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El traductor del Ulises

Salas Subirat

"Bloom y Salas Subirat comparten mucho. En primer lugar, su empuje, su practicidad, su proactividad. Comparten también la ambivalencia de combinar un lado pedestre de la existencia con aspiraciones espirituales", leemos en la introducción a El traductor del Ulises (Sudamericana), la biografía del hombre que tradujo por primera vez a Joyce al español.

Por Lucas Petersen.

Hasta Ulises ninguna obra literaria había logrado colocar de manera tan eficaz en el centro de una epopeya a un hombre corriente. Ninguna había escenificado tan al detalle el imperio que lo cotidiano, el lugar común, el conformismo, la compasión y las pequeñas traiciones ejercen sobre las vidas de esos personajes “que no valen más de mil libras”, como dijo su autor alguna vez. “Otros escritores habían tratado laboriosamente de retratarlo, pero nadie sabía qué era en realidad lo trivial antes de la obra de Joyce”, sentenció Richard Ellmann. Pero si todavía hoy, a siete décadas de su publicación en castellano, el laberinto de Ulises nos sigue cautivando a pesar de todo es porque ese vuelco a la interioridad de un ser común supo revelarnos alguna forma de grandeza que resplandece en cada una de las nimiedades, las vacilaciones y las buenas intenciones que se alborotan en el corazón de Leopold Bloom. Las vidas pequeñas son las de la mayoría de los miembros de nuestra raza. En muchas de ellas, muestra Joyce, es posible hallar una épica, una excepcionalidad, una grandeza muda, aunque su sentido se nos escape si no profundizamos en ella. 

Sin esa lección, la vida de José Salas Subirat, el primer traductor de Ulises al castellano, quizás no merecería una biografía. Escritor modesto, hombre del justo medio, diligente empleado de comercio en el campo de los seguros, conquistador de una utopía por la que la literatura no suele apasionarse: la de la comodidad del matrimonio pequeñoburgués. Es cierto que en su vida atravesó una serie de circunstancias como mínimo llamativas: fue un autodidacta casi paradigmático (terminó el primario a los 23 años), tenía una facilidad asombrosa para aprender idiomas, participó desde un lugar un poco excéntrico del grupo Boedo, trabajó en una fugaz empresa soviética en la Argentina, montó una fábrica de juguetes, fue pionero en la literatura de autoayuda y un clásico continental en la de seguros, incursionó en los primeros años de la televisión e incluso sobrevivió a un accidente de avión. Pero, aun con estas singularidades, su vida pudo transcurrir sin grandes tragedias, lo que colocaría al borde del naufragio este y cualquier intento biográfico. Los biógrafos prefieren —con razón— a los grandes ganadores que supieron perder. Salas Subirat nunca perdió demasiado; su triunfo no fue jamás fulminante, mucho menos unánime. Por eso su excepcionalidad, en todo caso, no hay que buscarla en la superficie de las curiosidades sino mucho más allá, donde Joyce supo ver antes que nadie. 

De eso se trata este libro, escrito contra la tentación de explotar los fantásticos paralelismos entre Leopold Bloom y Salas Subirat, que advirtió por primera vez Juan José Saer en el artículo que incluyó en Trabajos. Bloom y Salas Subirat comparten mucho. En primer lugar, su empuje, su practicidad, su proactividad. Comparten también la ambivalencia de combinar un lado pedestre de la existencia con aspiraciones espirituales, elevadas, y con un humanismo liberal que entiende el progreso social como resultado de la búsqueda de un progreso individual no desentendido de la solidaridad. Los dos son seres racionales, seducidos por un discurso científico que asumen con equívocos e insuficiencias. Como dijo Saer, los libros de autoayuda que Salas publicó en los 50 bien podrían haber sido escritos por Bloom. Ambos son agnósticos, en ocasiones algo anticlericales. Son seres sociables pero en el fondo un poco aislados, un poco huraños. A veces hoscos, a veces elocuentes, según dónde, según con quién. Más hosco Bloom, más carismático Salas. Comparten incluso el hecho de haber trabajado ambos en campos como la publicidad y los seguros. Salas tiene 38 años cuando se asoma a Ulises, la misma edad que Bloom en la novela. Muchas veces, por todo esto, esta investigación parecía ir tras la vida y la trayectoria no de un ser humano sino del último, el más real de los personajes de Joyce. 

Este proyecto tiene tres originalidades en su origen, a la altura de las cuales quizás no esté su realización. En primer lugar, aporta algo de luz sobre alguien de quien ni siquiera conocíamos el rostro, aunque se empeñe en meterse en las listas de traductores emblemáticos de nuestra historia cada vez que se confeccionan. En segundo lugar, es quizás la primera biografía de un traductor argentino o de alguien que ha pasado a la historia por su tarea traductora. Para ser estrictos, Salas Subirat no es traductor: una golondrina no hace verano, y Salas tradujo poco más que un libro, un libro por el cual lo recordamos, sin el cual lo olvidaríamos. En tercer lugar, es también una de las pocas biografías de un tipo que en algunos órdenes de la vida se revela —y gusta revelarse— como un ser común y corriente, y de un escritor menor que, en definitiva, por fuera de Ulises no se desmarca tanto del montón de vidas y obras que, quizás con justicia, ya olvidamos. 

