Todo está escrito desde el comienzo
Por Alan Pauls
Jueves 18 de octubre de 2018
"Como pasa con los grandes relatos, lo que importa no es la carnicería sino la morbidez de la carne, el filo, el brillo y la elegancia de los cuchillos y, sobre todo, los matices infinitos que el rojo sangre es capaz de cobrar cuando los ilumina un ojo fotosensible". El texto que presenta Sylvia, novela autobiográfica escrita por Leonard Michaels y publicada por Libros del Asteroide con traducción de Carlos Manzano.
Por Alan Pauls.
En Sylvia no hay suspenso. Apenas empieza el relato, como en las tragedias griegas, la suerte está echada, y está echada aun antes de que se arrojen los dados. Prerrogativas de la ficción autobiográfica: Sylvia es la versión estilizada del primer, catastrófico matrimonio de su autor, Leonard Michaels; el hombre que hacia fines de los años ochenta se decide por fin a escribirla, casi treinta años más viejo que el que la vivió, escritor más que reconocido, sabe demasiado bien que el menú con que termina su relato no incluye perdices sino cuarenta y siete pastillas de Seconal. La forma trágica, sin embargo, es una decisión literaria, no un dictado de las circunstancias. El relato de Michaels no descubre, no devela nada que no esté cifrado ya en la sorda combustión de sus primeras páginas, cuando el narrador, convencido de acudir a una cita inofensiva con una amiga de la universidad, tropieza de golpe con el plus de esa morocha desconocida que acaba de salir de la ducha, o en la eficacia sinóptica de una sola escena, un solo gesto, un solo objeto: el traje de baño del novio italiano de Sylvia, que esta deja colgando del picaporte del lado de afuera de la puerta mientras espera en el sillón, desnuda, que su nueva presa —el incauto narrador— caiga en la trampa. Apenas los dejan solos, antes incluso de intercambiar las primeras palabras, el narrador dice sentir que son «una pareja condenada a una cita sacrificial».
Como pasa con los grandes relatos, lo que importa no es la carnicería sino la morbidez de la carne, el filo, el brillo y la elegancia de los cuchillos y, sobre todo, los matices infinitos que el rojo sangre es capaz de cobrar cuando los ilumina un ojo fotosensible. Todo está escrito desde el comienzo, en Sylvia, de modo que todo puede suceder rápido, muy rápido, como solían suceder las cosas en los buenos viejos tiempos, y sobre todo en la Nueva York que describe Michaels, tan autobiográfica como los hitos cada vez más atroces de su vía crucis sentimental: una ciudad que es pura simultaneidad, suerte de orgía de radicalidad donde el vociferante Lenny Bruce coexiste con las espaldas de Miles Davis, el saxo de Ornette Coleman musicaliza la prédica de Malcolm X y el protoescritor que despierta entre cucarachas y ratas —zoo de cristal de los departamentostugurio donde palpita la bohemia neoyorquina— se pasea una hora más tarde en un Porsche descapotable con Jack Kerouac en el asiento delantero, declamando a voz en cuello las insidias que los críticos escriben sobre él.
Para el narrador y Sylvia —flapper anacrónica, cuyo flequillo Michaels trasplanta, ayudado por el psicoanálisis, de los roaring twenties a los golden sixties— se trata ante todo de avanzar a toda velocidad, quemar etapas. Recién se conocen y ya se han mudado juntos de ciudad, ya se descubren durmiendo bajo el mismo techo. No es de extrañar, pues, que ese primer hogar les dure lo que les llevó elegirlo: una noche, tiempo suficiente para que quien les alquila la pieza sufra en carne propia los efectos del soundtrack pasional (fornicar + pelear), aún indecorosos, al parecer, para los estándares más bien laxos de los años sesenta. Pero la calle en la que los amantes se sorprenden al otro día no es un accidente sino una necesidad, la ley fatal de una relación que ya al mes de nacer se piensa como «desventurada»: la intemperie es el espacio propio del calvario amoroso, no importa si adquiere la forma visible de un dos ambientes en Greenwich Village, un estudio en el SoHo o un piso en Columbia, tres de los puntos cardinales entre los que Michaels hace rebotar sin piedad a sus dos héroes sangrantes.
