Vamos a faltarnos el respeto usando el alfabeto completo
Lunes 09 de mayo de 2011
¿Cuáles son las escenas eróticas que más recordás de la literatura? ¿Qué relatos despertaron aquello que permanecía lacio debajo de tu ropa? ¿O cuál es, en otras palabras, tu punto de cese?
Por Carmen M. Cáceres. Foto: Paula Cáceres.
Es lunes las baldosas son láminas de frío en serie. Trabajo para pensar en una sola cosa. Es decir: trabajo para evitar el cálculo de consecuencias que pudo desatar un llamado.
En la dinámica erótica cada uno tiene su librito pero, a partir de cierta edad, la mayoría estaciona en las efectivas recetas que los escritores a su vez reproducen cuando quieren poner en situación a los personajes. Se lee: la descripción de los movimientos pendulares, su resistencia, las metáforas sobre los orificios y sus elasticidades, la rigurosa presencia de vellos, un gesto violento que luce por su puntualidad y, al fin, el arrojo. Pero algo se vuelve inútil en esta repetición, en el imaginario gastado. Es como ver por quinta vez en el cable esa película en la que un jardinero somete a dos mujeres bronceadas junto a una piscina.
Recuerdo que, según J.C. Millner, existen tres temas inenarrables, tres temas sobre los que no se puede escribir: la muerte, el hermetismo y la obscenidad. “En El amor de la lengua, Millner llama punto de cese’ o ‘punto de poesía’ a ese corrimiento permanente que realiza la poesía de aquello que en la lengua no cesa de no escribirse, es decir, de aquello que aparece como las grandes elocuencias en el arte de no decir nada” (Tamara Kamenzain[1]). A priori, no estoy de acuerdo con Millner. No creo que sea únicamente la poesía quien renueva el lenguaje. En la narrativa también existe esa búsqueda, esa necesidad de dilatar o vaciar las palabras para poder narrar, por ejemplo, la obscenidad. Me siento frente a la biblioteca, estoy descalza y eso sin dudas será causal de resfrío. Intento recordar escenas, intento hacer memoria aunque sé que la memoria no se hace, a lo sumo, tal vez, se intuye. Y me pongo a sacar libros con una única consigna: jamás mirar el reloj.
I.
Empiezo por la obviedad, empiezo por Henry Miller. Me pierdo en la trilogía de Sexus, Nexus y Plexus. Si bien me aburre caer en Trópico de cáncer, más me aburren mis intentos de originalidad. Sobrevuelo las marcas que hice al leerlo y quedo pegada en un párrafo lleno de furia. Entiendo por qué lo subrayé: por ese yo egoísta que el sexo provoca y legitima.
Tengo en mi pene un hueso de seis pulgadas de largo… estiraré los pliegues de tu vagina, Tania, y te la llenaré de semen. Te mandaré de vuelta a tu Sylvester con el vientre dolorido y la matriz invertida. ¡Tu Sylvester! Él sabe cómo hacer fuego pero yo sé cómo inflamar el sexo de una mujer. Disparo dardos calientes dentro de tus entrañas, Tania. Llevo tus ovarios hasta la incandescencia… siente los rastros de mi potente sexo. He ensanchado un poco más los bordes, he planchado los pliegues.
II.
En el Ulises encuentro una escena cuyo poder no está en la anécdota (Leopold se masturba mirando a una mujer a lo lejos) sino en el ritmo que construye Joyce con la puntuación de las frases, de manera que parecen acompañar el movimiento de las manos. El punto de vista acompaña a Leopold y la sintaxis, entendida así, está al servicio de la más ancestral de las mecánicas.
