Un ensayo de Thomas de Quincey, autor predilecto de Borges
"El suicidio"
Jueves 10 de febrero de 2022
Una pieza del primero de los escritores malditos (1785-1859), tomado de Judas y otros ensayos sobre lo divino y lo humano (Ediciones Jus).
Por Thomas de Quincey. Traducción de Juan Manuel Salmerón Arjona.
Buena prueba de lo mal que la mayoría de la gente lee es que se ha creído que el Biathanatos de Donne defiende el suicidio, y aquellos que reverencian a este escritor se han sentido en el deber de disculparlo alegando que escribió el libro antes de entrar en la Iglesia.46 Pero el propósito de Donne al escribir ese tratado era piadoso. Muchos autores han acusado a los mártires de la Iglesia cristiana de suicidarse, según el principio de que, si me cruzo en el camino de un toro furioso sabiendo que me matará, puede acusárseme de cometer un acto de autodestrucción tanto como si me arrojara a un río. Algunos casuistas han extendido este principio incluso al caso de Jesucristo, como hacen un autor moderno que el lector puede encontrar citado y condenado en el libro de Kant Religion innerhalb der Grenzen der blossen Vernunft [La religión dentro de los límites de la mera razón], y otro muy anterior (tan anterior que se remonta al siglo XIII, creo) mencionado en un libro más vulgar: los comentarios de Voltaire sobre el pequeño tratado de Beccaria Dei delitti e delle pene [De los delitos y las penas].47 Estas afirmaciones tenían por resultado una de estas dos cosas: o desacralizaban a quienes fundaron y nutrieron la Iglesia cristiana o sacralizaban el suicidio. Para rebatirlos escribió Donne su libro y, como toda la argumentación de sus adversarios descansa en una definición falsa del suicidio (no explícitamente declarada, pero sí asumida), se propuso aclarar aquello que es esencial para que un acto pueda considerarse un suicidio. El solo hecho de matar a un hombre no constituye un asesinato: prima facie [a primera vista], pues, hay un supuesto según el cual que un hombre se mate puede no ser siempre un crimen. Una cosa es un simple homicidio y otra distinta un asesinato; del mismo modo, simplemente matarse sería una cosa y asesinarse otra muy distinta. Esta distinción ex analogia [por analogía] puede tener fundamento, pero ¿lo tiene, en efecto? Donne afirma que sí y, mediante el examen de varios casos famosos de martirio voluntario, intenta demostrar que actos tan motivados y tan circunstanciados no corresponden a la noción de suicidio propiamente dicho.
"Una cosa es un simple homicidio y otra distinta un asesinato; del mismo modo, simplemente matarse sería una cosa y asesinarse otra muy distinta".
Pero ¿no podría esto alentar el suicidio en general, sin discriminación de sus especies? No: los argumentos de Donne no se refieren ni se aplican a casos prospectivos; son puramente retrospectivos. Las circunstancias necesarias para que se produzca un acto de simple homicidio de sí se dan pocas veces y sólo en situaciones de desorden social o durante las grandes revoluciones de la historia, pero cuando cuncurren no sería lícito hablar de suicidio. De hecho, esto es lo que todos pensamos de manera práctica y natural. Aunque no estemos de acuerdo en los casos particulares en los que la destrucción de sí está justificada, todos sentimos e involuntariamente reconocemos (lo hacemos implícitamente con nuestra admiración, aunque no lo hagamos explícitamente con nuestras palabras y principios) que hay casos en que esa destrucción de sí está justificada. No hay hombre que en su corazón no admire a una mujer que prefiere morir a perder la honra, y si no decimos que es su deber actuar así es porque el moralista que hay en nosotros debe ser indulgente con la debilidad y flaqueza de la naturaleza humana: las naturalezas viles e innobles no deben juzgarse con el mismo criterio que las nobles. En lo que respecta al sexo masculino, el castigo físico es lo que resulta más degradante y, si la distinción de Donne puede aplicarse a algún caso, será sin duda el del hombre que prefiere morir antes que sufrir esa ignominia. Hoy en día, sin embargo, sólo hay una idea vaga y muy restringida, incluso entre hombres ilustrados (como puede verse en los debates del parlamento), del daño que se inflige a la naturaleza humana cuando se aprueban legalmente estos actos