Claro que no sangran por la misma herida. Sabemos que Sylvia Bloch tiene diecinueve años, que es judía y huérfana y no «guapa pero sí muy inteligente», que nunca tuvo (ni tendrá) un orgasmo, que cursa la carrera de Clásicas solo porque el narrador se lo sugiere, que tiene el primer y último gesto de amor banal con el narrador —una vianda para el tren acompañada de una esquela con las palabras «Te quiero»— cuando acaba de separarse de él, que le gusta tirar y romper cosas, simular, sufrir y hacer sufrir, desproporcionar, amenazar con suicidarse, suicidarse por fin. Pero ¿está loca Sylvia? El lector precavido se lo pregunta bastante antes que el narrador, y con idéntica precocidad comprende también hasta qué punto la pregunta es irrelevante, burguesa, incluso vulgar —tanto como los tapizados tajeados o los cachivaches rotos con que los filisteos confundían las obras maestras de la vanguardia— aplicada a este frenesí que atraviesa en llamas una época que elogia la locura, donde la deformidad no es un accidente indeseado sino un valor (Diane Arbus es uno de los cameos conspicuos del libro de Michaels) y la inestabilidad menos una contrariedad a evitar que una experiencia imperdible, la única verdaderamente digna de ser experimentada.
Sin embargo, fieles a un identikit de mujer-bruja que vetea de un machismo aterrado pero reverencial un buen paño de la mejor literatura contemporánea —del despiadado Philip Roth de The Facts, donde Roth rememora su borrascosa relación con Margaret Martinson, al paternalismo enternecido del Cortázar de Rayuela, con la Maga como musa loca e inocente—, los descalabros de Sylvia son tan culpables del veredicto psicopatológico con que el lector masculino se apura por neutralizarlos como de su propia envergadura de personaje: bigger than life, hilarante y feroz, extraordinario, o en todo caso extraordinariamente más comprador —no importa lo mucho, lo en vano que intentemos ahora devolver eso que hemos comprado— que la sensatez apática y desconcertada del narrador, judío también pero de la rama víctima, siempre sorprendido y perplejo y un poco farsante, siempre apagando incendios ajenos, siempre tironeado entre las bolsas de kreplaj y knishes con que lo carga su madre y los sos coléricos, los reclamos, los ultimátums de Sylvia. Cherchez la femme, sin duda. Pero ¿para qué buscarla si es ella —mujer medusa, monstruo inconformable, motor insomne— la que está todo el tiempo en cámara, presente como una pesadilla, aun cuando el rostro pálido que se desvive por ocupar el cuadro sea el del narrador?
Y sin embargo hay que buscarla. Además de ser un retrato genial de psycho fatale y una de las memoirs de infierno sentimental más espeluznantes que haya dado el fin de siglo pasado, Sylvia es también una fábula de iniciación, la crónica de las primeras escaramuzas de un aprendiz de escritor que, para decirlo suavemente, no da pie con bola. Es un plano del libro que se suele pasar por alto, a tal punto tienden a eclipsarlo el magnetismo bestial de la mujer poseída y la lógica autodestructiva, a la vez redundante y errática, disparatada y monótona, de una gran pasión con destino de escombro. En rigor, la guerra amorosa va en Sylvia de la mano de la literaria. Amar y escribir: ese es el plan inicial del narrador, que el narrador mismo —perfectamente al tanto, sin embargo, del final de catástrofe que lo espera— evoca al principio fingiendo algo del entusiasmo, la fe, la virginidad originales con que lo acometió. Por cándido que sea, el programa llama la atención por lo persistente. A lo largo del libro, el narrador ama tanto como escribe —lo que, dada la clave catástrofe del relato, quiere decir más bien que tropieza, pierde pie, se enfanga y naufraga tanto en el amor como en la escritura. Y aunque las batallas del primero lucen bastante más espectaculares que las de la segunda, es difícil no ver hasta qué punto están conectadas, en qué medida la intensidad crítica del frente amoroso —frenesí, crispación, imprevisibilidad— no es la contracara de los traspiés opacos del literario sino más bien su combustible, su materia prima, incluso su condición de posibilidad.
