Un mito del futuro próximo de la poesía argentina
Por Matías Moscardi
Miércoles 14 de agosto de 2019
"De Manfredi no se sabe absolutamente nada", explica Matías Moscardi al reseñar su libro premiado Claque-D, la araña. Manfredi no fue a recibir el premio aquella vez y nunca pudieron comunicarse directamente con él. "Nadie conoce a nadie que lo conozca", escribe. "Rubén Manfredi tiene todas las características de un personaje apócrifo, heterónimo de algún trasnochado insomne".
Por Matías Moscardi.
una calavera me saca la lengua
y me dice: -si supieras lo que yo sé-
Así empieza Claque-D, la araña, el único libro publicado de Rubén Manfredi, un libro extrañísimo que por varias razones podría transformarse, tranquilamente, en un mito del futuro próximo de la poesía argentina. En 1996, Claque-D. obtuvo el 2° premio en el Primer Concurso de Poesía Felipe Aldana, con un jurador integrado por Daniel García Helder, Jorge Isaías y Nicolás Rosa. Según la información de la solapa, Manfredi nació en 1963 –es decir que ahora debe tener 56; escribió el libro a los 33–, en un pueblo con un nombre indicativo de la excentricidad general del caso: Chañar Ladeado, localidad del departamento de Caseros, en la provincia de Santa Fe. Si este dato no estuviera disponible en Wikipedia, podríamos sospechar que Chañar Ladeado es un pueblo fantasma, como la Comala de Pedro Páramo. De Manfredi no se sabe absolutamente nada. Hace unos días, hablé por teléfono con Daniel García Helder con la intención de reconstruir un poco las circunstancias del concurso. Me contó que Manfredi no fue a recibir el premio, que ni siquiera saben si alguna vez le llegó el libro impreso, que nunca pudieron comunicarse directamente con él, que nadie conoce a nadie que lo conozca. Si escriben en Google su nombre aparece de todo, menos un poeta: contadores públicos, ingenieros, asesores fiscales, gestores empresariales, padres de empresarios, servicios de impermeabilización, personal de la subsecretaría de Bosques e Incendios de la provincia de Chubut, gente que baila tango, dueños de comercios que fueron robados más de tres veces, cuentas de twitter que parecen bots y futbolistas ilustres. Por otra parte, la información reunida en el artículo de Wikipedia sobre Chañar Ladeado posee una única referencia bibliográfica: un libro –que se consigue por MercadoLibre– de Carlos Manfredi llamado Chañar para la historia. 100 años de Chañar Ladeado (1891-1991), editado por la Comuna de Chañar Ladeado. En definitiva, y aunque constatamos que existe realmente, Rubén Manfredi tiene todas las características de un personaje apócrifo, heterónimo de algún trasnochado insomne.
Lo cierto es que su figura autoral ni siquiera podría pensarse en la línea de escritores que, de un día para el otro, deciden esfumarse de la faz de la tierra y volverse mitos: desde Artaud hasta Rulfo; de Salinger a Pynchon; ni siquiera Salvador Benesdra iguala una imagen de autor tan vacía de datos y referencias. «Jamás sabrás quién soy ni qué soy porque no tengo historia personal. Poco a poco tienes que crear una niebla a tu alrededor», le dice Don Juan a Carlos Castaneda, otro mito de autor, en Viaje a Ixtlán (1972). Manfredi parece la práctica encarnada, absoluta y perfecta, de este consejo.
