Walter Benjamin: "La obra de Kafka es una obra profética"
Tomado de Sobre Kafka
Miércoles 09 de enero de 2019
Una extracto del ensayo "Franz Kafka: La construcción de la muralla china", de 1931, incluido en Sobre Kafka (Eterna Cadencia Editora).
Por Walter Benjamin. Traducción de Mariana Dimópulos.
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Él hizo todo lo posible para cortar el camino a las respuestas a esta pregunta. Imposible desconocer que en el centro de sus novelas está él mismo, pero lo que le sucede allí es del tipo de cosas que vuelven insignificante a quien las experimenta, cosas que lo transportan fuera de sí, al esconderlo en el corazón de la banalidad. Y la cifra K., con la que se nombra al protagonista de su libro El castillo, dice no más que aquello que podemos encontrar en un pañuelo o en el interior del borde de un sombrero, sin que con ello logremos saber cómo reconocer al desaparecido. En todo caso, se podría formar una leyenda de este hombre Kafka: como alguien que dedicó su vida a meditar cuál era su propio aspecto, sin jamás haberse enterado de que existen los espejos.
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Por cierto que atribuir un esquema religioso-filosófico a los libros de Kafka, como ha sido hecho, era algo que parecía lo bastante evidente. También es muy posible que un trato familiar con el escritor, tal como lo tuvo Max Brod, meritorio editor de sus escritos, haya podido despertar o confirmar esta idea. Y sin embargo esta idea significa un muy peculiar rodeo, por poco quisiera decir un despacho ligero del mundo de Kafka. Por cierto que no es posible refutar con certeza la afirmación de que Kafka haya querido representar en su novela El castillo el poder superior y la esfera de la gracia, en El proceso el inferior, el tribunal, y en la última gran obra, América, la vida terrenal; todo esto entendido en sentido teológico. Solo que un método tal produce muchos menos resultados que el de una interpretación del escritor, sin dudas más difícil, desde el centro de su mundo de imágenes (Bildwelt). Un ejemplo: el proceso contra Josef K. se gestiona en medio de la vida cotidiana en patios traseros, salas de espera, etc., siempre en nuevos lugares nunca esperables, a los que a menudo el acusado no tanto se dirige, sino más bien se extravía. Así es como, un día, se encuentra en un desván. Las tribunas están llenas de gente que muy apretada sigue el curso de la audiencia; se han preparado para una larga sesión; pero allá arriba no es fácil aguantarse; el techo –que en Kafka es casi siempre bajo– oprime y pesa; de modo que han traído almohadones para apoyar la cabeza contra él. Pero esta es la imagen exacta de lo que conocemos como capitel –una aplicación ornamental con mascarones– en las columnas de tantas iglesias medievales. Por supuesto que no estamos diciendo que Kafka quisiera imitar esto. Pero si tomamos su obra como un cristal que refleja, un capitel de este tipo, de hace tanto tiempo, puede aparecer muy bien como el auténtico objeto inconsciente de una descripción semejante, y entonces la interpretación habría apartado ese reflejo del espejo en el sentido contrario tanto como buscar el modelo reflejado. En otras palabras, en el futuro.
La obra de Kafka es una obra profética. Las singularidades sumamente precisas de las que está repleta la vida tratada en esta obra deben ser entendidas por el lector solo como pequeños signos, indicios y síntomas de desplazamientos que el escritor siente abriéndose paso en todas las relaciones, sin poder él mismo adaptarse a los nuevos órdenes. De modo que no le queda nada más que, con una sorpresa en la que por cierto se mezcla el horror pánico, responder a las casi incomprensibles distorsiones de la existencia que delatan el ascenso de estas leyes. Kafka está tan colmado de estas cosas que no es imaginable ningún suceso que no quede distorsionado bajo su descripción –que aquí no quiere decir otra cosa que indagación–. En otras palabras, todo lo que él describe hace declaraciones sobre algo distinto de sí mismo. La fijación de Kafka con este objeto que es su único tema, la distorsión de la existencia, puede provocar en el lector la impresión de una obstinación. Pero en lo fundamental esta impresión es, así como la seriedad inconsolable, la desesperación en la mirada del escritor mismo, solo un indicio de que Kafka ha roto con una prosa puramente poética. Quizá su prosa no demuestre nada; en cualquier caso está constituida de tal manera que en todo momento podría ser puesta en contextos de demostración. En este punto debemos recordar la forma de la Hagadá: así se llaman entre los judíos las historias y las anécdotas de la literatura rabínica, que sirven para explicar y confirmar la doctrina: la Halajá. Como las partes hagádicas del Talmud, así también estos libros son cuentos, una hagadá que continuamente se interrumpe, se demora en las más detalladas descripciones, siempre con la esperanza y al mismo tiempo con el miedo de que la orden y la fórmula halájicos, que la doctrina pudiera sobrevenirle de camino.
De hecho, la dilación es el verdadero sentido de esa rara minuciosidad, a menudo tan sorprendente, de la que Max Brod ha dicho que residía en la esencia de la perfección de Kafka y su búsqueda del camino correcto. “Para todas las cosas de la vida tomadas seriamente”, opina Brod, es válido lo que afirma una joven en El castillo sobre las enigmáticas cartas de las autoridades: “Las reflexiones que suscitan son infinitas”.56 Pero lo que en Kafka se complace en esta infinitud es precisamente el miedo ante el final. Por consiguiente su grado de detalle tiene un sentido totalmente distinto, por ejemplo, al de los episodios en la novela. Las novelas se bastan a sí mismas. Los libros de Kafka no lo hacen jamás, son relatos que van preñados de una moral sin nunca traerla al mundo. Es así que este escritor ha aprendido –puestos a hablar del tema– no de los grandes novelistas sino de autores mucho más modestos, de los narradores de cuentos. Hebel el moralista y Robert Walser, ese suizo difícil de sondear, estuvieron entre sus autores preferidos. Ya hemos hablado antes sobre la cuestionable construcción religioso-filosófica que se ha atribuido a la obra de Kafka, donde se convierte al monte del castillo en la sede de la gracia. Pues bien, es el hecho de que hayan quedado incompletos el auténtico reinado de la gracia en estos libros. Que en ningún lugar en Kafka la ley como tal se pronuncie, esto y no otra cosa es la providencia llena de gracia, misericordiosa del fragmento.
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