¿Era así como había que amar para poder escribir, al uso psicopático, vampirizándose hasta la demencia, en los «tristes, apasionantes, extraños» años sesenta? La lección de Sylvia toca la relación radioactiva entre vivir y escribir, pero la cosa no es tan simple. «Nada tenía del todo sentido por sí mismo. Nada era sencillo»: si hay algo del paradigma sesentista a lo que Leonard Michaels sigue fiel en los noventa es esa compulsión a eludir lo directo, cierto goce del sentido obtuso que permitía que pelear fuera la metáfora de follar (y viceversa) y, para un aprendiz de escritor, quizá, que escribir fuera la metáfora de amar (y viceversa). «En el estilo coloquial de aquella época», rememora el narrador, «todo era siempre sobre algo, o, dicho de otro modo, todo era siempre en realidad sobre algo diferente de aquello sobre lo que parecía ser». En ese sentido, lo que el narrador le debe a Sylvia es mucho, muchísimo más que cuatro años de oscura, malsana, procelosa vida sentimental. Le debe en rigor su máquina de escribir: sin duda el artefacto mismo, la Olivetti Lettera 22 que Sylvia le regala (y luego, en uno de sus raptos de furor, le arroja a la cara y estrella contra la pared sin estropearla, al punto tal que es la misma que Michaels dice estar usando en los noventa), pero, de un modo más fundamental, el programa literario que vertebra sus primeros pasos en la escritura.
Nada excepcional: muchos de estos duelos entre mujeres-brujas y hombres-víctimas están animados por deudas esenciales. El varón no ve la hora de librarse del monstruo que lo enloquece, pero sabe que ese monstruo lo es todo para él, y que el martirio no es sino la máscara más superficial (más autoexculpatoria) de una voluntad de avidez, aprendizaje y apropiación que se niega a decir su verdadero nombre. En Sylvia, el narrador se hace escritor gracias a la loca que lo enloquece, no con tra ella. Sus intentos desesperados de tomar distancia, aislarse («¿Ya te vas a tu agujero?»), preservar una autonomía personal son solo el maquillaje que disimula —mal— la tasa de necesidad, casi de adicción, que su deseo literario acusa respecto de esa prodigiosa fábrica de producir signos, situaciones, aventuras, que es la mujer de la que busca alejarse.
El problema es que, como sucedía con los maridos burgueses del siglo xix, la vida literaria del narrador es una vida doble, y está perfectamente tabicada. En una, la vida «oficial», intenta escribir relatos, «ficciones» que —acaso como garantía de pureza— tienen prohibido cualquier contacto con la vida; en otra, la secreta, escribe un diario íntimo, parte de guerra clandestino donde consigna una tras otra, acaso para poder recordarlas, las batallas en que se trenza con su enamorada implacable. Las ficciones son arduas, desconcertadas, poco satisfactorias; anhelan siempre una música abstracta, ideal (la tiranía del jazz, modelo musical hegemónico de la literatura de los años sesenta), a la que nunca terminan de acceder, y se condenan a una decepción incurable. El diario, en cambio, fluye como el agua, entre otras cosas porque es un género obtuso, ensimismado, absorto en el presente, que no se deja distraer ni tentar por trascendencia alguna. Tiene el estilo seco, la sintaxis precisa y el tono de brillante constatación —«No tengo trabajo, no tengo trabajo, no tengo trabajo. No he publicado nada. Estoy casado con una loca»— que harán célebre a su autor.
Michaels tardará años en comprender que los diarios —archivo de su relación psicopática con Sylvia Bloch—, lejos de oponerse a la ficción, eran en realidad su matriz primordial, y que escribir no era romper ni alejarse de la vida, como sostenía su joven precursor, sino descubrir la articulación singular, a la vez obvia y misteriosa, como la tapa de la mesa de trabajo del narrador («Escondía el diario en un espacio justo debajo de la superficie de la mesa en la que escribía los relatos»), que la conectara con ella de manera absoluta. Sylvia, el libro terrible que el lector tiene entre las manos, es la evidencia de que la encontró. Nacido como una expansión del último capítulo de Shuffle (1990), el primer libro de ficción autobiográfica que publicó Michaels, Sylvia es menos una memoir que una glosa descarnada, un ejercicio de relectura comentada, ampliada y hasta exagerada del diario íntimo que Michaels empezó a principios de los años sesenta, que llevaría durante treinta años y que terminaría publicando en 1999, casi a modo de último libro, o de obra maestra, con el título bastante proustiano de Time Out of Mind.