de brutalidad; así, la mayoría de quienes huyen de la ley suelen hacerlo tan sólo para escapar de la deshonra personal. Usualmente, cuando se cuestiona el castigo físico se tiene en cuenta solamente al que lo sufre; y sabe Dios que eso basta para que esos actos merezcan todo nuestro repudio. Pero el argumento de más peso es la tremenda indignidad que se comete contra nuestra naturaleza común en la persona de aquel al que ese castigo corporal se inflige. Su naturaleza es nuestra naturaleza, y suponiendo que esa persona esté tan degradada que sea insensible a cualquier otra influencia que no sea la que se dirige a la parte más animal de su naturaleza, aun así, por nuestro bien (¡no!, no simplemente por nosotros o por el género humano existente ahora mismo, sino por el bien de la naturaleza humana, que trasciende a todos los que ahora participan de ella) debemos recordar que el mal del castigo físico no debe medirse por el pobre criminal transitorio cuyo recuerdo y delito desaparecerán muy pronto, hasta el punto de reducirse a nada. El daño que se le puede ocasionar y el que él mismo puede hacer tienen una existencia tan efímera que podemos desdeñarlos; el daño perdurable es el que se inflige al más supremo de los intereses del hombre, a saber: su propia naturaleza, cuya elevación y dignificación es, estoy convencido, el primero y el más sagrado mandato que la conciencia impone al moralista filosófico.48 Estoy seguro de que el dolor que siente el viajero al ver a seres humanos haciendo labor de bestias en algunos países,49 si es un dolor sabio, no se dirigirá principalmente al pobre individuo degradado (probablemente hasta tal punto que ni será consciente de su propia degradación), sino a la vergüenza de ver la naturaleza de ese hombre en ese miserable estado de abyección, y lo que es peor, a manos de otro como él.
Pues bien, cuando esta perspectiva sobre el castigo físico se generalice (como ocurrirá inevitablemente con el progreso de la civilización), podrá aplicarse el principio de Donne, y entonces será nuestro deber morir antes que permitir que nuestra propia naturaleza sea deshonrada de ese modo. Pero hasta que no seamos completamente conscientes de lo que esto supone, la deshonra será tan sólo un asunto personal. En general, puede decirse que, cuando un interés supremo de la naturaleza humana está en juego, un suicidio que defienda ese interés es homicidio de sí, y que, si es por interés personal, es un asesinato de sí. Y en esto puede resolverse el principio de Donne.
Hay dudas sobre la posibilidad de que los animales se suiciden. Para mí, es obvio que ni lo hacen ni pueden hacerlo. Hace unos años, sin embargo, apareció en los periódicos el caso de un viejo carnero que se suicidó (eso se dijo) en presencia de numerosos testigos. No disponiendo de pistolas ni de navajas de afeitar, el animal, tras correr un trecho para tomar impulso, saltó por un precipicio y pereció en la caída. Al parecer, el motivo de ese «irreflexivo acto», como lo llamó la prensa, fue simple tedium vitæ, pero yo dudo del rigor de la información. Y no mucho después ocurrió otro caso en Westmoreland que me confirmó en mis dudas. Un fino potro de raza, que no podía tener motivo alguno para acabar con su vida, a no ser lo mucho que costaba entonces la avena, fue hallado una mañana muerto en su cuadra. El caso daba realmente que pensar, pues el animal yacía al pie de una pared de piedra cuya parte alta había roto con la cabeza; el muro le había devuelto el cumplido fracturándole el cráneo. Se afirmó, por tanto, que, a falta de estanques en los que ahogarse, etcétera, se había golpeado deliberadamente la cabeza contra la pared: ésta, en un principio, parecía la única solución, y así el animal fue considerado felo de se [delincuente de sí: suicida]. Pero a los dos o tres días se supo la verdad. La cuadra se hallaba en la ladera de un monte y un pastor que había presenciado la escena desde la cima contó lo que había sucedido realmente, para rehabilitación del animal. El día había sido muy ventoso y el joven equino, excitado y evidentemente ajeno tanto a la cuestión del grano como a la cuestión del oro,50 había empezado a correr de un lado para otro hasta que, descendiendo velozmente, fue incapaz de frenar y acabó chocando como un ariete contra la pared.
