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Transparencia y opacidad

Escrituras académicas

"Todos sabemos qué es un plagio cuando el texto original es público y puede ser consultado. Y todos sabemos, también, que si hay un problema endémico de la profesión académica ése es el plagio". Por Antonio Jiménez Morato.

Por Antonio Jiménez Morato.

 

Posiblemente los lectores, siempre entendidos y siempre atentos, recuerden uno de los últimos grandes cuentos de Jorge Luis Borges. Hablo de “Guayaquil”, incluido en El informe de Broadie. Como es sabido, el cuento reproduce un encuentro entre dos académicos que emula, acaso reinterpreta, otro encuentro histórico y mítico entre los dos grandes libertadores latinoamericanos: Simón Bolívar y José de San Martín. Hay una carta, aparecida en Sulaco, donde Bolívar detalla los detalles de la conversación mantenida con San Martín y uno de los dos historiadores, el autoficcional Borges del cuento que funge de narrador del mismo o Zimmermann, quien visita al narrador, debe ir a copiar dicha epístola que esclarecerá muchos de los interrogantes sobre los procesos independentistas de la región. Sutil, entreverada, la narración aletea sobre las pendencias intelectuales del mundo académico y cómo estas se reflejan en el conocimiento que tenemos de la Historia y por extensión del mundo. Acaso sólo la magia de Borges puede tornar interesante un tema tan árido como en de los enfrentamientos de los entornos universitarios. Me permitirán los lectores, por ello, que les remita a dicho cuento para encontrar cierto solaz sobre el tema. Yo, me temo, seré un poco más aburrido.

Porque es precisamente sobre dicho hábitat, el del disciplinamiento del conocimiento, que tratarán estas líneas. En concreto sobre el anacrónico modo en que siguen funcionando los mecanismos de circulación del conocimiento. Me van a permitir que explique, de modo apresurado, cómo funciona la difusión de las investigaciones universitarias. Un investigador, cualquiera que sea la materia en la que enfoca su trabajo, debe realizar un artículo, los denominados papers en el mundo anglosajón, que ha terminado por esterilizar el conocimiento e imponer el inglés como lengua franca a la que se deben adaptar las mentes de todo el planeta, que ha de ser publicado en una revista científica para obtener el reconocimiento necesario dentro de su campo de conocimiento. Dichos artículos se envían a estas publicaciones, administradas casi siempre por académicos menos descollantes del ramo, para ser evaluados. El proceso, que se pretende lo más objetivo posible, funciona, con leves cambios, del siguiente modo: un responsable de la revista, normalmente el editor pero puede ser uno de los doctorandos a su cargo, realiza una primera lectura del texto, y evalúa si el texto merece o no ser enviado a unos evaluadores externos para que estos aprueben o no su publicación. En el caso de que el mencionado responsable lo envíe, estos evaluadores, normalmente dos (aunque todos sabemos que rara vez son dos), lo reciben de forma anónima, sin conocer el nombre del postulante, y realizan un informe que el postulante recibirá también como anónimo. Dichos informes suelen resolverse en una aprobación, en un rechazo o en una aprobación sujeta a modificaciones. Como resulta obvio, el postulante recibe los comentarios generados por su texto y su veredicto. Jamás sabrá quién leyó su manuscrito, y es muy posible que nunca llegue a verlo publicado sin saber quién decidió que así fuera. Hay otra posibilidad, que es la de ver rechazado su artículo y descubrir, con el paso del tiempo, alguna de las ideas que en él desarrollaba en otro texto ajeno. Como es obvio resulta complicado saber si el firmante de ese texto fue o no quien leyó su artículo, pero la sombra de la duda permanecerá de modo eterno sobre él.

Tampoco hay que pecar de suspicaces. Es más que posible que en la enorme mayoría de los casos el artículo original fuera, sin más, poco interesante o mal desarrollado y los evaluadores hicieran un trabajo eficiente que frenó la hipotética publicación del mismo. Pero aquí está ya la primera cuestión: ¿si se ha hecho un trabajo objetivo y justo, por qué no se ofrece el nombre de los evaluadores? Un perito judicial, o un crítico literario, firma cada texto que pone en circulación. Afronta al hacerlo el cuestionamiento público, sí, pero también es así como cimenta su prestigio. El ámbito académico prefiere, como veremos a lo largo de este texto, la opacidad. Tampoco sería un gran impedimento que una vez realizada la evaluación los árbitros conocieran el nombre del autor del texto. Tiene sentido mantener el anonimato para procurar que el juicio sea imparcial, pero, una vez realizado, ¿qué sentido tiene mantenerlo?

