Todas las vidas son interesantes
Por Peter Orner
Martes 14 de julio de 2020
"Nunca creí que escribir fuera catártico. Es trabajo. Adoro hacerlo, pero es trabajo. Sin embargo, sí creo que de vez en cuando necesitamos desahogarnos, de la manera que sea". Leé una de las piezas de la nueva apuesta de Chai Editora, ¿Hay alguien ahí?, del autor estadounidense que por primera vez publica en Argentina y aquí se dedica a Mavis Gallant.
Por Peter Orner. Traducción de Damián Tullio. Foto Pawel Kruk
En este momento, mi padre yace en una cama en un centro de rehabilitación en las afueras de Chicago. Está muy confundido, ni siquiera sabe por qué está ahí. Por momentos parece creer que sigue casado con mi madre. El otro día se quejaba por teléfono de su mal gusto para los muebles. Hoy me dijo que se quedó encerrado en la habitación del hotel y que mi madre se había quedado con la llave.
—Salió a jugar al tenis —me dijo.
—¿Quién está jugando al tenis?
—Tu madre. Salió a jugar dobles con los Berncrandts y ese idiota de Barney Moss.
—¿Mi madre?
—¿Acaso no conoces a tu madre?
Mis padres se divorciaron en 1983.
De repente lo atacan momentos de lucidez y de ira, aterradores por lo breves que son, por lo callado que se torna de pronto, como si supiera lo inútil que es esa ira para él. Esa ira que le dio tanto. Aquí estoy, sentado, a más de tres mil kilómetros de distancia, porque tengo una vida, una familia, un trabajo y una cuenta exorbitante que pagar de la tarjeta de crédito, y me siento liberado y tranquilo con la culpa, mientras leo cuentos sobre otra gente muriendo con la esperanza de poder rescatar algo para mí, algo para él.
Hoy, el cielo sobre Bolinas me recuerda al azul pastel de los ojos de mi padre. Me descubro a mí mismo oyendo los pájaros y el ruido lejano de una motosierra, y eso me hace sentir extrañamente feliz. ¿Qué hay en el ruido de la motosierra para hacerme sentir así?
Esta mañana, horas antes de saber que ella había fallecido, leí un ensayo de Mavis Gallant titulado “Paul Léautaud, 1872-1956”. Se centra en la figura de un escritor oscuro que alguna vez fue reconocido en el círculo literario francés como El Gran Calumniador. En su ensayo, Gallant se propone recuperarlo.
Todas las vidas son interesantes; ninguna vida es más interesante que la otra. Todo depende de cuánto se muestra y de qué manera.
No es una coincidencia que haya estado leyendo a Gallant la mañana de su muerte, porque leo a menudo a Gallant por las mañanas, antes de ponerme a trabajar. Ella pone la vara tan alta que puedo relajarme sabiendo que, sea lo que sea que escriba, nunca podré tener su lucidez. Pienso en todas las mañanas en que la leí mientras ella aún vivía en París, rondando las calles y tomando apuntes que la llevaron a crear una galaxia entera de cuentos. Muerta, viva, ¿qué importa? ¿Puede una sola persona haberles dado vida a tantos personajes eternos? Tenía sus libros y los sigo teniendo. Que sean otros los que griten elogios desde las azoteas. Mavis Gallant es para todos los días. ¿Quizás todas las muertes son poco interesantes porque, en definitiva, todas crean el mismo silencio?
***
Pero estamos hablando de vidas. Todas las vidas son interesantes. Gallant cuenta que Paul Léautaud, por ejemplo, no toleraba ningún tipo de grandilocuencia en la escritura. Detestaba especialmente la palabra “inspiración”. Era un escritor categórico que no tenía dónde caerse muerto, y de alguna manera logró ahuyentar a todas y cada una de las personas que tuvo cerca. Una vez, como rechazo a un premio literario, Léautaud escribió: “Un escritor que acepta un premio cae en la deshonra”. Las editoriales lo despedían. Los editores dejaron de darle trabajo. Los únicos que se quedaron con Léautaud fueron unos pocos lectores fieles.
Aun en sus momentos más mordaces tenía una simplicidad, una ausencia de vanidad que es difícil de encontrar en un escritor. Hablaba sobre la muerte y el amor, sobre autores y actores, sobre París y la poesía, sin cháchara, sin moralizar, sin una pizca de amargura por haber caído en desgracia. Lo sostuvo, sin que lo supiera, el rechazo francés a aceptar la pobreza como un signo de fracaso en un artista.
El rechazo francés a aceptar la pobreza como un signo de fracaso.
¿Hay algo más abrasadoramente antiamericano que esto? Me da ganas de volver a la escuela y estudiar el francés que me negué a aprender en el colegio. Porque un ser humano es una especie de Estado-nación. El ensayo demuestra cuán incisivamente estudiaba Gallant las almas de los otros que, a fin de cuentas, suelen estar tan distantes como un país extranjero. Cuento tras cuento tras cuento Gallant demuele esa distancia y nos permite a los lectores no solo conocer otra gente, sino convertirnos en ellos. Sus heridas se convierten en nuestras heridas.
Si el ensayo de Gallant sobre Léautaud es una mirada radiante sobre un autor real, su cuento “A simple vista” está entre sus mejores cuentos sobre un autor ficcional. Los mejores días de Henri Grippes ya pasaron. Uno de los chistes recurrentes del cuento es que Grippes es tan viejo que ya nadie muere en sus novelas. Si lo hicieran, estaría metiendo el dedo en la llaga.
