Tute: "Es muy fácil estropear una buena idea agregándole palabras"
Y su nuevo libro, Diario de un hijo
Miércoles 24 de abril de 2019
"Mi viejo fue muy sabio. Por dos motivos. Primero, porque me dejó acercarme artísticamente a él. Y segundo, y más importante, porque me permitió alejarme": el nuevo libro del joven humorista argentino aborda el duelo por la muerte de su padre, Caloi, y también el recorrido de búsqueda de su propia identidad creativa.
Por Valeria Tentoni. Foto de Alejandra López.
Juan Matías Loiseau, más conocido como Tute, nació en Buenos Aires en 1974. En 1999 comenzó a publicar un cuadro de humor en La Nación y una página en su revista dominical. En 2008 comenzo a publicar la tira Batu en el mismo diario. Su primer libro salió en 2007, y antes había publicado algunos libros de poemas. "Cuando el humor gráfico está en manos de un poeta, se produce un deslizamiento de la perceptiva, un cierto terremoto", escribió Alejandro Dolina en el prólogo de Tute de bolsillo, hace algunos años. "Tute es sin dudas un poeta".
Mucho de aquello insiste en aparecer ahora, que acaba de lanzar Diario de un hijo (Sudamericana). El libro es, entre muchas otras cosas, un diario de duelo a partir del fallecimiento de su padre, nada más y nada menos que el entrañable Caloi, hacedor de uno de los íconos más representativos de la cultura argentina: Clemente. Pero Diario de un hijo también es el diario de un artista que se reconoce a sí mismo y se diferencia amorosamente de su padre.
Tus libros están en España, Francia, Brasil, México, y acabás de publicar este que ahora empapela los carteles de publicidad del subte. ¿El niño que quería ser ilustrador mirando a su padre soñaba con esto?
De muy chiquito, mi sueño era publicar en alguno de los dos diarios de mayor circulación, obviamente por la influencia de mi viejo, que publicaba en Clarín. Con muy pocos años yo golpeaba las puertas de ese diario y de La Nación. Y mi sueño también era publicar en Ediciones de la flor: era la editorial de los humoristas gráficos, donde estaba mi viejo y estaban Quino, Fontanarrosa... Estaban todos. Saqué un libro con Ediciones de la flor, muy iniciático, en el año 94; yo tenía veinte años, y era una publicación en conjunto con otros dibujantes que se llamó Nuevos humoristas argentinos, con Marito, El Ruso y Dani The O. Salió ese libro y nada más, y casi diez años después saqué mi primer libro solo, ya con un estilo bien definido, despegado de la influencia de mi viejo. Y desde ahí hasta acá vengo sacando uno o dos libros por año.
En uno de ellos hay un prólogo en el que Dolina te acusa de poeta, y en una solapa contás que escrbiste algunos libros de poesía. ¿Cómo fue eso?
Sí, son libros que tuvieron la circulación que suelen tener los libros de poesía, que no es mucha.
¿Pero seguís escribiendo poesía?
No, fue en ese momento en el que estaba muy apasionado con la escritura de poesía y saqué tres libros. Era muy jovencito, el primer libro de poesía lo escribí a los diecisiete y lo saqué a los dieciocho. El último es el que está mejor y tiene algunas cosas lindas, pero las cosas lindas de ese libro las transformé o en páginas de humor o en canciones. Lo que me gustaba de ese libro quedó reciclado en otro tipo de cosas.
¿Y tomás esa acusación de Dolina?
La sensación que tengo es la de que conozco la poesía, es una herramienta que sé usar, que se ajusta bien a mi mano, digamos, pero de ahí a considerarme un poeta me parece que hay un largo camino. Conozco la herramienta y la uso en todo lo que hago, en cualquier cosa que haga me interesa que esté vibrando esa cuerda.
¿Y la música? Componés canciones, ¿en guitarra?
No, las compongo tarareando, porque no soy músico, no toco ningún instrumento. Rasgo un poquito la guitarra, pero nada más. A ese tarareo después lo convierto en una letra, tengo una melodía y así armo las canciones.
¿De qué se trató Canciones dibujadas?
