Solo en ausencia de lenguaje podemos contemplarlo todo
Por Mariana Travacio
Jueves 18 de mayo de 2023
La autora de Quebrada presenta Lenguas vivas, el último libro de Luis Sagasti, con una relectura de Marguerite Duras y Pascal Quignard: "Sagasti construye el texto sobre un tiempo acaso circular".
Por Mariana Travacio. Foto de Yanina Catellani.
¿Por dónde comenzar? Mientras leía Lenguas vivas (Eterna Cadencia Editora) me encontraba recordando pasajes enteros del querido Pascal Quignard, o fragmentos de Paul Valéry o de La muerte del joven aviador inglés, ese texto que la querida Marguerite Duras ofrenda a su hermano muerto en la guerra.
Se me venía, por ejemplo, esta frase de Valéry: nada entero sobrevive, exactamente como en el recuerdo que nunca es más que residuo y sólo es preciso cuando es falso. Valéry se refería a las lecturas, pero a mí se me venía a la cabeza cuando pensaba que Lenguas vivas recorre, escudriña, las formas que tenemos del recuerdo, esas intermitencias, la memoria en xibipiio, en estado de umbral: lo que está y al mismo tiempo se nos desvanece cuando queremos precisarlo, asirlo, darle nombre: someterlo a la lengua. Solo en ausencia de lenguaje podemos contemplarlo todo.
Adentro de la lengua, nos vemos sometidos a la diacronía. El lenguaje impone la sucesión, impone el tiempo. Y eso fragmenta, rompe, aleja, hace bordes: establece fronteras, dibuja la distancia: hay un hueco entra una oración y otra, entre una palabra y la que sigue, como entre dos estrellas. De trazar líneas en esa distancia, es decir, en el tiempo, nace el relato. Y, como decía Quignard, no hay relato que no sea un retorno. Un hombre que entra a una caverna paleolítica, aunque sea por primera vez, la reconoce. Sucede que retorna. Así funciona la búsqueda, la escritura, el trazado, en este texto. Buscar es vagar en círculos. Y eso es precisamente lo que hace Sagasti en Lenguas vivas. Construye el texto sobre un tiempo acaso circular.
Como en una constelación que se espirala, así, historia sobre historia, fragmento a fragmento, Sagasti va hilvanando, con la paciencia del orfebre, este texto que viene a hablarnos magistralmente del tiempo y de la memoria; de la vida y la muerte, también, que es como decir, de nosotros en un endeble equilibrio, ese que hacemos justo antes de saltar. Y lo hace magistralmente, decía, porque no solo nos remite a lo anterior, como quería Quignard, sino que la operación del retorno se consuma en la estructura misma del texto.
Hay algo ancestral en su escritura. Pienso en jadis, esa voz francesa que significa antaño. Si la descomponemos en ja-a-dis podemos traducirla como ya-hace-días. Así funciona, también, el comienzo de los cuentos. Había en otro tiempo un hombre. Se trata de una fuente que remite a una fuente que precede. Así opera, en toda su extensión, este texto. Por remisión a lo que precede. Todos somos huellas de antaño que penetramos en el día, dice Quignard. Tan lejos como uno se remonte, hubo un abrazo entre antepasados y esto es precisamente lo que leemos en Lenguas vivas (cito, casi textualmente):
El grupo se aleja y abandona a un hombre muerto.
Por primera vez, alguien llora una ausencia.
El cuerpo ha quedado bajo un árbol y el grupo busca una noche segura.
Antes de llegar al amparo, cuando aún crepita el sol, alguien derrama una lágrima.
Es decir: solo puede haber un hombre cuando hay dos.
Por eso, un hombre que entra a una cueva reconoce la casa. Solo allí, verdaderamente, nos reunimos: en torno al fuego, en ese regreso a los orígenes. Por supuesto, esto siempre ocurre a la hora del crepúsculo, cuando los límites de las cosas se difuminan hasta volverse, otra vez, indiscernibles. Solo allí tienen lugar las historias que van a A a B, las historias que tienen un principio y un final. Es el amor el que se renueva cuando progresa la tarde, escribe Sagasti. Al atardecer, los impresionistas apuran sus pinceles, el faro enciende su luz, el soldado irrumpe a cantar en su trinchera y Wittgenstein no encuentra un Dios a quien orar.
Sí, me gusta pensar que Lenguas vivas es un libro que se lee al crepúsculo, en torno al fuego. Esperamos, en silencio, que nos vengan a narrar. Y Sagasti lo hace desde la mejor literatura. No se cansa, regresa, retoma la idea, la retrabaja, le suma un eslabón y nos vuelve a enfrentar al silencio. Nos quedamos contemplando el crepúsculo, desnudos. Unos ojos perplejos, en estreno, contemplan la tarde, la noche, una estrella, un astronauta que se asoma desde el cielo y se detiene en el Ojo del Sahara, en una aldea, sobre un atardecer. Un fuego se enciende: las cabras ya han pastado y es hora de regresar. Hay que comer. Es de noche cuando las estrellas fraguan la distancia necesaria para guiar a los que aún deben reunirse.