…ella vio una larga bengala que subía por encima de los árboles, arriba, arriba y en el tenso silencio todos estaban sin aliento de la emoción mientras subía más y más y ella tuvo que echarse todavía más atrás para seguirla con la mirada, arriba, arriba, y tenía la cara invadida de un sofoco arrebatador de esforzarse echándose hacia atrás y él le vio también otras cosas, bragas de batista, y ella le dejaba mirar y vio que veía y temblaba por todo el cuerpo de echarse tan atrás y él lo veía todo y a ella no le daba vergüenza y a él tampoco de mirar de ese modo sin modestias. Y entonces subió un cohete y pam un estallido cegador y ¡ah! luego estalló la bengala y hubo como un suspiro de ¡ah! Y todo el mundo gritó ¡ah! ¡ah! Y se desbordó de ella un torrente de cabellos de oro en lluvia… Esta mojadura es muy desagradable. Pegada. Bueno, el prepucio no ha vuelto a su sitio.
III.
Saco Horas puente del uruguayo Ercole Lissardi (HUM, 2007) porque recuerdo una escena pequeña, lúdica, indispensable. Una escena que no remite a nada, que no tiene la ambición de remitir a nada porque a veces también el sexo es sólo una de las maneras de rellenar el tiempo.
…la vio montar sobre su cuerpo, colocar el glande desnudo en la boca de su sexo y hundírselo lentamente hasta tocar – pero sólo tocar- el fondo. Una vez más lo descolocó deliciosamente al final de la penetración la ausencia de la caricia áspera del vellón. Dame el reloj, pidió Irina. Se lo dio. Ella lo puso sobre la almohada de manera de tenerlo a la vista. Te voy a coger así, despacito, hasta que suene la alarma – anunció- ¿estamos? Estamos, concedió Andrés… Irina cerró los ojos y comenzó a cabalgar la verga suavemente... No tardó en sentir un profundo estremecimiento... Me parece que no vas a poder, opinó zumbón Andrés. Sí puedo. No llegaron, por supuesto, al bip del despertador. El abrazo en el momento del estallido fue tan intenso que dolía. Irina sintió cómo el chorro de semen regaba el fondo de su sexo y el orgasmo la sacudió como un muñeco de trapo.
IV.
Y, por qué no, también El entenado. En esta novela Saer cumple una especie de turismo antropológico: se vuelve el testigo privilegiado de una tribu del siglo XVII. En ella las familias se reproducen en silencio, la desnudez jamás es lasciva y la sexualidad entre los adultos responde casi a una moral judeocristiana. Pero una noche al año la tribu practica la antropofagia y esa noche todo es el alimento.
No tenían en cuenta ni edad ni sexo ni parentesco… un nieto podía sodomizar a su abuelo, un hijo verse seducido, como por una araña húmeda, por su propia madre, una hermana lamer, con placer evidente, las tetas de su hermana. Algunos se solazaban en pareja, otros en trío, de a cuatro o cinco, y hasta en grupos de una docena o más. Una niña de no más de siete años, en cuatro patas, se entreabría, con dedos decididos, la vulva apretada, incitando, con ojos viciosos, por encima de su hombro, a un muchachón que esperaba, parado detrás de ella, con un palo liso y grueso y redondeado en la punta en una mano y que se acariciaba, anticipando su placer, la verga con la otra. Un hombre se flagelaba con una rama verde. Otros dos, echados de flanco en posición invertida se chupaban mutuamente, como abstraídos, el miembro. Había quienes parecían acoplarse con un ser invisible porque, si eran hombres, hendían en vaivén el aire con la verga, y si eran mujeres, en cuatro patas en el suelo, sacudían la grupa y se contorsionaban como si realmente tuviesen alguien adentro, a tal punto que a veces se veía brotar la acabada como en un acoplamiento verdadero o se oía a las mujeres ponerse a gemir como cuando llegan, penetradas de veras, al paroxismo.
V.
Entre los libros sin tapas, percudidos y con olor humedad del estante de abajo me espera Las once mil vergas de Apollimaire (1907). De todo el volumen, sólo marqué un párrafo. Sospecho que el lenguaje depilado y sin asidero me sonó increíblemente dulce, a pesar de la palabra “coño” en el final.
