Ficción

Después de la desesperación

Cuentos de Fleur Jaeggy

Nacida en Suiza, la autora escribe en italiano sus crueles relatos breves y sus oraciones taladas. Tusquets nos acerca una versión en español de sus más recientes escritos en El último de la estirpe.

Por Valeria Tentoni.

“No sé qué me sucede con las arañas pero no quiero que nadie las mate. Me vienen a buscar, creo que han entendido que pueden estar cerca de mí porque yo no las mato”, le respondió Fleur Jaeggy a Andrés Barba en una entrevista telefónica, hace un par de años, desde Milán.

Hija de madre nacida en Argentina, llegó al mundo en Suiza en 1940 pero escribe sus libros en italiano; El ángel de la guarda, El dedo en la boca, Los hermosos años del castigo son algunos de ellos. Y es, como Stephen Dixon, como Alberto Laiseca, parte del conjunto de los últimos autores que escriben a máquina en el Siglo XXI. Dice que le gusta el ruidito que hace.

“He publicado poco pero he escrito siempre”, explica. Con traducción de Beatriz De Moura, El último de la estirpe acaba de lanzarse en las librerías de la tierra que le dio a su madre un pasaporte que aun conserva entre sus pertenencias. Reúne una veintena de relatos breves que han sido distinguidos con el Premio Literario Internacional Giuseppe Tomasi di Lampedusa el año pasado. En idioma original, este compilado salió con el nombre “Soy el hermano de XX”, que viene, como el que lleva ahora, de uno de los elementos que lo compone, el primero que aparece. Es la historia del hermano menor de una escritora a la que cataloga de espía, porque lo que escribe es su vida: “Quisiera decir enseguida que las personas sensibles son distraídas. Los demás no les importan absolutamente nada. Las personas sensibles, o tan sensibles como para que se las declare sensibles, como si ésa fuera una gran cualidad, son insensibles al dolor de los demás”.

Es una bienvenida excelente, porque ya nos enteramos ahí de la calidad con que Jaeggy mantendrá a flote esas historias de orfandad en la nieve, con personajes insomnes, encerrados en una casona, en una soledad o en una desesperación privada. Abrumados por antepasados que regresan, por espectros en las pinturas, por su “suavísima apatía”. Ya sabemos, ahí, que Jaeggy lo que hace, antes que poner puntos, es hachar las oraciones. Parecen esas lombrices que, partidas al medio, se crecen una nueva cabeza. Serpentean, así, las líneas que escribe. Con la misma gracia veloz con que esos bichos escapan de sus destructores. Cortas, troncos talados que podrían sostener árboles. Que sostienen, de hecho, árboles invisibles, sus copas frondosas. Sabemos que están ahí aunque no las podamos ver porque nos podemos trepar. “La gente siempre habla demasiado. Añade. En lugar de quitar”, leemos en el relato “Agnes”. A Barba, en esa oportunidad, también le dijo: “Empiezo a escribir suprimiendo en mi cabeza el texto desde el primer minuto. Comienzo ya quitando cosas. En la primera versión del texto ya he eliminado muchas cosas que ni siquiera he llegado a escribir. Las he tachado en mi cabeza”.

“Su arte, al dejar sólo en pie lo esencial, no tiene a veces salida más natural que la inteligencia y la crueldad. La frialdad la añade la propia Jaeggy, y acaso sea éste el rasgo suplementario más destacado de su estilo; un rasgo que acude siempre sigiloso a su cita con las frases simples –algunas terriblemente sencillas– y que, en el fondo, es también su trazo más divertido”, apunta Enrique Vila-Matas. “Una cierta glacialidad también revela sentimientos”, dijo Jaeggy en otra de las pocas entrevistas que concedió, al ser consultada por sus personajes.

En estos cuentos hay lagos que sueñan, tardes vítreas, habitaciones de las que se predica son calvas. Hay nubes suaves, que apenas existen. “Se extinguen rápido y rápido vuelven a formarse, casi como si no hubiera diferencia alguna”. Hay ánimas peligrosas, hay suicidas. Hay cosas que hacen caso. Una niña que “veía sus pensamientos en los cristales de las ventanas como insectos llenos de sangre en las paredes de una habitación”. Fotos que revelan la infelicidad de una vida entera, retratos capaces de quedarse con los guantes de quien hunde, absorta, las pupilas en su centro. Hay todo eso, sin embargo “existe tan poco”. La muerte, la vida y el sueño intercambian lugares como chicos sentados a la mesa, jugando mientras esperan el almuerzo. “Pero a las palabras pese a todo siempre hay que darles crédito. Al menos hay que fingir que se parecen bastante a su significado. A su significado sesgado”.

“¿Qué hay después de la desesperación?”, se pregunta el hermano de XX. ¿Qué hay? ¿Rencor, melancolía, crueldad? La tan señalada crueldad de la obra de esta mujer, que quizás no sea efecto de otra cosa que de su precisión. "Quisiera yacer con todo esto", dice uno de sus personajes en estos cuentos. Da la impresión de que una cosa así podría decir ella sobre lo que escribe.

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