"Hay dudas sobre la posibilidad de que los animales se suiciden. Para mí, es obvio que ni lo hacen ni pueden hacerlo".
De los suicidios humanos, el más conmovedor del que tengo noticia es uno que encontré en un libro alemán, de éste hablaré en otra ocasión. Pero el más tranquilo y deliberado es el siguiente. Según se dice ocurrió en Keswick, Cumberland, aunque confieso que no he tenido ocasión de verificarlo cuando he ido allí.
Un joven con gran inclinación al estudio, el cual, al parecer, vivía cerca de Penrith, deseaba entrar en la Iglesia o iniciar cualquier otro género de vida que le permitiera disfrutar de un razonable tiempo de ocio literario. Su familia, sin embargo, pensaba que en su situación tendría más posibilidades de triunfar si se dedicaba al comercio, de modo que hicieron lo necesario para que entrara de aprendiz en una tienda del lugar. Al joven esto le pareció una indignidad que no estaba dispuesto a sufrir. Y así, cuando comprobó que era inútil oponerse a la decisión de sus padres, se dirigió a pie a Keswick, una región montañosa a unas dieciséis millas de distancia, y luego de mirar alrededor escogió el monte Lattrig, una estribación del monte Skiddaw, ascendió a lo alto tranquilamente, amontonó tierra a manera de almohada, se tumbó boca arriba y en aquella postura lo hallaron cadáver, con la apariencia de haber muerto plácidamente.
46. Donne (nacido en 1573) no se ordenó sacerdote hasta 1616, cuando tenía cuarenta y tres años, habiendo llevado hasta entonces una vida secular dedicada al estudio del derecho y al ejercicio de la poesía y la literatura y siendo uno de los ingenios más famosos de Londres. (M.)
47. El autor moderno citado por Kant es Karl Friedrich Bahrdt; Voltaire, sin embargo, no menciona en sus comentario a ningún autor del siglo XIII que pudiera identificarse con lo dicho por De Quincey. (N. del t.)
48. A propósito de esto, tanto más me sorprende el innoble argumento de esos políticos que, en la Casa de los Comunes, han afirmado que tal y tal clase de hombres de esta nación no son sensibles a ninguna influencia superior. Suponiendo que hubiera cierta verdad en ello (lo que implica infamar no sólo a esta nación, sino al ser humano en general), es deber de los legisladores no perpetuar con sus instituciones el mal que encuentran, sino asumir y poco a poco crear un espíritu mejor.
49. Impresionantes ejemplos de esta degradación (no lo olvidemos) se daban en Francia hasta hace tan sólo treinta años [esto es, hacia 1793 (M.)], como en ningún otro país, ni siquiera en aquellos en los que la esclavitud es tolerada. Un testigo ocular, que luego publicó el caso, me contó que en Francia, antes de la revolución, vio repetidas veces a una mujer uncida a un arado con un asno, y que el brutal labriego los azotaba a una y a otro indistintamente. Los ingleses a los que he referido el caso como ejemplo del falso refinamiento francés me han contestado siempre: «No me lo creo», dando por sentado que aquello me lo había contado un inglés con prejuicios. Pero ¿quién me lo contó? Un francés, Simond, que, aunque ahora es ciudadano estadounidense por adopción, sigue siendo francés con el corazón y con los prejuicios.
50. En la época, los aranceles de los cereales y el patrón oro eran motivo de debate. (N. del t.)