Si sus tres originalidades no logran llevarla al fracaso será porque, además de que puede hallarse en su vida algo así como una gesta individual, la de Salas es también la gesta de toda una generación literaria: la de los recién venidos a la cultura en los años 20. La de Boedo. 

Una generación despreciada, ridiculizada, estereotipada y, sobre todo, poco comprendida. Una generación a la que el tiempo y nuestra forma de interpretar el devenir artístico no perdonó su conservadurismo, casi siempre olvidando que su gesto más revolucionario (social, político y cultural) fue patear el tablero de statu quo cultural, introducir una raja en la hegemonía de las élites en ese campo. Lo hicieron a fuerza de trabajo, de intuición, por su cuenta, sin credenciales escolares, con lecturas deficientes y desordenadas, con traducciones impresentables y mutiladas, con ansia de pertenecer y sin saber que intentaban hacerlo por el camino menos efectivo, el que se intuye y que finalmente nunca es: siempre hay un pasadizo por el que solo entran los entendidos. Una generación que levantó la mano para hablar en una conversación que protagonizaban otros y que, cuando no le dieron la palabra, se largó a vociferar como pudo. 

Como escritor, la literatura de Salas es casi el reverso de la de Arlt. Frente a la perversidad y la ambición de los personajes arltianos, las buenas intenciones de los de Salas; frente a la irracionalidad del mundo, una racionalización pedagógica de la experiencia; frente a la inutilidad del humanismo, una solidaridad utilitaria; frente a la ironía y el desafío sobre la desigualdad cultural, el afán de apropiarse de la cultura de la élite; frente a la violencia como herramienta, la fe en el pacifismo; frente a la lógica del “batacazo” en todos los órdenes, la ética del trabajo y el progreso gradual. El único —o el principal punto de contacto— es su individualismo, pero mientras en Arlt ese ser busca la redención en la podredumbre, en Salas busca el progreso en la virtud. Por todo esto —y porque también, en verdad, era un escritor de menos recursos—, Salas es infinitamente menos interesante que Arlt. Sin embargo, constituye un ejemplo tan o más legítimo que él de un proceso apasionante de expropiación simbólica. 

Salas Subirat representa otra expresión posible del proyecto de Boedo. Y un síntoma de la fuerte marca (difusa, dilatada, confluente con otras intervenciones) que ese grupo dejó en la cultura argentina. El hombre común que se introduce con desparpajo en un coto del que los hombres comunes están excluidos. En las últimas décadas, otros traductores han arriesgado sus propias versiones de Ulises. José María Valverde publicó la suya en 1976, en la que, según Saer, “las opciones tienen como único justificativo la obsesión de no parecerse a la traducción anterior”. Le sigue el Ulises de los académicos Francisco García Tortosa y María Luisa Venegas (1999) y, por último —hasta el momento—, una nueva edición argentina, la de Marcelo Zabaloy, con la colaboración de Edgardo Russo (2015). En 1996, Editorial Planeta publicó una revisión de la de Salas Subirat realizada por Eduardo Chamorro, en la que no solo se enmendaron algunas erratas sino que se pasó a eliminar algunos argentinismos, razón por la que Saer la calificó de “acto de vandalismo”. 

Cada uno tendrá su preferida. A esta altura no importa si la traducción de Salas Subirat es la mejor o no. Su trascendencia en nuestra cultura es ya otra. Una forma de entender la literatura argentina ubica su punto de partida en un hombre, intelectual autodidacta y ambicioso, que tradujo la frase “On ne tue point les idées” de la forma más libre e inverosímil: “A los hombres se degüella; a las ideas, no”. Si a partir de esta relación problemática y desprejuiciada con las lenguas legitimadas de la literatura extranjera trazáramos un canon distinto, podríamos calibrar el valor que Salas Subirat tiene en la historia literaria de esta región del mundo.

 

Una autobiografía no tiene ninguna importancia. 

Si quiero que me guste, tiene que ser falseada. 

Si quiero que guste a los demás, también. 

Mejor pasarla por alto. 

Además, ¿a quién le podrá interesar mi autobiografía? A mí no, 

seguramente: me la sé de memoria, y preví‚ero no pensar en ella. 

¿A los demás? Les interesaría si fuese “su” biografía. 

Si mi biografía la hiciera otro me gustaría leerla: 

es posible que supiera algo con respecto a mí. 

En último término, una autobiografía puede resultar interesante como 

complemento de la obra producida. 

No creo que nadie se haya interesado por mi obra, y es natural que 

tampoco exista nadie que se preocupe 

por su complemento. 

J. Salas Subirat, 1928

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