Fue un proyecto audiovisual con la UNTREF, que presenté en diciembre del año pasado en el teatro Margarita Xirgu, que consiste en un disco, un vinilo de diez canciones que a su vez incluyen diez videoclips. Cada canción tiene su videoclip dibujado; algunos por mí, otros por dibujantes invitados. Son diez canciones con letra y música mías, y como no me animé a cantar ninguna invité a cantantes. Convoqué desde a Víctor Heredia hasta a Ricardo Mollo, pasando por La Gata Varela, Miss Bolivia, Kevin Johansen; me armé un gran seleccionado argentino de músicos. Tocó la trompeta Gillespie, cantó Inés Estévez, mi propio hermano cantó una de las canciones. Y en la animación invité a Lucas Nine, a Max Aguirre, a mi hermana, que es animadora y trabaja con stop motion. Hizo uno de los clips, el de la canción que hice con Jaime Torres. Lo produjo Juan Blas Caballero.
¿Sentís que fue un poco a la manera hospitalaria de tu papá con Caloi en su tinta, eso de compartir lo que hacen los demás a tu vez?
Bueno, cuando vi el clip de esta canción que hice con Jaime y que grabaron Charo Bogarin y Mollo y que mi hermana ilustró con arcilla animada, me dije: esto sería perfectamente un material que pasaría mi viejo en su programa. Esa es un poco la vocación que siempre existió en mi familia: congregar gente, el encuentro. Una de las cosas formativas para mí y para mis hermanos fue el Tantanakuy, un encuentro musical que organizaban Jaime Torres y Jaime Dávalos en Jujuy y que se iba dando en distintos pueblitos todos los años. La gente del lugar recibía a los visitantes con música y poesía. Yo era muy chiquito e íbamos a ese tipo de cosas. Todo eso pertenece a la arcilla de la que estamos hechos mis hermanos y yo.
¿Empezaste de muy chiquito a dibujar?
Sí, toda la vida dibujé. Mi vieja fue guardando todo. Al primer Clemente lo dibujé cuando tenía un año y medio: un círculo, dos puntos y cuatro rayas. Mis hermanos también; mi hermano tenía mucha facilidad pero dejó de dibujar, Tomás, que se dedicó a la música. Y Aldi siguió dibujando un poco más, en algún momento pasó por la pintura, y ahora se dedica al cine y a la fotografía.
En Diario de un hijo contás que viajaban con Fontanarrosa, por ejemplo, de vacaciones.
Claro. Nuestro mundo era ese. Mi vieja artista plástica, mi viejo humorista gráfico. Mi vieja sigue pintando, es una gran pintora, y ella tenía un taller en Adrogué en el que se dictaban cursos de pintura, alfarería, dibujo, grabado. Nosotros estábamos inscriptos en todos los cursos. Mi vieja fue una gran conservadora de todas las cosas que íbamos produciendo, y de hecho escribió un libro que se llamó Niños que fue una fuente importante para mí para la realización de este libro, porque ahí ella escribió todas las cosas que mis hermanos y yo decíamos desde que empezamos a hablar hasta la adolescencia.
¿Tomaste textuales de ese libro?
Hay cosas que sí. Hay una página, por ejemplo, que viene de una cosa que le dije a mi vieja una noche: que la luna se había metido en mi cuarto. Y yo lo dibujé.
Hay también una escena con tu mamá en la que ella ve en el diario una tira, piensa que es tuya, te felicita y al final era de tu papá. Todo el libro también está atravesado por ese trabajo de diferenciación, y se ve que tu viejo era muy sabio en ese proceso.
Sí, coincido: considero lo mismo, que mi viejo fue muy sabio. Por dos motivos. Uno, porque me dejó acercarme artísticamente a él. Y segundo, y más importante, porque me permitió alejarme. Ese fue un proceso largo de maduración interna, de búsqueda, de una geografía que se iba dibujando, personal. Y en la medida en que fui encontrando esa geografía fui también encontrando la manera de expresarla, personal, alejada de la de mi viejo. Una voz propia. Pero bueno, eso llevó mucho tiempo.
