (“alegre como un dios con la cara mojada”) y su música arrebatadora, que antecede a todo y también lo sucede, una música que abraza al mundo, como se deja oír, por ejemplo, en el bailable comienzo de “Cielos del Sabbat”: Ahincadas o labiándose, por el parque o el mar, trocar, Trocadero, anapestos, trocaicos, se deciden.
Llena de pensamientos que se espejean, de meditaciones literarias y pasajes sensuales, de indagaciones en lo íntimo y exploraciones en el ámbito siempre desafiante de las cosas de este mundo y los misterios de la finitud, su radical escritura es una sola en poesía (mil páginas), ensayo, narrativa y correspondencia, navegadas todas las aguas según el principio de que “sólo lo difícil es estimulante”, pero he ahí su grandeza y su carácter: compensa toda exigencia con una permanente excitación de los sentidos, de la imaginación, del oído, de las asociaciones mentales, de la emoción. Por eso su obra –que con el paso del tiempo va tendiendo a la claridad, como toda noche– es inquietante y hospitalaria a la vez, lujuriosa y delicada.
Es, como “la universalidad del roce” de la que habla en un poema, una fiesta que no acaba nunca.
UNA OSCURA PRADERA ME CONVIDA
Una oscura pradera me convida,
sus manteles estables y ceñidos,
giran en mí, en mi balcón se aduermen.
Dominan su extensión, su indefinida
cúpula de alabastro se recrea.
Sobre las aguas del espejo
breve la voz en mitad de cien caminos,
mi memoria prepara su sorpresa:
gamo en el cielo, rocío, llamarada.
Sin sentir que me llaman
penetro en la pradera despacioso,
ufano en nuevo laberinto derretido.
Allí se ven, ilustres restos,
cien cabezas, cornetas, mil funciones
abren su cielo, su girasol callando.
Extraña la sorpresa en este cielo,
donde sin querer vuelven pisadas
y suenan las voces en su centro henchido.
Una oscura pradera va pasando.
Entre los dos, viento o fino papel,
el viento, herido viento de esta muerte
mágica, una y despedida.
Un pájaro y otro ya no tiemblan.