Nos encontramos con este novelista anciano lagrimeando en su departamento parisino cuando empiezan a sonar las sirenas antibombardeo que suenan cada semana. El sonido le recuerda a una guerra no tan lejana, que a la vez le recuerda su relación con Madame Parfaire, la vecina de arriba con quien no se dirige la palabra hace años. Gallant entendió que lo que hacemos en general los humanos es soñar despiertos. Mientras nos ocupamos de que nuestras vidas vayan en cierta dirección, fantaseamos que vayan en otra. Seis años atrás, Madame Parfaire se abalanzó sobre Grippes y se le ofreció como su compañera de cuarto, como su amiga, como su amante. Grippes la rechazó del modo más cruel posible, parado en el pasillo, fuera de su departamento. El escritor que hay en mí, mientras lee la diatriba disparatada de Grippes en respuesta a Madame Parfaire, se siente intimidado. Es tan implacable que parece milagrosa. Ah, así es cómo uno da un giro en un cuento. Trastorna a alguien y luego da un paso atrás para ver y escuchar. Como ser humano, me gustaría meterme y hacer algo. Henri, pedazo de imbécil indiferente. Madame Parfaire te está ofreciendo el resto de su vida. Ni siquiera te pide que se casen. Al menos ofrécele una taza de café. Mientras sucedía, lo único que pude hacer fue contener la respiración y escuchar el ascensor.
Lo único que sonó, una vez que Grippes dejó de hablarle a Madame Parfaire, fue el nuevo ascensor, chillando y crujiendo como si fuera muy antiguo.
Y aunque lo vemos tan vívidamente, Grippes sigue siendo un misterio para sí mismo. Uno pensaría que trataría de darle algún sentido a su vida en la vejez, con la muerte acechándolo, pero todo se vuelve más confuso. El hecho de ser escritor, alguien quien, teóricamente al menos, se supone tiene alguna capacidad de autorreflexión, no lo ayuda ni un poco. Siempre es así. Los personajes de Gallant pululan frente a esa pregunta que se repite incesante en manuales de escritura creativa: ¿qué es lo que quiere tu personaje? Porque Gallant es honesta sobre un hecho evidente: la mayoría de nosotros, Grippes incluido, no tenemos la menor idea de lo que queremos. Apenas si tratamos de vivir un día más sin caer en el pozo de los recuerdos.
¿Tú sabes lo que quieres? Yo no sé lo que quiero. Depende del cómo, depende del día. En una época en que tantos escritores se vuelcan sobre sí mismos (yo incluido), Gallant nos recuerda que los creadores de ficción deben —si es que quieren crear personajes que perduren— imaginar personas que sean tan inconsistentes, tan estúpidas, tan imprudentes como somos nosotros allá afuera.
En el ensayo destaca que Paul Léautaud había planeado cuáles se- rían sus últimas palabras. Se suponía que fueran: “Me arrepiento de todo”. En su lecho de muerte cambió de parecer y musitó otra cosa: Foutez-moi la paix, que podríamos traducir aproximadamente como: déjenme en paz de una vez.
¿Qué tienen que ver estos dos escritores franceses, uno real, el otro ficcional, con mi padre? Es algo que solo Mavis Gallant podría resolver. Por cuarenta y cinco años, todos los días mi padre se sentó en su despacho en el piso treinta y dos del edificio del American National Bank en la calle North LaSalle y ejerció la consultoría jurídica en seguros. O, como solía decir, “soy un especialista en resbalones y caídas”. Mi padre se jactaba de ser uno de los primeros abogados judíos en representar a la aseguradora State Farm. Solía contar que, antes de su llegada, no permitían que ningún judío se acercara siquiera al campo de golf donde hacían negocios. Amaba ejercer el Derecho, y siempre lo recuerdo con una pierna desparramada sobre la silla gritándole a las secretarias, a otros abogados y hasta a su propio padre.
Cuando mi abuelo de sesenta y nueve años estuvo a punto de caer en bancarrota, sin seguro de pensión, y fue despedido por última vez, mi padre lo acogió en su estudio y aunque lo hizo por amor —tiene que haber sido por eso, tiene que haber habido amor—, tampoco permitió que a mi abuelo se le olvidara que lo había salvado, y usualmente lo sometía a tareas poco importantes, como si fuera un empleado más. ¡Papá! ¡Papá! ¡Café! ¡Rápido!
A la distancia todas las demencias se parecen. Vistas de cerca se vuelven personales. Todo lo que pensabas muerto y enterrado, de alguna manera reaparece, de repente. Ahí lo tienes a mi padre que pregunta silenciosa y desesperadamente: ¿Dónde está tu madre? ¿Qué?
¿Finalmente tiene algo para decirle? Nunca creí que escribir fuera catártico. Es trabajo. Adoro hacerlo, pero es trabajo. Sin embargo, sí creo que de vez en cuando necesitamos desahogarnos, de la manera que sea. Un lector, un desconocido —tú leyendo esto— de alguna manera puede ayudarnos a aliviar el peso de esa carga.
Mavis Gallant, la gran entendedora de almas, está muerta en París. Esa misma mañana, mi padre tiene la vista fija en la televisión sin mirarla realmente. Lo llamo. Le pido que coma, le pido que le haga caso a su fisioterapeuta. A veces está calmado. Otras veces está asustado y entra, de nuevo, en un ataque de pánico. Y aun así sigue siendo un abogado, socio fundador de Orner & Wasserman.
—Eric...
—Peter —respondo.
—Quien sea. Mira, lo diré sin rodeos, sin idioteces, seré la voz de la experiencia: no tengo la menor idea de dónde mierda estoy.
Yo sí sé dónde estoy. Estoy en California escuchando una motosierra.