Testigos del milagro
Una lectura de Los incapaces
Lunes 01 de agosto de 2016
Por Antonio Jiménez Morato.
Hay que desconfiar de los embalajes. No sé cómo, a día de hoy, con toda la experiencia que tenemos como consumidores, seguimos cayendo en las trampas del empaquetado. Por ejemplo, hace unos meses la gente de Entropía sacó, bajo el formato novela, así lo dice en la tapa, una frase larguísima, escrita por Alberto Montero y bajo el título de Los incapaces. No, no estoy de broma, se trata de una frase de 369 páginas en la que una voz narrativa se va retorciendo una y otra vez sobre su pasado familiar, sus obsesiones personales, su voluntad de escribir una novela y su incapacidad de concluirla, y, cómo no, sobre sus referentes estéticos a la hora de lanzarse a la escritura de esos conatos de novela. Pues bien, el asunto no es, como algún malintencionado podría pensar, que las buenas gentes de la editorial Entropía nos quieran dar gato por liebre y nos coloquen como novela una cosa que no lo es. Antes de hacer una afirmación tan osada sería obligatorio preguntarse qué es una novela. Nadie lo sabe. Es por ese espíritu proteico por lo que la novela es siempre un género lozano desde que hace unos cuatro siglos la reinventasen Cervantes y quienquiera que escribiera el Lazarillo. Y precisamente por eso ha habido siempre voces, más o menos reputadas, que anuncian el fin del género, queriendo ponerle puertas al campo o encerrar definitivamente el genio en una lámpara que sólo ellos pueden frotar. O sea, Los incapaces puede ser una novela si no quiere leerla de esa manera, o cualquier otra cosa si uno pretende leerla bajo otro prisma. Lo importante, lo verdaderamente determinante, es que es una frase larguísima en la que uno se sumerge gozosamente y que no puede dejar de transitar hasta llegar a ese punto final, el único que hay en las casi cuatrocientas páginas del texto.
Acaso el gran problema, para algunos, de Los incapaces, su adscripción o no el género novelístico, pase por la narratividad de este torrente verbal. Obviamente hay un lecho narrativo que surge de la misma concepción del lenguaje, sucesivo, y del modo en que este se va vertebrando a medida que cobra existencia. De hecho, el que lea la novela, yo sí la considero novela, lo que pasa es que un tipo de novela muy singular, comprenderá que bajo otra perspectiva que no sea la de la acumulación de hechos que sí se trata de una novela plenamente canónica. Esto es, el texto, este monólogo del terapeuta que conforma el cuerpo de Los incapaces, tiene como núcleo un cambio fundamental. Hasta cierto punto podría decirse que estamos ante una novela de aprendizaje, o de logro. Es la primera novela de su autor. O, usando las categorías de Macedonio, su primera novela buena, la primera terminada, la primera en la que, atentos, sucede algo. El narrador, la voz incontinente que se va construyendo, no la que vamos escuchando o leyendo, sino la que se construye ante nosotros, puede finalmente hablar de sus traumas, de su familia, de la escritura y de sus obsesiones hasta completar una frase, hasta cerrar una idea, un pensamiento, que se vertebra en esa extensísima frase de 369 páginas. Meditación compleja, sí, y ardua, que presenciamos de modo simultáneo con su emisor. Somos, como lectores, testigos privilegiados de una epifanía, posiblemente terapéutica, posiblemente fruto del tratamiento psicológico autoimpuesto por el terapeuta a sí mismo a través de la escritura. Digo testigos porque la novela no consiente, no permite, que haya espectadores, entes pasivos que contemplan lo que sucede en la distancia, sin involucrarse en los hechos, es imposible que alguien comience a deambular por esta frase sinuosa, cambiante, sin pasar a formar parte de los hechos, como sucede con los testigos, que se introducen, muchas veces en contra de su voluntad, en el tejido de los hechos. El narrador de Los incapaces, que no es sólo una voz, sino el escenario mismo de los hechos, parte de sus referentes, explícitos, saqueados y citados hasta el delirio, pues nada hay más cercano a la salmodia reiterativa e insistente de la voz con la que se expresa que la del austriaco Thomas Bernhard, profusamente citado, nombrado, invocado en el libro, en especial su primera gran novela, Trastorno, que funde a la voz de Los incapaces como modelo y cianotipo sobre el que vertebrarse. Podría haberse llamado, también, Trastorno, esta Los incapaces, pero no habría sido la misma novela, ya que si hay algo que Montero va también construyendo a lo largo del texto es su obsesión personal, por su familia, por su tierra, por esa esquina del mundo –¿no vivimos todos esquinados, fatalmente esquinados, inevitablemente esquinados, inexplicablemente complacidos en nuestro esquinamiento cuando decidimos dedicarle tiempo y esfuerzos a escribir y comenzar a poner en duda, tensionar, hacernos preguntas sobre los mecanismos de la escritura?–, que al final le da su tono, su voz, su novela y, lo que es más importante, el destino al que llega cuando toma conciencia de ellos y puede, al fin, escribir un punto con el que cerrar esa anhelante necesidad que lo empujó a escribir.
Porque, y ése es el fin último de la novela, y por eso aparece puesto en evidencia con los síntomas que van emergiendo durante su escritura, es registrar el delirio de la escritura, sus manías –en una computadora o en otra–, sus antojos, que a la postre sea más que una vocación una sumisión de la que no se sale indemne. Todo eso sucede en una frase, en un segundo extendido de 369 páginas, donde al final tiene lugar todo y nada, la hoguera en la que se expían los demonios particulares y también la ceremonia en la que se santifican. Acaso por eso la novela termine por honrar con su título a los que han fracaso, los incapaces de llegar a ese punto final, a lograr escribir, sobreponiéndose al delirio, la transformación, a los que han logrado concluir la terapia en la que se sumergieron tan necesitados de una solución como desconocedores del camino. Un camino que Montero ha, finalmente, encontrado y que sucede frente a los lectores, testigos que pueden dar fe del milagro.