Así se lee este libro: con la mesa tendida, las copas servidas, alrededor de esa fogata. Afuera, nieva. No hay dos copos de nieve iguales. Cuando uno se funde, su diseño se pierde para siempre. Es una belleza que se va sin dejar ningún recuerdo. Hay una única geometría visible como un todo: no es el hexágono del copo de nieve sino el segmento de recta. Lo que empieza y concluye. Contemplar esa recta es contemplar el nacimiento y la muerte de lo que hemos engendrado. La fisiología misma del dolor: comprimir entre un principio y un final la vida creada: el amor de vientre: las entrañas que luchan en vano por lo que de todas formas ha de perderse. Hay cosas a las que uno no se acostumbra ni aun queriendo.
¿Cómo nombrar lo que ya no está? ¿Desde qué combustión pronunciar ese vacío?
El fogonero arroja otra pala de carbón. Observa las llamas de la locomotora. Los seres más inteligentes del universo son unas salamandras que laten en el fuego unas chispas que solo pueden vivir unas décimas de segundo. Esa es la medida, fugaz, de quien comprende las razones de todos los órdenes. Por eso mirar el fuego nos silencia. La impresión es la de alguien que busca respuestas que no se encuentran en el tiempo. Es la mirada de los mil metros: la mirada de Wittgenstein que se retoma al inicio del texto.
Un texto que funciona en el reestreno de un singular universal.
Remite, como habíamos dicho, al había una vez.
Hubo en china una lengua, hubo un hombre demorado, hubo una mujer que oró.
Como decía Deleuze, la literatura no se instala más que descubriendo bajos las aparentes personas la potencia de un impersonal que no es de ninguna manera una generalidad, sino una singularidad en su punto más alto: un hombre, una mujer, una bestia, un vientre, un niño.
Esa fusión oscura, sin voz, sin lenguaje, sin memoria. Es la apuesta previa al juego vocal, deseante, memorizable. Un rostro de otra vez vaga, dice Quignard, en las generaciones de los hombres. Leemos, en Lenguas vivas:
“Hoy quedan más o menos unas siete mil lenguas, de las cuales solo seiscientas tienen más de cien mil hablantes”.
¿Cuántos colores nombran esas lenguas?
Tres: el blanco, el negro, el rojo. A esos colores, la mayoría de las lenguas suele añadirle el azul y el amarillo. Los demás matices, los cincelan las voces. Como ese color asordinado que se ha perdido con el último hablante de una lengua dispersa, un color que se rozaba en un brevísimo registro bisilábico de una lengua gutural que ya no está pero que sabía nombrarlo: era un verde celeste difícil de pronunciar que retenía el color de las hojas quietas, del vientre de un pájaro, de un fulgor en un estanque. Un color lento que alguna vez se pronunció mal y se perdió para siempre. O como esa carta que escribió Monet, en la que decía descubierto el color de la sombra: una clase de violeta que se aloja bajo árboles y puentes. Esto leemos, en Lenguas vivas, y no podemos sino arrodillarnos frente al fuego y agradecerle a Sagasti que haya tenido el buen tino de componer este trabajo, esta suerte de feliz montaje. Para componerlo, se necesita, sin dudas, de una extraña capacidad: un estado de alerta arborescente.
Yo no tengo la menor idea de cómo hace Sagasti para producir sus textos de este modo, pero tengo una íntima convicción. Intuyo que ha escrito este libro para venir a explicarnos que la única manera de contemplar el ocaso es desnudos, de pensamientos; que las estrellas titilan porque al atardecer el color de las cosas se evapora y asciende hacia ellas y que, al amanecer, el sol no tiene la menor idea de la fiesta que se ha celebrado esa noche en el cielo; que si queremos ver formas puras en el alfabeto, formas vaciadas de sentido, volver a la mirada virgen de la infancia, tenemos que cruzar un desierto donde el sol haya borrado todos los caminos; que los faros se están apagando, aunque a veces se enciendan o titilen en un mapa casi extinto; que todavía hay bisontes que viven en las cuevas y que una linterna puede hacerlos bailar; que a veces los soldados cantan en sus trincheras, y que la melancolía no solo existe sino que es tan letal como el gas pimienta; que no se puede recordar todo entero; que escribir es solo la huella de una manada peregrina; que debemos continuar el viaje y mirar más allá de las luces de la cordillera cósmica para seguir de largo en busca de algún paso que nos deje entrar al mar que nos es propio; que lo palpable hay que nombrarlo en todas las lenguas al mismo tiempo; que una cueva -tengámoslo por cierto- es cobijo y consuelo; que en el arca, al final, solo hay silencio y que, de todos modos, hagamos -por favor- el intento de retenernos en una lengua viva.
O acaso lo haya escrito porque cuando en nuestra tribu se nos muere un hijo, o un hermano, y no sabemos ni cómo nombrarnos, necesitamos que venga un escritor y nos regale un libro entero para que reverbere una única palabra que alumbre, aunque sea por un breve instante, a qué sabe esa ausencia.