Un legado feminista
Libros chiquitos y Chicas en tiempos supendidos
Martes 12 de octubre de 2021
"Me gusta pensar que en los dos últimos libros de Tamara Kamenzsain anida su último y fundamental legado": las palabras de Florencia Garramuño en el homenaje de la Feria de de Editores.
Por Florencia Garramuño. Foto gentileza Ampersand.
Me gusta pensar que en los dos últimos libros de Tamara Kamenzsain anida su último y fundamental legado. Ese legado es una teoría feminista de la literatura desplegada entre Libros chiquitos y Chicas en tiempos suspendidos. Estos libros vienen a sumarse a gestos que en su escritura anterior ya anunciaban una deconstrucción minuciosa del patriarcalismo de esa institución que es la literatura y que Tamara atacó de diversas maneras. Tamara se guiaba por ese “manifiesto” que citó tantas veces en sus libros y en sus conversaciones, Literatura y vida, de Gilles Deleuze. La literatura para Tamara no era institución; era vida. Esa fuerza vital anudada a la literatura es también uno de los legados deleuzianos que Tamara radicalizó.
En estos últimos dos libros, ambos publicados en pandemia, quiero reencontrar a la Tamara militante, caminando lado a lado de las chicas – las pibas – en las marchas por el aborto, debajo de la lluvia y del frío, en las marchas del 8 de marzo, participando de las vigilias, despotricando contra los senadores que no acompañaban la votación a favor del aborto, furiosa con los discursos que insistían en el lado oscuro del aborto para olvidar su fuerza de liberación.
Quiero desplegar de Libros chiquitos y Chicas en tiempos suspendidos una teoría del pañuelo verde, y recordar cómo Tamara inyectaba deseo y alegría en todo lo que se le cruzaba. Siempre más joven que los más jóvenes, su vitalidad nos incitaba a correr riesgos, y a lanzarnos hacia lo intempestivo.
Tamara fue elaborando esa teoría del pañuelo verde a lo largo de lecturas, escritos, marchas, conversaciones, whatsapps, audios y clases. Y esa teoría se anuda entre dos categorías o palabras: vates y chicas; y se despliega en esos dos últimos libros que, pienso, deben ser leídos en tándem.
Los vates, nos dice Tamara, son “los que instalan sus dominios en un terreno inamovible. Desde ese cuartel no solo se creen a sí mismos poetas, sino que además se ocupan de cuidar la quintita con ahínco”.
En el comienzo del capítulo “¿Se escucha?”, explicita:
“En 1980, cuando todavía faltaba un año para que Néstor Perlongher escribiera su célebre poema-libro, sentada en las gradas de un anfiteatro mexicano que da al volcán Popocatepetl, escuché en vivo al dream team de poetas conformado por Octavo Paz, Jorge Luis Borges, Allen Ginsberg y João Cabral de Melo Neto. Por entonces, yo ya estaba queriendo encontrarme con una voz capaz de resistirse al efecto vate y eso es lo que fui a buscar. Como buen cacique local, Octavio Paz leyó poemas inéditos de Árbol adentro, un libro más bien silencioso, impostándoles sin embargo algo de ese tono épico un tanto altisonante que lo había catapultado a la fama con Piedra de sol, su primer libro. Borges, en el rol del escritor ciego y memorioso que ya era su marca registrada, emocionó a la hinchada argentina – por esos años nada escasa – recitando en clave tartamuda sus célebres milongas. Allen Ginsberg, por su parte, en etapa posbeatnik – afeitado, pelo corto, saco y corbata-, había agregado a su show un pequeño acordeón para acompañarse en esa nueva onda hinduista que nos dejó un poco perplejos a algunos fans, que esperábamos una cuota de estribillo adrenalínico del poeta de “Aullido”. Sobre el final entró un señor bajito, vistiendo traje gris de oficinista, y se paró incómodo delante del micrófono. Sacó un rollo de papel del bolsillo y empezó a leer casi para sus adentros. Los poemas no brillaban y él tampoco. Eran piezas opacas y perfectas de una ingeniería que para mí fue la revelación de lo que había que hacer para extirpar el virus de la grandilocuencia. Yo era una joven que estaba buscando nuevos gurúes – confieso que por esa época todavía no me llamaba la atención que el dream team fuera todo masculino – y Cabral de Melo, en ese contexto, me hizo acordar al oscuro escribiente Bartleby, que insiste con el inefable “preferiría no hacerlo.” (Kamenszain 2020, 25-26)
Aquí, Cabral se opone a Neruda con sus “operaciones de vatismo” y a Octavio Paz. Más tarde en el libro, a Cabral se le juntará el antivate por excelencia, Nicanor Parra. Pero a los antivates ya en Libros chiquitos se le juntan las “chicas” o “moças”, que escriben “novelitas” y que serán retomadas en Chicas en tiempos suspendidos, y continuadas, en ese libro, por las poetisas, esa palabra que en un loop radical Tamara recupera en su último libro.
