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Una poética del tropiezo

De Arlt a Proust, Matías Moscardi recorre los tropiezos de la literatura universal para pensar en esa danza desprolija con la ley de gravedad.




Por Matías Moscardi.




“Tropecé con una silla… y salí”. Con esta frase termina El juguete rabioso (1926) de Roberto Arlt. Cuando la leí, me agarró una euforia desmedida, tremendas ganas de aplaudir de pie: me parece uno de los mejores finales que leí en mi vida. ¡Qué exagerado! Pero lo digo un poco en serio. Aunque mi vehemencia de lector –como toda vehemencia– me impidió localizar una razón precisa, recuerdo que tuve la impresión de estar ante algo más amplio que la frase: una poética del tropiezo, una forma posible de escribir literatura.

En la novela de Arlt, Silvio Astier nos cuenta su infancia calamitosa y su vida, minada de derrapes y mezquindades. Él mismo es un personaje turbio. Pero esto no alcanza para generar antipatía o rechazo en el lector. A pesar de todas sus bajezas, resulta entrañable. Arlt construye el lugar del lector como se construye una amistad: aceptamos el combo completo de Astier, con su barro y sus flores. Astier es uno de esos personajes a los que todo les sale sistemáticamente mal. Por eso forma parte de los “perdedores hermosos”. Todo le sale mal porque, en lugar de desear que algo salga como salga (es decir: que salga mal), Astier desea con todas sus fuerzas el éxito. Y ese deseo lo fragua todo: es de lo peor. Entonces, lo vemos fracasar de nuevo y mejor, una y otra vez.

La sintaxis de ese final, como pueden ver, resume la vida de Astier y el estilo de Arlt: la oración misma tropieza con los puntos suspensivos como si ni siquiera hubiera esperanzas para pronunciar una frase de corrido. La acción no podría ser directa. Quiero moverme entre X e Y, pero en el medio hay una silla. Nada puede fluir. Solo existe el camino del tropiezo.

A la vez sucede algo increíble: al estar ubicado como última frase de la novela, ese tropiezo –que en principio parece un dato descriptivo, un detalle insignificante– nos obliga a la pregunta: ¿por qué el personaje se tropieza en el final? Y luego a esta otra: ¿Qué significa el tropiezo puesto ahí, como corte de una sesión con Lacan?

La vida entera de Astier cabe en ese tropiezo que interrumpe la frase. El tropiezo es su destino. Pero también, como les decía, es una forma de escribir literatura. Escribir sería tropezar. Hay que lidiar con infinitos obstáculos para escribir (acomodar horarios, hacerse el tiempo entre las obligaciones diarias, despejar unas horas, encontrar el momento, estar de ánimo... y eso solo para empezar). De acuerdo con una poética del tropiezo, escribir solo sería posible de manera inelegante, a los tumbos, llevándonos cosas por delante. Hasta se podrían pensar varios escritores del tropiezo: Proust, Kafka, Beckett…

Vemos que el tropiezo final de Arlt tiene una cualidad esencial: condensa una vida, resume un destino, abrevia una serie infinita de gestos. ¿Cómo se produce este poder de síntesis del tropiezo?

Exactamente un año después de la publicación de El juguete rabioso, aparece, en Francia, El tiempo recobrado (1927), último tomo de la kilométrica obra En busca del tiempo perdido, publicado de manera póstuma.

Acá asistimos a lo que probablemente sea el tropiezo más emblemático de la literatura. La escena es famosa: el narrador, Marcel, camina distraído hacia la casa de los Guermantes y se tropieza con dos baldosas desniveladas. En este caso, se trata de la felicidad de los tropiezos, del tropiezo como big bang, el universo en una cáscara de nuez: porque es en ese instante que el personaje accede a otra de sus epifanías –la más conocida es la magdalena– de la que brota un mundo entero en un segundo.

En ese tropiezo concibe toda la Obra. Sin ese tropiezo no existirían los 7 tomos de la Recherche. ¿No podría leerse el ciclo proustiano como una gran caída en cámara lenta? Potencia del tropiezo: el tropiezo como fuerza expansiva. Hay algo en ese desbalance que proviene del exterior. En Proust es conocido como memoria involuntaria. Pero el tropiezo no activa, en este caso, tanto la reminiscencia como la invención. Se trata de un tropiezo creativo.