Se masturbaban mutua y suavemente; él le pellizcaba el clítoris; ella, apretando su pulgar sobre el orificio del pene. El le levantó las piernas y se las puso sobre los hombros, mientras ella se desabrochaba para hacer surgir dos soberbios pechos erectos que él se puso a chupar alternativamente, haciendo penetrar su ardiente miembro en el coño.
VI.
Entre los libros nuevos no tardo más de dos segundos en sacar Bajo este sol tremendo de Carlos Busqued (Anagrama, 2009). Busco la escena de la película porno casera porque la recuerdo y porque recuerdo que todas las personas que leyeron el libro también la recuerdan. Claro, por la sordidez, por la brutalidad. O tal vez no. Tal vez sólo la recordamos porque el cuerpo eje de la escena no es sensual sino decadente. Y aunque no erotiza, la escena opera como espejo: algo en ese video improvisado nos recuerda que no hay límites, que en verdad no sabemos qué nos calienta y ese desconocimiento, cuando se vuelve visible, preocupa.
Está todo cada vez, no sé cómo decirte, más limpio, más profesional. Y eso atenta contra cierta otro cosa por la que uno mira porno… En el centro de la habitación había una pileta de lona. Después entraban ocho o nueve tipos con una mujer vieja, llena de colgajos y con el pelo blanco. Todos desnudos, a la mujer la tenían sujeta con una correa y un collar en el cuello. Primero la hacían arrodillar en la pileta, la orinaban copiosamente... La mujer fue primero golpeada y luego violada analmente de una manera brutal. Después todos se masturbaron y eyacularon en su cara, ella arrodillada en la piletita y con la boca abierta. Primeros planos de la boca de la mujer, abundante en fosas y prótesis...
VII.
Cuando finalmente suena el timbre sólo tengo los fragmentos de un discurso lascivo. Abro la puerta con cierta frustración y el efecto dura un rato, hasta que me encuentro argumentando la supremacía del helado de café por sobre cualquier otro gusto de helado. En el mundo.
- Pasame ese libro, el que tiene un ojo en la tapa – digo y empiezo a leer en voz alta un fragmento de Historia del ojo, de Bataille – Hacía muchísimo calor. Simona colocó el plato del gato, se instaló delante de mí y, sin separar sus ojos de los míos, se sentó sobre él sin que yo pudiera ver cómo empapaba sus nalgas ardientes en la leche fría. Me quedé delante de ella, inmóvil, mientras ella fijaba su vista en mi verga que, erecta, distendía mis pantalones, yo temblaba. Me acosté a sus pies y por primera vez vi su carne rosa y negra que se refrescaba en la leche blanca. Permanecimos largo tiempo sin movernos, tan conmovidos. De repente se levantó y vi escurrir la leche a lo largo de sus piernas. Se enjugó con un pañuelo, pausadamente, dejando alzado el pie, apoyado en el banco, por encima de mi cabeza y yo me froté vigorosamente la verga. El orgasmo nos llegó casi en el mismo instante sin que nos hubiésemos tocado.
VIII.
¿Cuál es, entonces, la capacidad de la literatura para provocar lujuria? ¿Y cuánto permitimos como lectores que la palabra entre, toque, excite? Estas escenas han buscado – cada una en su época– un nuevo modo de acercarse al erotismo y sus perfiles violentos, generosos, morbosos, suaves. Por eso no me voy a dar por vencida. Mientras exista deseo el lenguaje tendrá siempre un límite que ensanchar y no es sólo la poesía la encargada de correrlo. El punto de cese también se anuda en la narrativa. Porque somos sujetos narrativos, porque nos contamos nuestras vidas mientras revolvemos la cucharita en el helado de café: fabulamos, buscamos palabras, hacemos verbos. No. No me puedo dar por vencida a pesar de que el espíritu de Millner me haya clavado en la cabeza unos versos de Fabián Casas que me rodean, me acorralan y me obligan a sonreír y vuelven y vuelven y vuelven
abro la heladera
un poco de luz desde las cosas
que se mantienen frías.
[1]http://www.plebella.com.ar/numero1/testimoniar%20sin%20metafora%20T%20Kamenzsain.htm