¿Creés que fue con Batu, por ejemplo, o lo identificás en otro momento?
Temporalmente, fue cuando volví a publicar en La Nación revista, en 2005. Yo ya entré con unos dibujos completamente distintos. Pero, como digo, fue un proceso muy largo.
Hay otros maestros. Aparece por ejemplo Quino rechazándote la escritura de un prólogo, y después, finalmente, aceptando.
Con los tres me pasó parecido: con mi viejo, con Fontanarrosa y con Quino. A los tres los admiré desde muy chico, aprendí viéndolos dibujar, leyendo sus libros. En el caso de mi viejo, conociendo todo el proceso: desde cómo empezaba una idea hasta cómo llegaba al original, y hasta lo acompañaba al diario a entregar las tiras y veía todo ese universo también. Pero lo que pasó con el tiempo es que empecé a dibujar y a convertirme, poco a poco, en colega de ellos. Terminé encontrándome con una cosa circular, de alguna manera, en la que terminaron admirando algunas cosas que hacía, que era como un sueño para mí. De hecho, era un sueño que nunca soñé, porque nunca pensé en eso como posibilidad. Mi sueño era que algún día Quino me registrara dentro de su radar como un dibujante. Y con Fontanarrosa era distinto, porque él era íntimo amigo de mi viejo. Era como un tío nuestro. Teníamos mucha confianza. Tanta era la confianza que cuando yo le pedía un prólogo o algo él lo escribía pero sin mirar los dibujos, nunca se interesó. Y al final de todo, cuando yo saqué mi libro en 2006, le pido unas palabras, las escribe, pero nunca me pide los dibujos; las escribie de puro cariño. Cuando sale el libro, se lo doy en la feria y me manda un correo electrónico hermosísimo en el que me dice que había visto mis dibujos y que estaba sorprendido, que tanto le había gustado que estaba abierto en la mesa del comedor para que todos los que fueran a visitarlo lo leyeran. Quino no era un amigo de mi viejo, era un colega, pero había mucho respeto y para mi viejo también Quino era el gran maestro. Y cuando le pedí aquellas palabras para el primer libro me dijo que no. Varios años después me empezó a llamar por teléfono para hacerme observaciones sobre mis tiras, me hablaba de algunas resoluciones gráficas, o del humor, o de alguna idea. Después terminó siendo habitual: todos los domingos me sonaba el celular y era Quino que me iba a comentar algo de la página que había salido en La Nación Revista. Ahí me animé a pedirle de nuevo un prólogo, y esa vez me dijo que iba a ser un placer.
Mafalda, Clemente: esos personajes míticos deben haber sido marcantes, ¿cómo fue para vos encarar a Batu?
Para mí Batu fue como cumplir con un sueño antiguo. Cuando yo era chico, soñaba con tener mi personaje, mi familia de personajes. Ahora, yo estaba seguro de que no iba a ser como en el caso de ellos, conservar un personaje tantos años. Soy más inquieto, me termino aburriendo de una misma cosa durante mucho tiempo. Sí sabía que era una experiencia que quería atravesar, pero después de haberlos dibujado cinco años llamé al diario y les dije que necesitaba hacer otra cosa. Después ya empecé a hacer el cuadro libre, pero me saqué las ganas de hacerlo y ya no lo voy a dibujar más.
Contaste que tu mamá pinta: en tus tiras, jugás mucho con las artes visuales, hay ilustraciones a la Picasso, y sobre todo cuando el tema es el misterio aparecen resoluciones abstractas, cubistas, surrealistas. ¿Cómo lo pensás?
Cada vez que voy a Barcelona, paso por el Museo Picasso y salgo de ahí diciendo ¡hay que romper todo! ¡Hay que empezar de cero todo! Después, claro, uno se encuentra con que para hacer humor gráfico hay otras reglas, y hay algunas que no se pueden romper. Tenés que comunicar una idea, esa idea tiene que ser clara, ingeniosa, mover a la risa o a alguna emoción; cuanto más abstracto te ponés, más difícil de llegar a la gente es. Entonces hay que encontrar ese puntito. Y cuando tengo una idea que me permite hacer una cosa más volada, lo disfruto mucho.
