Daniel Link: “El siglo XXI es chato: mucho cinismo y poca imaginación”
Viernes 22 de agosto de 2025
El autor de Clases. Literatura y disidencia visitó la librería para una entrevista en vivo en el ciclo “Teoría de conjuntos”.
Por Nacho Damiano.
Escritor (de prosa, poesía, ensayo y dramaturgia), crítico literario y, sobre todo docente, Daniel Link es una de las voces más lúcidas de los últimos años. Participó del ciclo de entrevistas “Teoría de conjuntos”, en el marco del Club Eterno.
En Eterna Cadencia Editora, Link ha publicado varios títulos, entre ellos Clases. Literatura y disidencia, Suturas. Imágenes, escritura, vida o La lógica de Copi. Lector sagaz e incansable, Link suele iluminar zonas de los textos que hasta su intervención permanecían ocultas, y por allí fue la charla: la escritura, la docencia, la inteligencia artificial y hasta la violencia discursiva que vivimos a diario.
En algún lado dijiste “pude ser medievalista o lingüista chomskiano, pero terminé en la Filología comparada por azar o por amor, que es casi lo mismo”. Si tuvieras que definirte hoy, ¿cómo lo harías?
Lo primero: soy enemigo de las definiciones, sobre todo de las autodefiniciones. Uno es lo que cree ser, pero también lo que los demás piensan de uno y ese choque de miradas me parece más interesante que cualquier etiqueta. Durante años me presentaban como “catedrático y escritor”: la pedagogía y la escritura eran mis territorios. Si me apurás, sigo siendo eso, pero en transición. Ahora, cuando te elogian demasiado, uno sospecha que ya está muerto.
Quedémonos con el “Daniel lector” por ahora: En La lectura, una vida (publicado en la colección Lector&s de la editorial Ampersand) decís: “Confesar lo que he leído no importa, lo importante es quién me llevó a esas lecturas”. ¿Quiénes fueron esas personas que te marcaron?
Son muchos. Desde la señorita Celia en la primaria hasta Marina Fernández en la secundaria. Mis padres, que leían por placer lo que llamaban “basura”: novelitas de vaqueros o folletines románticos. También mis amigos, mis colegas, mis alumnos. A veces una equivocación de memoria de un estudiante me enseñó más que un curso entero. Y, claro, maestros como Beatriz Sarlo, Josefina Ludmer o Enrique Pezzoni. Nadie inventa la pólvora solo: uno se acopla a lo que otros hicieron antes y lo transforma.
¿Y por qué no fuiste medievalista al final?
Porque me contrataron para otra cosa. El siglo XX me atrapó: era un corpus cerrado, casi como la Edad Media. Pero además me gustaba que lo estudiábamos mientras lo vivíamos, eso tenía una inmediatez que hoy ya no existe. Ahora me encuentro explicando a chicos nacidos en 2005 qué fueron los años sesenta.
Imaginate que estuviéramos en el siglo XXIII, ¿qué creés que quedaría del XX?
Lo que ya quedó: Joyce, Kafka, Beckett, Borges, Puig, Pasolini. El siglo XX fue radical: tiraba la casa por la ventana. Eso trajo lo mejor y lo peor: el comunismo y el fascismo, los viajes a la luna y los campos de exterminio. Un siglo de apuestas extremas. El XXI, en cambio, parece chato: novelas repetidas, pensadas para Netflix, sin riesgo formal ni ético. Mucho cinismo y poca imaginación.
Te traigo otra frase tuya: “Mejor que leer muchos libros es leer uno solo, pero leerlo lentamente”. ¿Cuáles son esos libros a los que volvés?
La Recherche de Proust, Kafka siempre, Manuel Puig entero. Y algunas obras de César Aira, que más que un autor se volvió una condición de posibilidad. Su falsa simplicidad abrió la puerta para que muchos se animaran a escribir. También Bellatin o Pizarnik, búsquedas que persiguen algo que sabemos que no existe, pero igual insistimos.
Pasemos un segundo al Daniel profesor. En tu última clase decías: “La clase es el lugar de todos los intercambios”. ¿Qué significa ese “todos”?
Que en la clase se cruzan crítica, pedagogía, escritura y afecto, no se pueden separar. La escena de la clase es rica porque incluye lo que los alumnos leen, lo que ignoran, lo que dicen y hasta lo que los subleva. Siempre hay una tensión amorosa: yo pienso la clase como el centro de mi vida y para ellos soy solo una materia más. Esa asimetría sostiene la escena.
¿Y en qué diferenciás tu ensayística del resto de tus actividades? ¿La ves más experimental?
Sí. Escribir para la universidad es difícil: los protocolos ahogan, a veces hay que escribir “como piden” para sobrevivir. Mis libros de ensayo intentan fugarse de eso: son fragmentarios pero sostienen un argumento. Experimentar es resistir a la casta académica que decide quién maneja “conceptos” y quién solo “temas”.
Me interesaría mucho saber qué pensás de la inteligencia artificial y sus alcances.
Me parece que en un punto es como un juego, y los juegos son serios. No podemos enojarnos con la técnica, siempre apareció algo nuevo: la fotografía, el cine, lo que me preocupa no es la herramienta, sino el uso que se hace. Hoy la IA ya escribe novelas tan malas como las que publican algunos autores. El desafío estará en ir hacia otro lado: buscar lo verdadero, lo justo y lo bello.
Tu herramienta de trabajo es el lenguaje, no quiero dejar pasar la posibilidad de preguntarte que opinás de la violencia simbólica y discursiva que estamos viviendo a diario.
Creo que hay que distinguir dos aspectos: una cosa es la violencia verbal horizontal, la del insulto de cancha, que me parece divertida. Otra es cuando hay asimetría de poder: un jefe insultando a un empleado, un presidente insultando a los ciudadanos. Ahí ya no es violencia verbal, eso ya es terrorismo discursivo. Lo importante no es la palabra, sino desde dónde se dice.
La última, que es la pregunta con la que siempre cerramos: recomendanos algunos libros, los que a lo largo de una vida dedicada a la lectura te hayan impactado de una u otra forma.
Kafka, siempre. Puig, entero. Proust, por supuesto. Y entre los contemporáneos, Aira y Bellatin, porque mantienen viva la búsqueda. Y si querés un ensayo: releer a Ludmer, que escribió como los ángeles.

