El día que Saer se cruzó con Faulkner
Revelación de un mundo
Lunes 14 de agosto de 2017
"¿Es la revelación que le ocurre a un personaje, al narrador, la misma que le sobrevino al autor para comenzar a escribir su texto?", se pregunta el autor de Bellas artes para internarse en lo que le ocurrió al santafesino en ese día que se pasó leyendo Mientras agonizo, hasta que anocheció.
Por Luis Sagasti.
Una vez, en un reportaje, Juan José Saer declaró que cuando terminó de leer Mientras agonizo, asunto que le llevó unas horas corridas desde la mañana hasta que ya estaba casi oscuro, el mundo se le había trasfigurado. Si el hecho parece exagerado, aunque sabemos que esa confesión se encuentra a mucha distancia de una banal frivolidad, es porque el libro al que hace referencia el santafesino es un libro de ficción. Una declaración tan categórica resulta mucho más convincente si la revelación nos llega desde un texto sagrado o político ―La Biblia, El Capital. Y aun así cabe preguntarse: ¿hay acaso alguna novela o relato que nos cambie la vida? O no será que ese libro que acabamos de leer es sencillamente un detonante que, en ese momento preciso, bien pudo haber sido otro. Y, en todo caso, ¿qué significa que algo nos cambie la vida? Con un énfasis sospechoso, es lo que se suele decir cuando nace un hijo. Pues, más allá de que, sin duda, las prioridades cambian -y hay mucho de biología en el asunto- las personas suelen ser más o menos parecidas a como lo eran nueve meses atrás.
No todo relato se comienza a escribir a partir de una revelación, aunque en cada uno de ellos hay algo que se revela. El impulso de narrar puede prescindir de ellas así como no todo fuego se inicia con la llama súbita de un fósforo. Pero en algún momento algo se enciende; es necesario que eso suceda para seguir avanzando, acaso sea una luz próxima o un destello que desapareció tan pronto como vino pero dejó muy en claro cuál es el sendero a caminar. Y así también los lectores: seguimos una historia con la promesa de una luz ajena y lejana que queremos hacer nuestra (desde ese punto de vista no deja de ser congruente denominar a las ideologías como grandes relatos).
Ahora bien, ¿es la revelación que le ocurre a un personaje, al narrador, la misma que le sobrevino al autor para comenzar a escribir su texto? Estamos postergando una pregunta cuya respuesta no tiene la menor importancia: ¿realmente Proust se comió esa magdalena? Visto desde cierto lugar, la literatura puede considerarse como una suerte de reacción en cadena de momentos epifánicos que se suceden desde hace siglos. Algunos resultan ser una suerte de levísimos movimientos de tierra bajo el agua que generan arriba, en la superficie, una onda casi imperceptible que cobra velocidad y altura hasta conformar el tsunami. Pero para que el asunto funcione la epifanía debe venir envuelta en un vacío que la haga posible. Sin ese vacío no puede desplegarse. Se trata de ese resto de lectura que no recordamos muy bien, que se nos presenta como niebla, son esos acordes inadvertidos pero fundamentales de una segunda guitarra. Y muchas veces sucede que el deslumbramiento deviene en otras páginas, lejos de la epifanía originaria, la del autor o del relato en sí. Hasta podría agregarse que si coinciden las tres ―la que acontece en la trama, la que puso en marcha al autor y la que sacude al lector― pues es probable que se trate de literatura algo menor, como esas películas cuya trama se sostiene en función del final. Se trata de las narraciones masivas, las más atractivas, es cierto, las que menos compromisos perceptivos requieren para su disfrute. Pero allí no hay epifanías sino ocurrencias, algo ingenioso que demora en aparecer. La transfiguración a la que se refería Saer, esa clase de conversión profunda y acaso definitiva, no es una gracia frecuente. Pero sabemos que hay una felicidad allí, aguardando en cada historia hacia la que todos marchamos, sepámoslo o no, cada vez que abrimos un libro.