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Viajar con libros

Por Alejandro Zambra

"Es absurdo, es romántico, pero no puedo evitarlo: simplemente me siento más seguro rodeado de esas dos o tres novelas que he leído muchas veces y que siempre tengo cerca. Puedo olvidar mi medicamento favorito o el paño para limpiar los anteojos, pero nunca olvido esas novelas. Pienso que viajar sin ellas sería peligroso". Tomado de No leer (Excursiones).

Por Alejandro Zambra.

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Siempre viajo con libros, incluso si se trata de viajes cortos. Al momento de hacer el equipaje los elijo de forma más bien impulsiva, pero probablemente haya alguna lógica en esas decisiones. Suelo llevar, por ejemplo, dos o tres novelas cuya compañía me resulta necesaria. Es absurdo, es romántico, pero no puedo evitarlo: simplemente me siento más seguro rodeado de esas dos o tres novelas que he leído muchas veces y que siempre tengo cerca. Puedo olvidar mi medicamento favorito o el paño para limpiar los anteojos, pero nunca olvido esas novelas. Pienso que viajar sin ellas sería peligroso.

También llevo algún libro que no he leído nunca, algún mamotreto del que en verdad desconfío, pero también pienso que una vez lanzado a la página ciento y tanto no podré abandonarlo; que faltaré a las citas y a las fiestas, que conoceré apenas algunas plazas y un par de monumentos de tan absorto que estaré en ese libro en el que no creía y que me ha cautivado totalmente. De más está decir que eso nunca sucede, que vuelvo a casa sin haber pasado del primer párrafo, y sin embargo no me arrepiento de haber cargado el mamotreto, porque no leerlo se ha vuelto, también, una sagrada costumbre.

En los viajes suelo llevar libros de amigos, casi siempre manuscritos a espacio simple, en letra chica, que leo o devoro en el avión de ida, atrincherado en mi asiento de turista, bastante incómodo pero cobijado en el asombro que esos libros suelen provocarme. Porque aunque escribo libros siempre me asombra que la gente escriba libros. Es raro imaginar a las personas que uno quiere juntando laboriosamente unas palabras, unas frases, ausentes del mundo por un tiempo tan largo.

Justamente en un avión leí, hace unos meses, un fragmento en que mi amigo Rodrigo Olavarría recuerda un oportuno episodio de la revista Disneylandia: los sobrinos del Pato Donald invitan a un primo –un pavo o un ganso, según Rodrigo– a un paseo, y al llegar al campo descubren que el primo lleva solamente libros en la mochila.

No deberíamos ser como ese pavo o como ese ganso del que habla Rodrigo Olavarría. No deberíamos viajar con libros, porque ocupan el sitio de un segundo par de zapatos y en todo viaje hay un momento en que echamos enormemente de menos un segundo par de zapatos. No deberíamos viajar con libros, además, porque en los viajes siempre acabamos llenándonos de más libros. Sospecho que para eso es la segunda cama. Al principio no lo entendemos: llegamos a esos hoteles pequeños y oscuros y al entrar a la habitación pensamos que en lugar de dos camas estrechas podría habernos tocado una sola cama más espaciosa. Pero luego comprendemos que la segunda cama es para poner ahí los libros nuevos que vamos sumando.

No creo que haya otro país donde los libros sean tan caros como lo son en Chile, por lo que cada viaje, lo quiera o no, en algún momento se convierte en un inquietante paseo por las librerías. El escritor peruano Julio Ramón Ribeyro resume de esta manera esa clase de paseos: “Por lo general salgo sin comprar porque de inmediato, ante la vista de los libros, mi deseo de posesión se dispersa no sobre varios libros posibles sino sobre todos los libros existentes. Y si por azar compro un libro, salgo sin ningún contento, pues su adquisición significa no un libro más sino muchos libros menos”.

Mi experiencia es distinta pero igualmente culposa. Al comienzo me concentro en los títulos que sería difícil encontrar en Chile o cuyos precios se elevan al doble o al triple en las librerías nacionales. El problema es que son muy pocos los libros que escapan a esos criterios. Termino, entonces, comprando mucho, y sobre todo abrigando la molesta duda de si voy a leerlos realmente. Casi siempre los leo, en todo caso, aunque me demore meses o años.

Están además los libros que nos regalan, por lo general sus propios autores.

Hay quienes regalan sus libros como si se tratara de tarjetas de presentación: aparte del nombre y del correo electrónico nos encontramos de pronto con treinta y tantos poemas o quince cuentos o una novela larguísima, de lo que surge una extraña impresión de abundancia o de exceso: acabamos de conocer a alguien y ya tenemos una generosa puerta de entrada a sus obsesiones, a sus deseos, a sus temores. Hay quienes regalan sus obras esperando que uno corresponda con un libro propio, lo que es sin duda embarazoso, y también están los que no regalan nada pero de alguna forma insinúan que les quedan ejemplares y que podrían vendernos uno a un precio módico. Pero mis preferidos son esos personajes pudorosos que se niegan a darnos sus libros, pues parecen empeñados en que nadie nunca los lea. Recuerdo con cariño a un autor peruano al que le pregunté cómo podía conseguir libros suyos y me dijo que ni lo intentara, porque eran pésimos, pero me regaló, en cambio, publicaciones de otros poetas que le parecían buenos.