Como sea, se trata de un libro –podríamos decir– investigable: no arma serie, corpus, obra, nada; libro cuyo contexto de producción parece ser el más hermético de los solipsismos, desconectado de la realidad literaria y a la vez hiperconectado simbólicamente a la poesía de la época –la poesía de los noventa– dado que podríamos ponerlo en diálogo con Punctum (1996), de Martín Gambarotta, con el que comparte el mismo año de publicación, e incluso con 40 watt (1993), de Oscar Taborda, con el que comparte una proximidad geográfica. Quizás por esa razón no hay nada, ni un solo párrafo, escrito sobre este libro. No sabemos si Manfredi leyó a Roberto Santoro, pero lo cierto es que muchas imágenes de Claque-D –imágenes surrealistas de la realidad social, del cine y de los medios de la época– se asemejan a las en Uno más uno humanidad (1972): monjes tibetanos que levitan, extraterrestres que nos invaden, miles de policías que salen a la calle, un comerciante de la época de Camus, Sartre y Cortázar que corre entre las tumbas, el personaje de Killing que una ráfaga de su automática deja un dominó de muertos y el mismísimo Philip K. Dick repitiendo: introyectas, extroyectas, introyectas, extroyectas.
Como si cierto registro político de la poesía argentina de los setenta –en Claque-D. aparecen el anarquismo, Malcom X, el muro de Berlín, policías y generales–, se fusionara con referencias que, si bien no son estrictamente de los noventa, empiezan aparecer casi como marca de época en la poesía de aquellos años: el walkman, el rock de los setenta y los ochenta, Pink Floyd, Led Zeppelin, AcDc, Creedence; los comics de Lucky Luke y Killing; la Seven-Up y los vasos de las tortugas ninja, todo mezclado con referencias al cine, entre las cuales encontramos, por momentos, una estética de road movie, escenas trastocadas de Apocalypse Now (1980), una mención del mítico actor pornográfico John Holmes, también aparece Jon Voight –padre de Angelina Jolie– en una pantalla de televisión y, en general, se percibe una atmósfera que remite al modo en que David Lynch sabe filmar sueños y pesadillas.
El título del libro constituye, además de una rareza, otro verdadero miesterio: ¿qué es Claque-D, la araña? ¿Por qué se llama así? Parece una especie de voz superyoica, una cruza bizarra entre Pepe Grillo de Pinocho (1883), la cabeza de jabalí que le habla al personaje de Simon en El señor de las moscas (1954), de William Golding, y la cabeza del juglar que le dicta versos a Leónidas Lamborghini en El solicitante descolocado (1971). Por supuesto, las asociaciones intertextuales no dejan de ser forzadas, dislates personales que la perplejidad genética del texto, a su manera, produce. A pesar de cualquier coordenada que permite encontrar la escala en la que se encuentra afinada la voz, lo cierto es que «Claque-D.» sigue sonando extraño, por el fuerte grado inmotivado del significante. Sin embargo, la palabra «claque» agrega un dato hermenéutico que no sé si aclara u oscurece más el texto: importada del francés, significa «bofetada». Claque es el nombre que recibían el grupo de personas a quienes se les pagaba para aplaudir en los espectáculos teatrales, que luego mutaran en los reidores de las sitcoms, las comedias de situación al estilo Friends. Sin embargo, esta figura habla de una condición más general: todos hemos ejercido, alguna vez, la misma pantomima. Aplaudimos cuando alguien termina de dar un discurso, la tripulación de un avión aplaude cuando el avión llega a destino, aplaudimos un buen chiste, aplaudimos a los actores al final de una obra de teatro, a veces, en el cine, cuando la película es muy buena, aplaudimos cuando termina una canción en un recital, aplaudimos cuando no anda el timbre, aplaudimos como arenga, para dar ánimos, aplaudimos para protestar y para celebrar, aplaudimos cuando un poema termina. Pero en Claque-D. el sonido de los aplausos no está representado por la onomatopeya convencional «plap, plap, plap». Por el contrario, los aplausos, en el libro de Manfredi, hacen «clac, clac, clac»: es el sonido de los huesos de los muertos, «la melodía infernal», una especie de aplauso declinatorio, postrero, del más allá.