¿Y qué reglas hay? La economía debe ser una, ¿no? Que también es muy propia de la poesía.
Sí, la síntesis es un camino en el que estoy hace mucho tiempo. La economía verbal, la economía en las líneas. Pensar el dibujo como una escena teatral, en la que cada elemento tenga un valor dramatúrgico y si no mejor que no esté. Si no cuenta algo, no narra algo, no te moviliza de alguna manera, mejor que no esté. No tiene sentido, porque distrae o pasa a ser simplemente una cosa decorativa. Es una búsqueda, sí. Lo mismo en los globos: trato de usar la menor cantidad de palabras posible, que haya musicalidad. Muchas veces lo leo para ver cómo suena, y esas son cosas propias de la poesía, también del humor. Cuanto más breve es, el humor más se potencia. Es muy fácil estropear una buena idea agregándole palabras.
Y en ese sentido, ¿qué tipo de humor admirás?
Admiro muchos humores y me gusta además producir distintos tipos de humor: absurdo, negro, blanco, mudo. Es como un abanico, cuantos más colores haya en la paleta mejor. Me gusta también el llamado humor tonto; para mí hay un acierto siempre en ese humor del que decís "¡qué boludo!", pero te reís. Conecta con una parte muy primitiva y es genial. Pienso en Gila, el español, que era tan bueno en ese estilo, que mezclaba el humor tonto con el absurdo, y al mismo tiempo tenía crítica política, social. Era extraordinario y con un dibujo muy sencillo, hasta un poco torpe. Me encanta otro gran humorista español que se llamó Chumy Chúmez, que tenía un humor muy filosófico, muy interesante: pintaba unos pequeños soles negros muy característicos. Y paradojales.
La paradoja y la búsqueda filosófica aparecen en este libro, y en otros también. Aquí al personaje lo visita su inconsciente, pero hay otra tira en la que se recibe la visita del futuro.
Es un poco me parece el objetivo del humor, poner sobre el tapete ese carácter paradojal de la existencia. Me parece que ese es un poco el laburo del humor, de la poesía, de la filosofía, del psicoanálisis. Podemos subir a ese escenario a unas cuantas disciplinas. Se trata de correr algunos velos y ver qué queda ahí, aquello que no queremos que se vea o que nos cuesta reconocer.
En una tira de Batu los personajes miran por la ventana y se preguntan si dios hizo las nubes, los árboles, el cielo. Está ese diálogo con la enormidad, con la enormidad divina. La muerte viene a ser ya en este libro la gran enormidad, ante la que sólo podemos hacer preguntas: ¿dirías que el motor es la pregunta en este libro?
El motor es el deseo, siempre. En todos los órdenes. El deseo de querer responderse cosas, de entender, de querer algo, alguien. Siempre es el deseo. Y detrás del deseo lo que siempre viene es una pregunta. Y ahí aparece el arte jugando a responderlas, a dar respuestas provisorias. Creo que más que la respuesta, lo que le importa al arte es la pregunta. Lo contrario sería el dogma, lo que viene con la respuesta.
En la primera página de Diario de un hijo hay un puntito, como si arrancase desde el cero, de la nada, desde la intemperie. ¿Cómo te animaste a hacer este libro?
A mí me gusta pensar en el humor como en un espacio tan amplio en el que puede caber cualquier cosa. Por ejemplo, dibujar una sensación, un estado de ánimo. Dibujar el silencio; cosas así, que pueden parecer abstractas, y sin embargo se puede dibujar. Y ese libro empieza con un estado: aquél en el que me encontraba a partir de la muerte de mi viejo. Lo grafiqué de esa manera: como un punto flotando en la nada. Y a partir de ahí, volver a dibujarse. Volver a encontrar esa geografía identitaria, ese deseo.
¿Y por qué un huevo por todos lados? ¿Qué simboliza? ¿El origen?