 

2

Estoy en México, en el último tramo de un viaje largo. Un viaje con libros, por supuesto. Al preparar la maleta cometí los errores de siempre, pero a última hora, de forma bastante razonable, decidí aligerar considerablemente el equipaje. Quité, incluso, el mamotreto, y al final me vine sólo con esos dos o tres libros sin los cuales, como dije, me parece peligroso viajar.

Durante las primeras semanas en el DF volví a ser, como en la adolescencia, un lector prudente que solamente compra lo que se dispone a leer de inmediato. Redescubrí, entonces, el encanto de los estantes semivacíos. Las primeras bibliotecas son, en este sentido, ejemplares: tenemos apenas diez libros, pero los sabemos casi de memoria.

Con el tiempo, sin embargo, perdemos integridad: las repisas van sumando tomos inciertos y con demasiada frecuencia nos dejamos llevar por el coleccionismo, esa enfermedad maravillosa e incurable que nos lleva a atesorar primeras ediciones o rarezas bibliográficas o incluso libros que nos llaman la atención por el diseño, por la tipografía, por el tamaño.

Una variante terrible de esta enfermedad se da cuando compramos libros sabiendo no sólo que no vamos a leerlos sino también que no sabríamos leerlos porque están escritos en lenguas que desconocemos ampliamente. Pero es difícil resistirse a la belleza de una edición de Kawabata en japonés, por ejemplo. Hace ya muchos años una amiga me regaló un ejemplar en alemán de Opiniones de un payaso, la hermosa novela de Heinrich Böll, que entreveré cuidadosamente en un estante donde duerme desde entonces, aunque a veces miro el lomo sólo para reconocer las únicas palabras que entiendo en alemán: Ansichten eines Clowns.

Pero iba a hablar de esos primeros días en México, días en que viví, de nuevo, con pocos libros. Me levantaba temprano, partía a alguna de las buenas librerías de la ciudad, elegía con paciencia una novela y volvía a la pieza ansioso de leerla enseguida, de una sentada. Más temprano que tarde, sin embargo, regresó la dispersión. Desde hace años tengo la costumbre de combinar lecturas, de sumergirme de forma más o menos simultánea en varios libros, en general de naturaleza distinta, como haciéndolos maliciosamente competir entre sí, o como si leer fuera un brebaje misterioso y complejo que se preparara, por ejemplo, con cien páginas matinales del Libro del desasosiego, tres cuentos de Clarice Lispector por la tarde y algunos poemas de César Vallejo antes de dormir.

Ahora, mientras escribo, miro con inquietud los libros en el estante: hay cuatro o cinco que no he leído, dos que abandoné a la mitad y un impecable mamotreto que adquirí en un momento de debilidad y que ni siquiera he abierto. Los demás los leí y me gusta pensar que alguna vez volveré a leerlos. No cometeré la grosería de confesar la cantidad de libros que he juntado en este viaje. Basta decir que son muchos y sinceramente me pregunto cómo haré para llevármelos a casa. A veces me sorprendo buscando un criterio que me permita dejar algunos en México. Pero no quiero. Estoy seguro de que me llevaré toda la lista. No quiero desprenderme de ninguno, pienso, con cálida avaricia. Porque quizás se han vuelto todos necesarios. ¿Debería meterlos al computador, modernizar estos hábitos, volverme astuto y portátil? No se me escapa que esta crónica es vieja, impúdica y muy burguesa. Me impresiona que los lectores puedan moverse con archivos y ya no con libros. Pero no debería impresionarme. Crecí leyendo fotocopias y aunque los ojos me duelen al leer en la pantalla la verdad es que los ojos siempre me duelen. Me parece, en realidad, milagroso que los lectores puedan rebuscar, en internet, carpetas punto zip o punto rar que contienen libros escasos, libros caros, libros que de otro modo no podrían leer. Y todavía me asombra que todos esos libros puedan viajar discretamente en un notebook o en esos dispositivos tan livianos y perfectos. Pero qué le vamos a hacer: yo viajo con libros.

 

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Sin duda para quienes viajamos con libros lo peor es el regreso. Al final ya no hay espacio para los pantalones ni para las camisas: el bolso se ha transformado en una pequeña biblioteca sellada al vacío.

Hace unos días un amigo me contó que solía desprenderse de algunos kilos de ropa para asegurarse de no pasar apuros en el aeropuerto y esta confesión me sorprendió mucho porque yo hago exactamente lo mismo.

Me gusta esta solución, pues la presencia de libros para mí siempre ha estado asociada a la ausencia de ropa. Desde la adolescencia me acostumbré a comprar libros con el dinero que una vez al año me daban para renovar el armario; conseguía algunas prendas de segunda mano como coartada y luego me lanzaba feliz a hurguetear en las librerías, de manera que siempre andaba pésimamente vestido pero felizmente arropado con la mejor literatura.

Diciembre, 2010

 

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