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Truman Capote y su látigo

El niño terrible de las letras estadounidenses

Se sabe que (sobre todo los escritores) saltan desesperados sobre cualquier texto que hable del oficio, de los intestinos de la profesión, con la esperanza de que otros la pasen tan mal como ellos, de sentirse acompañados en su soledad.

Por Luciano Lamberti.

 

Al hombre casado le gusta leer, cada tanto, el prólogo que escribió Truman Capote para Música para camaleones. Un poco porque le gusta leer y releer cualquier cosa que haya salido de la mente de Capote, el terrible niño de las letras estadounidenses. Un poco porque habla de escribir, también, del oficio de escribir, y se sabe que (sobre todo los escritores) saltan desesperados sobre cualquier texto que hable del oficio, de los intestinos de la profesión, con la esperanza de que otros la pasen tan mal como ellos, de sentirse acompañados en su soledad. Cuando lo publicó, en 1980, Capote estaba en el cenit de su carrera. En 1966 había publicado A sangre fría, el libro de no ficción que inventó un género, logrando la popularidad y la aceptación masiva. El libro lo dejó tan agotado a su vez que dudaba poder escribir de nuevo. En el medio escribió esa serie de chismes que adornan su novela autobiográfica Plegarias atendidas. Su vida se había transformado en la de una estrella. Salía en programas de televisión. Tomaba y se drogaba en exceso.

Música para camaleones es su última apuesta “seria” en el ámbito de lo literario. Siguiendo en la línea de A sangre fría, Capote vuelve a trabajar en este libro en una zona intermedia, entre la crónica, la ficción y la autobiografía que después serían retomadas por autores de la talla de Emmanuel Carrère o Javier Cercas. En ese sentido (y en muchos otros) Capote fue un precursor: entendió como nadie que la literatura “pura” en un contrasentido, que la novela (desde El Quijote nada menos) siempre trata de negarse tres veces a sí misma para reinventarse.

El libro es un buen exponente de esa doble vida de Capote. Hay cuentos clásicos (como el aterrador “Una luz en la ventana”), textos que están a medio camino (“Féretros tallados a mano”, una miniatura intensa de A sangre fría) y crónicas inteligentes, divertidas y emocionantes como esa en la que sigue a la mujer que le limpia la casa por su recorrida diaria, fuma porro con ella y son descubiertos por una pareja de judíos adinerados de Nueva York, o la otra donde Marilyn Monroe llega de incógnito a un funeral en una iglesia y tienen una conversación despampanante. Música para camaleones es un libro heterogéneo, y su prólogo no hace sino tocar otra de las notas: la de una especie de evaluación de su carrera artística.

El hombre casado lee siempre el mismo párrafo, esa maravilla que dice: “Luego, un día, empecé a escribir, sin saber que me había encadenado, de por vida, a un amo noble pero despiadado. Cuando Dios nos ofrece un don, al mismo tiempo nos entrega un látigo, y éste sólo tiene por finalidad la autoflagelación”.Cada vez que lo lee, el hombre casado se queda pensando en la frase. En un principio, cuando la leyó, y después, cuando la vio citada en Todo sobre mi madre, de Almodóvar, la frase le pareció cristalina. Pero con el paso del tiempo se volvió más oscura, como si, al crecer, en vez de aprender algo, evolucionar, “progresar” en el sentido mercantil de la palabra, el hombre casado estuviera retrocediendo, incluso a nivel biológico, hasta ser un homo erectus o peor: un pececito de aletargadas branquias.

¿A qué latigo hace referencia Capote en la frase? Látigos, ejemplos de látigos (el hombre casado lo sabe, a un nivel mucho más modesto, latinoamericano y de arrabal que Capote, por supuesto) abundan en la vida literaria de cualquiera, que puede ser más o menos exitosa, más o menos talentosa, pero es vida al fin.

Hay un látigo que nos lleva a los escritores a escribir, o tratar de hacerlo, todos los días, porque de eso depende nuestra existencia, piensa el hombre casado, generalizando asquerosamente como siempre. Nuestro ego, nuestra corporalidad, incluso, piensa. Y piensa que cuando no escribe el escritor empieza a desaparecer, como la mano de Michael Fox en Volver al futuro.

Hay un látigo para la exigencia, que siempre tiene la vara alta, de acuerdo a las posibilidades de cada, piensa el hombre casado. Tratar de hacer lo mejor. Y un látigo complementario porque lo mejor nunca nos sale, porque siempre faltan días, semanas, años, para alcanzar la cumbre que uno imaginó.

Hay una látigo para la diferencia entre la imagen mental de una novela o un cuento y esa novela o ese cuento terminados, cómodamente entre dos tapas. Un látigo para las altas montañas que habíamos divisado y que en la práctica son más bien montañitas de arena con las que juega un chico al borde del mar.

Hay un látigo para la soledad y el esfuerzo que requiere todo esto y que nunca, nunca, nunca son debidamente recompensados. Hay un látigo para el dolor en las cervicales y uno para los problemas en la vista. Un látigo para la procrastinación y otro para las opciones en el momento de escribir, que son siempre tantas. Hay un látigo para el ego de un escritor, descomunal como debe ser, y otro para leer a sus contemporáneos, con sus pifies y sus hermosos hallazgos que nos dejan de cama. Hay un látigo para las malas críticas y otro para la consideración de que, al fin, lo que vale es el placer de haberlo hecho. Nada más.

Todo esto piensa el hombre casado mientras toma unos mates y lee el prefacio a Música de camaleones y se autoflagela con una tela livianita, para no dejarse marcas.

 

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