Esa araña, de nombre «Claque-D.», la araña que dice lo que está bien y lo que está mal, la araña que señala tus cartas, es la araña que teje el texto-trampa donde quedan apresadas las voces del poema, pero también parece ser un personaje colectivo, los otros, los familiares, los muertos de la familia, sus murmullos y cuchicheos, sus opiniones, sus dictámenes post-mortem, la aprobación y desaprobación de los actos; el aplauso sarcástico, coreografiado y regulado, de la farsa mundial a la que el texto y su autor decidieron, por motu propio, no hacerle el juego.
uno de mis tíos abuelos,
hijo de Lamarck
enterrador de Darwin
que tiene un perno por corazón
me dice -si nosotros hubiéramos
sabido que esto iba a terminar
así- y pienso -este tipo
se va a largar a llorar-
espero que no, ruego que no;
si un perno se larga a llorar
me bajo; aunque es cierto
uno llora por lo que no
sabe que va pasar,
si no uno se prepararía
si no sería como en TV
alguien cuenta un chiste
y otros se ríen
Manfredi que se rehúsa a escribir poesía como si se tratara del guión de una comedia trillada: alguien escribe un poema y los reidores se ríen, aplauden. Lo que quiero decir es que el estilo singular de Manfredi no se deduce, bajo ningún aspecto, del índice de autores citados: Camus, Sartre, Cortázar, Hemingway, Bram Stocker, Mary Shelley, Stephen King, Philip Dick, Darwin y Freud. Puede entenderse, en cambio, que Gambarotta escriba Punctum, Seudo y Relapso+Angola habiendo leído a Louis Zukofsky y a Carl Rakosi. Pero ¿cómo hizo Manfredi para sacar, de Chañar Ladeado, Drácula y Frankenstein, un poema como este, de avanzada para la época? Esto implica, literalmente, un grado de desterritorialización altísimo: una revelación contra la claque literaria, contra las convenciones del aplauso acatadas por los modelos del canon, un gesto declaradamente antirromántico y en contra de cierta idea simbolista de la poesía. Leemos:
en los días de bruma
[los gusanos de seda]
se adormecen, decaen y son
presa fácil de Claque-D., la araña
que les cambia seda por telaraña
para sus registros,
así, los gusanos se envuelven
en un claustro que no les es natural;
el vuelo de las mariposas
que no tardan en nacer
provoca una reflexión fea,
sin fisuras;
según los naturalistas
son imagos; insectos perfectos;
el comercio que se establece
entre la araña y los gusanos es,
por lo menos, sospechoso
si pensamos que amarillo
es el color del oro y amarillo
también es el tiempo en que
los gusanos se adormecen;
si lo que acabo de decir es cierto,
en los días de bruma
es mejor no conectar los cables
a la máquina de escribir;
es cierto que la niebla tiene
un sí sé qué romántico y es
motivo de las más conmovedoras
inspiraciones, pero, de ahí al papel
hay un camino, y en días así,
me parece que lo mejor
es no transitarlo,
por si las moscas;
Una última rareza. En el libro de Manfredi aparece varias veces una palabra que nunca había escuchado en mi vida: la palabra «servo», que designa un tipo de motor con dos características: la capacidad de ser comandado –podemos acelerar un motor común hasta que alcance la velocidad deseada pero no podemos darle la orden de ir a esa velocidad– y la capacidad de cambiar de posición –los motores comunes se mueven en un solo sentido. Leemos: «Sisean los servos», «sus servos chispean», «los servos se descomprimen» y hasta aparece la expresión «Servoesquizo» ¿Habrá leído a Deleuze? Lo cierto es que hay algo maquínico en la voz de Manfredi, en el sentido de un poema hecho fundamentalmente de cortes de flujo y reensambles, desconexiones y reconexiones multidireccionales de voces familiares e imágenes oníricas, chispeos intermitentes de la mente y la televisión. Quizás, por eso, el libro ni siquiera habilita una frase hecha sin parodiarla o trastocarla, sin virar su dirección –«un no sé qué» aparece como «un sí sé qué»– así como el texto no concluye con un punto, sino con un punto y coma: la puntuación tampoco se negocia. Sería mejor, incluso, decir que el poema no termina ahí, queda en punto muerto con la llave puesta: listo para volver a arrancar.