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Una cuestión de tono

"Me parece bien que haya atisbos de trama, eso sí, pero creo que pasar del atisbo al principio regidor empobrece otros aspectos de la narración, precisamente los aspectos más interesantes", escribe la autora de Derroche en esta nueva columna en la que se pregunta qué es lo que busca en una novela.



Por María Sonia Cristoff.


Muy de vez en cuando pasa: las cosas se desaceleran, algún cambio de planes de último momento deja un hueco, y entonces puedo ponerme a leer esos libros de la pila que voy armando llevada por la más pura curiosidad, los libros desligados de todo tipo de transacción, o de urgencia. Me pasó hace muy poco con las Metamorfosis de Apuleyo, una novela del siglo II a la que había sido redireccionada hace rato ya, cuando leí A contrapelo, de J. K. Huysmans, donde aparece por los cielos, alabada por ser, también como esta última, una novela sin trama ni argumento, o más bien con trama y argumento en tanto elementos secundarios, diluidos.

Más que la pura curiosidad, ahora que lo pienso, me debe haber llevado hasta ahí mi búsqueda de libros aliados en mi batalla subyacente contra todas las narrativas que hacen de la progresión de la trama su eje central, ese rasgo que la novela como forma heredó de la Modernidad y que hoy en día está reforzado por el esquema narrativo a la Netflix, digamos, novelas en las que, sobre todo, importa qué pasa. Las tan mentadas tramas atrapantes. Desde ya que de vez en cuando caigo en sus redes, y caigo feliz, pero en esos momentos en los que reconozco en mí esas ganas de trama, lo que hago es buscar directamente una serie en la plataforma mencionada, que las hay y buenas, afirmo ya al borde de la publicidad gratuita. El tema es que no le pido eso a una novela jamás. Y no es que me lleve a eso una cuestión de principios o alguna otra de esas cuestiones supuestamente elevadas: no se lo pido por aburrimiento. Literal. La sola experiencia de tener entre manos una de esas novelas en las que lo central es la progresión de la trama -me topo con ellas por algunas peripecias de la vida profesional, como dar clínicas o clases o ser jurado en premios- me mata de sueño, me expulsa. Me parece bien que haya atisbos de trama, eso sí, pero creo que pasar del atisbo al principio regidor empobrece otros aspectos de la narración, precisamente los aspectos más interesantes.

¿Qué es, entonces, lo que buscás en una novela?, le haría decir en este punto a su madre la narradora de El vestido blanco, de Nathalie Léger, un libro que para mí reúne mucho de lo mejor que hoy le pido a una narración, porque está claro que, si bien en esta columna empecé mencionando, mejor dicho empecé conversando con una novela del siglo II y con otra del XIX, estoy hablando de los tiempos que corren, estoy hablando de qué hacemos, de qué esperamos cuando escribimos hoy, cuando leemos hoy. En una novela busco todo lo demás, le contesto yo acá a esa madre, que es también en el libro de Léger el personaje encargado de hacer las preguntas más directas y acuciantes acerca de la práctica literaria, preguntas que van al grano sin remilgos, y todo lo demás, sigo, es lo se ensambla en el tono, agrego, un aspecto de la escritura que, tal vez por la proximidad significante con el universo de la música, suele pensarse como ligado únicamente a la música del texto, al tipo de respiración que lo habita, a la prosa, al léxico, a las cuestiones más directamente ligadas al lenguaje, en fin, y es cierto que así es, muy cierto, tanto como es cierto que no es lo único, que en el tono también se pone en juego, por supuesto que íntimamente ligada con el lenguaje, una cierta predisposición de la voz que narra, como decía Piglia, y en esa predisposición, que puede ser irónica o crítica o zumbona o combativa o lúdica o retrógada o violenta, y así sucesivamente, las opciones siguen, se incluye una mirada sobre las cosas del mundo, una serie de hipótesis que la novela hace acerca de las cosas del mundo. Y creo que en el tono, además, se pone en juego algo del orden del misterio de la escritura, de la magia, de lo inasible, de lo que no termina de explicarse, ese punto ciego en el cual la literatura desarma todas las razones, todas las lógicas de notas al pie. Ah, diría la madre de NL, perfecto, pero no termino de entenderte.

En definitiva busco, voy de nuevo, esta vez en modo síntesis, que lo que me atrape de una novela no sea la trama sino el tono. Y, como no tengo esa capacidad de hacer silencio después de haber hecho una síntesis que tienen los maestros zen, agrego que para entender a qué voy tal vez sea bueno revisar la concepción de la novela de la que habla Ursula Le Guin en La teoría de la bolsa de la ficción, ese texto en el que batalla contra esas narraciones enfocadas en un Héroe central que, munido de elementos punzantes, debe atravesar un conflicto enraizado en una trama fuerte y luego debe resolverlo, por supuesto que con el único propósito de volver a quedar él en una situación de poder, y propone pensar la novela, en cambio, como una bolsa en la que se guardan cosas que se van superponiendo y entrelazando de formas diversas en algo que se lee como un proceso continuo, no como la llegada a un éxtasis o a una resolución. “Mi bolsa llena de comienzos sin fin, de iniciaciones, de pérdidas, de transformaciones y traducciones, muchos más trucos que conflictos, muchos menos triunfos que trampas y delirios”, dice Le Guin en ese ensayo magnífico que también puede leerse como un cuento o como un manifiesto.

En la estela de esa oposición que ella arma entre resolución de conflicto versus proceso continuo propongo entender entonces la oposición entre trama y tono de la que vengo hablando: el foco puesto en el tono -al escribir, al leer- como una forma de abandonar la obsesión por la trama, por el conflicto, por lo-que-pasará-luego, como una forma de abrir los sentidos -entendiendo a la inteligencia como uno de ellos- a todas esas otras dimensiones cruciales de la escritura que detallé antes, el ritmo de una prosa, el hallazgo de una frase, las hipótesis subyacentes, el misterio, la magia.

 

 

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