Entre los antivates y las chicas, en Libros chiquitos se va armando una teoría de la literatura para los libros que se niegan a escuchar la voz de los vates, que pueden ser breves o largos, pero que más allá de su longitud, son inmunes al virus de la grandilocuencia. Son libros que hablan la lengua de lo cotidiano, se escriben con otres, en lenguaje inclusivo, y arrojan la literatura, aun en tiempos de pandemia, a la intempestiva alegría de la vida. Lo que define un libro chiquito no es su extensión, sino, podríamos decir, su levedad. Son libros que rozan la ficción, que no se deciden por un género, que se anudan a una experiencia cuya intensidad aparece sin pretensiones: es lo que hay, y con eso, con lo que hay, se escribe, sin buscar ninguna obra magna o elaborar pretensiones literarias de pertenencia a una institución que huele, demasiado, a patriarcado. Los libros chiquitos desterritorializan una discursividad hegemónica y masculina para reemplazarla por una ética de radical desposesión. Esa ética es feminista.
Porque se trata de textos que al haber abandonado la preocupación por el sujeto o sujeta – su identidad, sus experiencias, sus afectos y agencia – de forma exclusiva para entrelazarlos con otres en una constante salida de sí han logrado ocuparse de aquello que está más allá del sujeto: sus zonas oscuras y desconocidas, pero también los mundos diversos que se entrecruzan en ese vector de singularidad que significa un yo despedazado. Habría que ver en esos “cuerpos aliados”, como los llamó Judith Butler, otra forma feminista de la asamblea.
Como en esos cuerpos en las calles que encontraron en las marchas feministas su escenario de desafiliación patriarcal, como en esa marea verde que arrasó con los lugares fijos y preestablecidos del orden patriarcal y logró – solo después de una lucha larga y difícil – que el aborto sea ley en Argentina – y que por suerte, Tamara llegó a ver y celebrar – estos libros chiquitos encuentran formas de colectividad nuevas e inspiradoras.
Al final de Libros chiquitos, al hablar de su trabajo en las “clínicas de obra” que inventó en Buenos Aires para reemplazar la práctica del taller literario, Tamara definía su trabajo: de la siguiente manera:
“¡Hay que poder atajar esa papa caliente que es el deseo del otro y ayudarlo a no soltarla.”
Esta teoría feminista de la literatura de Tamara lleva a su mejor expresión ese trabajo literario: porque los libros chiquitos son esos libros movidos por el deseo, como en el lema feminista que nos convocó durante estos años, “nos mueve el deseo”.
Uno de los últimos whatsapps que recibí de ella, el 5 de julio de 2021, dice precisamente: “¡Viva el deseo!” Me quedo con ese legado, y con ese legado, con el calor de su vitalidad. Si es verdad que Tamara ya había hablado de la muerte, lo cierto es que, en estos libros, a pesar del miedo que acecha en el último, solo habla, una y otra vez, de vida. Eso nos acompaña y nos incita a seguir su legado.
Quiero terminar con sus palabras. Las repito: “¡Viva el deseo!”