Walden por primera vez
Pequeños viajes, grandes travesías
Jueves 30 de julio de 2020
"Me apasionó la historia de ese tipo que, con un hacha prestada, se construía una cabaña en el medio del bosque. Recuerdo que salí a buscar su libro Walden —una especie de crónica sobre la soledad, entre otras cosas— y que me costó bastante conseguirlo".
Por Jorge Consiglio.
1.
Llegué a Henry David Thoreau por una nota que leí sobre ecología y cultura alternativa a finales del Proceso. Había comprado la revista en un kiosco de Chacarita y la fui leyendo en el 78. Me apasionó la historia de ese tipo que, con un hacha prestada, se construía una cabaña en el medio del bosque. Recuerdo que salí a buscar su libro Walden —una especie de crónica sobre la soledad, entre otras cosas— y que me costó bastante conseguirlo. Recorrí Corrientes desde Alem hasta Pueyrredón sin suerte. Insólitamente, encontré un ejemplar cerca de casa, en una librería que quedaba en la esquina de San Martín y Pedro Morán. La tarde que lo compré, caminé por el barrio y sentí que había dado con el testimonio de un modelo de vida que tenía sentido en sí misma y que, además, se lo daba a la mía por el solo hecho de la lectura. Algo parecido me pasó con los diarios de Hudson y con los cuentos de Tolstoi.
Leí Walden a los veinte años, durante una primavera templada. Hubo dos escenas del libro que guardé para siempre. En una, el narrador cuenta que una tarde, mientras cruzaba el bosque rumbo a su casa, se cruzó con una gran ardilla. En ese instante, sintió la tentación de cazarla y comerla cruda, no porque tuviera hambre sino por el salvajismo que la acción representaba. En aquel momento, esta pulsión instintiva me entusiasmó en la misma medida en que me generó rechazo pero, con el tiempo, dándole vueltas al asunto, me pareció que aquella secuencia reflejaba como ninguna otra un vitalismo extremo. Thoreau planteaba que el mejor observador de lo natural era el que participaba en forma directa en la naturaleza, y no el que aprendía cosas de segunda mano y a medias. La segunda escena que seleccionó mi memoria se relaciona con la orientación en los bosques. Thoreau relata que, cuando se quedaba en el pueblo hasta tarde, se sentía feliz en el momento en que se internaba en la oscuridad de la foresta para volver a su cabaña. Y dice que, en las noches de tormenta —el cielo cerrado escondía el norte—tenía dos sistemas para situarse: percibir con los pies la huella que había formado con las caminatas anteriores, o guiarse por algunos árboles en particular a los que reconocía por el tacto. Este último dato me pareció absolutamente revelador. Era eso: organizar un sistema privado de señales que sirviera para orientarse en los senderos cotidianos cuando, por cualquier eventualidad, se alteraran o se volvieran desconocidos. Había algo inconsciente en la elección de los hitos con los que armaba esos mapas personales. De hecho, Thoreau pretendía que su organismo hallara el camino a casa por sí mismo, sin ayuda de la mente ni de indicadores externos; es decir, quería que el cuerpo se moviera con la misma precisión que tiene la mano cuando encuentra la boca. Recuerdo con claridad haber leído esa comparación. También el placer que me provocó acceder a ese concepto.
2.
Hubo una época en la que, todas las mañanas, me tomaba el 34 para ir al Hospital Lagleyze. Era un recorrido corto y confortable: viajaba sentado en unidades nuevas que, por lo general, estaban perfumadas con un desinfectante que me evocaba ideas de armonía y bienestar. El viaje era directo —casi una línea recta por Juan B. Justo— y relajado. No sé por qué razón, pero todos los pasajeros (y el chofer también, que manejaba medio abstraído escuchando la radio) iban de buen humor; en otras palabras, escapábamos de esa atmósfera hostil que pesa sobre los medios públicos de transporte que circulan por la ciudad a la hora pico. Cuando llegábamos a la calle Dr. Luis Beláustegui, yo me paraba frente a la puerta de atrás con el índice listo para apretar el timbre. Indefectiblemente, nos detenía el semáforo. El rojo duraba 53 segundos y, en este tiempo, yo giraba la cabeza levemente hacia arriba porque sabía con lo que me iba a encontrar. La escena era simple: un perro blanco con manchas café con leche apoyado contra el paño de vidrio de una ventana de un segundo piso. Estaba casi siempre acostado con la mirada perdida; excepcionalmente, lo veía erguido, atento a algo difuso en medio del tráfico. Tenía el cuerpo del que nunca se mueve, pero su cara conservaba la gracia de los cachorros. No relacioné nunca su figura con el abatimiento o la resignación; por el contrario, al verlo sentía que el mundo era un sitio consistente y razonable. Ese perro constante, casi estrafalario, retraído en su atalaya, simbolizaba fidelidad y no fijeza, era —como diría el urbanista Tony Gamier— un mojón de permanencia. En otros trayectos, arriba del 102 y del 67, encontré otros hitos para componer mis mapas urbanos. Cerca de la esquina de Balbín y Manuela Pedraza, por ejemplo, vi cómo se deterioraba el frente de un almacén que cerró por duelo (pude ver el cartel que lo anunciaba desde la ventanilla) y que no volvió a abrir nunca más. También fui testigo del proceso de construcción de un edificio en Boedo desde que hicieron el pozo para los cimientos hasta que pusieron las baldosas de entrada. Pero en este caso hay un ingrediente especial, porque cuando vi que estaban haciendo la vereda, me bajé del colectivo y con una ramita grabé mis iniciales en el cemento fresco. Hace un año pasé por la zona y comprobé que la marca todavía está. Son dos rayitas que apenas se distinguen, pero que a mí me sirven como a Thoreau las huellas de sus caminatas o la rugosidad de los árboles. La experiencia, aseguran los lingüistas, es un sustantivo abstracto con dos diptongos, pero además, agrego yo, hace que aprestemos vestigios (que terminan por convertirse en estribos emocionales) en distintos puntos de la ciudad para que podamos orientarnos aún en las noches más oscuras o en los momentos de mayor incertidumbre.