Esto se vuelve una necesidad más perentoria se cabe para evitar un plagio clandestino. Todos sabemos qué es un plagio cuando el texto original es público y puede ser consultado. Y todos sabemos, también, que si hay un problema endémico de la profesión académica ése es el plagio. Octavio Paz lo resumió de un modo tan claro como contundente: si lo copio todo de una persona soy un plagiario, si copio de treinta autores a razón de una cosa por cada uno soy un erudito. Eso no le impidió saquear a Salazar Mallén. Pero ese plagio es de complicada demostración si el texto original no ha salido a la luz. ¿Cómo podría evitarse ese tipo de problemas? Haciendo público el nombre de los evaluadores y autor tras el arbitraje. Si uno de los evaluadores, de modo consciente o no, incluyese esas ideas en un texto el autor inédito, pero autor al fin y al cabo, sólo tendría que señalar que el evaluador leyó eso en un texto suyo, y caería así el peso de una duda razonable sobre el caso.

Pero hay que ir más allá del estricto caso de los plagios o de las autorías intelectuales. El verdadero afectado por todo este proceso es, en sí, el conocimiento. En el entorno académico no es válido que un autor ofrezca sus ideas sin más, exponiéndolas de modo razonado y convincente. Hay todo un aparato crítico, la demagogia que decía uno de los profesores que uno tuvo, que debe ser cuidadosamente respetado y por dónde, en la mayoría de los casos, se produce el rechazo de un texto. Si alguien, por ejemplo, tiene una idea novedosa, va a ser complicado que encuentre citas que sostengan su punto de vista, precisamente porque dicho punto de vista es novedoso, no se ha dado antes, no hay bibliografía al respecto. Se da el caso de que, además, la bibliografía existente sobre un tema no es ni razonada ni convincente, tan sólo existe, pero la academia exige que esos precedentes sean convenientemente revisados y citados en el texto. Se da el caso de que, precisamente, el criterio que siguen los responsables de las publicaciones para buscar a los evaluadores de uno u otro texto es, precisamente, buscar entre los autores de esos textos precedentes. Y ahí surge un nuevo problema: los evaluadores no se encuentran citados y reverenciados de modo conveniente y rechazan el texto. Sucede así en la mayoría de los casos y es, paradójicamente, el modo en que el autor puede intuir quién fue el evaluador: el autor de ese artículo anterior, que en la evaluación se presenta como fundamental para entender el campo de estudio, pero que no aparece citado en el nuevo texto. Prácticamente siempre el autor del artículo busca dicho texto precedente y comprende por qué nadie hablaba de él: es tan inane como podía esperarse. Entre tanto, el artículo nuevo no es puesto en circulación, y el conocimiento se estanca, no fluye. Alguien, ingenuo, podrá objetar que los evaluadores son objetivos y buenos profesionales, y que nunca harían algo así. Desconocen que en el mundo universitario actual el prestigio no se basa en la calidad de los artículos de investigación, que nadie lee (sobre todo en las disciplinas humanísticas) sino en haber sido publicado y citado. Por eso los evaluadores quieren ver sus textos citados en los nuevos textos, tan sencillo como eso. Y, si el texto presenta una teoría novedosa que no ofrece una serie de investigaciones anteriores que puedan ser citadas se resuelve todo con la no publicación del texto.

Para subvertir ese orden de cosas, afortunadamente, han llegado algunos mecanismos que pueden ser interesantes, aunque ya están comenzando a ser fagocitados por el capitalismo y la necesidad de capitalizar el invento. Es, por ejemplo, el caso de webs como academia.edu, donde los autores pueden poner a disposición de la masa lectora sus trabajos, sin necesidad del filtro de las evaluaciones por pares. ¿No es mucho más lógico, a día de hoy, que sean los lectores (investigadores o no) quiénes decidan si un texto es o no interesante? Cuando alguien va a escribir, por ejemplo, sobre el encuentro de Bolívar con San Martín, y hace una búsqueda en el oráculo logarítmico, ¿realmente le interesa que el texto haya sido aprobado por una revista de una universidad ignota del Medio Oeste gringo o que lo haya colgado de modo espontáneo un autor desde Nueva Delhi? Seguramente no, le interesará que el texto sea bueno y que le aporte luz e ideas respecto a su tema de investigación. Además, el anonimato, que alimenta muchos bajos instintos como puede comprobar cualquiera que lea los comentarios a las noticias en las páginas web de cualquier periódico del orbe, está protegiendo, en última instancia, a la incultura. En una sociedad que ha elegido la transparencia como uno de sus pilares, ¿por qué la institución universitaria sigue funcionando por cooptación como las familias mafiosas o el Soviet Supremo?

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