Es un símbolo que decidí poner sin entenderlo. Por supuesto sabía que se trataba del nacimiento, pero recién después de haber terminado el libro lo entendí también como el nacimiento de una muerte. De una nueva vida, pero también de una muerte. Un renacer, en suma. Algo de eso hay. Por eso aparece el huevo sometido a todos los elementos: a la tierra, al agua, al fuego, al aire. Atravesando todas las instancias. Y termina en la contratapa con el cascarón roto y el tipito volando, que podría ser mi viejo que pasa a otro plano.
Leonora Carrington también tiene en sus obras huevos, o Marosa di Giorgio en sus libros. Es un elemento muy misterioso.
Dalí también. Yo me acuerdo de cuando fui a la casa de Dalí, descubrir el huevo ese gigante que tiene arriba del techo de tejas. Me quedé maravillado. Es en su casa de Cadaqués. Y en su otra casa tiene también un huevo en cada vértice de la muralla que la rodea. Y eso me impactó.
Lo notable es que hayas admitido la persistencia de un elemento que no terminabas de entender durante todo el trabajo del libro, ¿no?
Muchas veces me pasa eso. Es como darle una confianza al inconsciente, de que te va a dejar en algún lugar interesante. Así es también un poco como laburo las páginas dominicales; arranco y voy viendo qué encuentro en el camino, haciendo libre asociación de ideas. Por ahí me aparece un símbolo y sé que por algo apareció, que debe tener un sentido aunque se me escape en ese momento.
Hay también escenas de vuelo, y no sólo en estas tiras. ¿Qué significan?
No sé, tendría que pensarlo. Por un lado, un sueño infantil: volar. Pero más poéticamente ahí lo que propone el inconsciente es un vuelo por su vida, por su biografía, hacer un repaso de su vida y de las esquinas importantes a lo largo de la vida. Y de hecho el inconsciente lo propone como un vuelo terapéutico, pero el otro empieza a distraerse y él le llama la atención, le dice que no se disperse.
¿Sentís que al dibujar es un poco así, que te podés ir por las ramas? ¿O a esta altura ya estás siempre en control?
Hay muchas veces en que pierdo el control, y me gusta eso. Me parece que es interesante. De hecho lo hago jugar muy a favor de lo que quiero contar, de la llegada que quiero que tenga. El accidente es parte del proceso.
El libro recupera muchos dibujos viejos tuyos, cosas de tu papá, cartas. ¿Trabajaste con archivo? ¿Cómo fuiste seleccionando?
Mi vieja tenía algunas cosas, pero también me reencontré con el archivo de mi viejo donde están algunas de las cartas que están incluidas, como las del negro Fontanarrosa. O dibujos que dejaba mi viejo para nosotros. Dibujos míos de la infancia que mi vieja guardó. También fue un trabajo de archivo.
¿Con el archivo de tu papá se hizo o hará alguna muestra?
Todavía no, pero sí, algo se va a hacer.
En el libro se cuentan los años que pasaste viviendo solo con tu viejo, ¿cómo era dibujar así?
Cuando mis viejos se separan, yo me mudé con mi viejo al poco tiempo. Entonces estábamos solos, los dos, y esa fue una etapa muy nutritiva. Estábamos todo el día juntos y nos pasábamos libros, y él me mostraba sus dibujos y yo ya estaba empezando a publicar. Era un ida y vuelta constante. Nuestras mesas estaban a tres metros de distancia. Teníamos gustos parecidos, como el tango. Bueno, por eso también costó tanto separarse, porque todo era muy seductor y teníamos muchas coincidencias; de la poesía, de la música, del dibujo, de la comida. Fue una etapa de mucho disfrute.
Un duelo es un proceso muy privado, y ahora está ahí, en ese libro. ¿Cómo esperás que se reciba?
Es muy lindo ver lo que le pasa a la gente con los dibujos, en general, no sólo con este libro. Te das cuenta de que un dibujo no es un dibujo, nada más, sino tantos como interpretaciones tenga. Y entonces pasa lo mismo con este libro: es un duelo, es mi duelo, pero es el duelo de un montón. No paro de recibir mensajes de personas que perdieron a su papá o a su mamá y encuentran en este libro un espejo interesante. Entonces ya deja de ser mi duelo tan personal.