¿Qué hay, entonces, en el tropiezo, que parece tan afín al acto literario? Lacan habla del tropiezo numerosas veces a lo largo de sus seminarios. En el Seminario 10 sobre la Angustia, por ejemplo, define al tropiezo como “la pasividad de fallar”. ¿No es hermoso? ¿Quién tiene la culpa de un tropiezo? Por otro lado, el significante y el tropiezo son contemporáneos de la primera infancia: aprendemos a hablar y a caminar a los tumbos, chocándonos objetos y palabras por igual.

El lenguaje mismo conoce el tropiezo: el psicoanálisis lo llama lapsus. Dice Lacan: “Tropiezo, fallo, fisura. En una frase pronunciada, algo da un traspié. Freud está imantado por esos fenómenos, y es ahí donde buscará el inconsciente”. El psicoanálisis aboga por su propia concepción del tropiezo: el tropiezo es nada más y nada menos que el lugar donde se aloja la verdad. Una verdad contingente. La verdad, para el tropiezo, surge de lo que trastabilla.

¡El tropiezo es la victoria del obstáculo! Por eso, la escritura de Kafka también podría leerse desde una poética del tropiezo: la burocracia es el tropiezo transformado en sistema. En sus Diarios, Kafka se tropieza hiperbólicamente en varias oportunidades: “De regreso al parque de atracciones y hacia Max tropiezo por lo menos cinco veces”. O acá: “Al salir tropecé con la pata de un sillón”. O acá: “Oía las pisadas de sus pies a poca distancia delante de mí, pero en aquella completa oscuridad y sin conocer el camino tropecé varias veces e incluso en una ocasión me golpeé dolorosamente la cabeza contra la pared”.

Los personajes de Beckett se la pasan tropezando. En Molloy: “Algunos días yo no avanzaba más de treinta o cuarenta pasos, lo juro. Decir que tropezaba sumido en impenetrables tinieblas, no, no podría. Tropezaba, pero las tinieblas no eran impenetrables”. “A mis espaldas mi hijo tropezaba, se llevaba los troncos por delante. No sabía orientarse en la oscuridad”. Y en Malon Muere: “Pero Sapo se alejaba a los tropezones, (…) tan incierto era su paso”. Quizás el tropiezo nos habla de unos personajes conectados con lo contingente, con lo real; personajes que, de manera constante, chocan con lo incalculable, con lo inesperado, con lo imprevisto. ¡Piedras en el camino!

También conocemos por Chaplin y Buster Keaton la risa de los tropiezos. ¿Por qué es tan gracioso ver a alguien tropezarse? Henry Bergson habla de esto, de la comicidad que genera: “Un hombre que va corriendo por la calle, tropieza y cae; los transeúntes ríen. No se reirían de él, a mi juicio, si pudiesen suponer que le ha dado la humorada de sentarse en el suelo. Se ríen porque se ha sentado contra su voluntad. No es, pues, su brusco cambio de actitud lo que hace reír, sino lo que hay de involuntario en ese cambio, su torpeza”. En el tropiezo, nos transformamos, por un segundo, en las marionetas de un titiritero borracho: nuestros movimientos son forzados y hasta un poco grotescos.

Sin embargo, tropezar es algo muy distinto a caerse. El tropiezo, técnicamente, permite la continuación del andar, del paso. La caída es una interrupción violenta. El tropiezo es sutil: alienta la persistencia, a la vez que escande la linealidad, la entorpece, la desacomoda. La caída es un fundido en negro. El tropiezo es montaje: ¿el cine no trabaja acaso con el tropiezo de las imágenes?

¿Cuál es, en definitiva, la verdad del tropiezo? ¿Quién no ha tropezado alguna vez? ¿Tropezar es humano? ¿Tropiezan los animales? ¿O solo existe el tropiezo porque existe el verbo “tropezar”? ¿No hay un brevísimo aviso de muerte en todo tropiezo (cadáver significa eso: caída)? ¿Los tropiezos son pequeñas muertes, orgasmos de la gravedad? ¿Cómo concluir un breve ensayo sobre los tropiezos sin dar un tropiezo? ¿Se puede tropezar de manera premeditada?

Una vez me tropecé y un amigo que caminaba al lado mío se empezó a descostillar de risa por los movimientos compensatorios que tuve que hacer para evitar caerme. “Parecía que estabas bailando el tango”, me dijo.

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