Sebastián Hacher: "Me obsesionan las posibilidades del lenguaje"
Invitado al Filba Internacional
Viernes 23 de setiembre de 2022
El periodista argentino, invitado a un encuentro de lectura y bordado en el próximo Filba, avanza su próximo libro y dice: "El bordado te centra, es un lugar de silencio. Es un trance, yo creo que alimenta la escritura, pero también la vida".
Por Valeria Tentoni.
Sebastián Hacher es periodista y autor de los libros Gauchito Gil (2008), Sangre salada (2011) y Cómo enterrar a un padre desaparecido (2012). Fue jefe de redacción de Infojus Noticias y editor de Cosecha Roja, y escribió en diversos medios como Revista Anfibia, Brando, Revista THC, Página/12 o Tiempo Argentino, entre otros.
Hipercurioso y explorador por naturaleza, además de periodista, docente y especialista en Experiencia de Usuarios, Hacher es bordador. De hecho, ganó la Beca de Investigación Periodística de Avina y el primer premio en la Bienal de Arte de Cuenca junto con la Cooperativa Sub, además del Fondo Nacional de las Artes y el Fondo Metropolitano de las Artes, con el proyecto de bordado y periodismo Inakayal Vuelve.
"El bordado, al igual que la palabra, es un dispositivo de escritura que crea vínculos donde no los había. A través del hilo y la palabra se construyen paisajes, relatos e historias que nos convocan de manera plural y hacen comunidad": así se anuncia la lectura del próximo Filba Internaciona, evento que compartirá con el misionero Sebastián Báez, la artista Alma Estrella y la mexicana Jazmina Barrera, autora de Punto de cruz. Compartirán lecturas mientras bordan, y Hacher llevará extractos de su nuevo libro.
¿Cómo empezaste a bordar?
Cuando me fui a vivir a El Pato, en invierno hacía mucho frío y pasaba mucho tiempo adentro de la casa. Necesitaba hacer algo con las manos y empecé cerámica, pero había una curva de aprendizaje muy grande con la cerámica, y no lograba expresar lo que yo quería expresar. Mientras hacía cerámica tuve una especie de epifanía y recordé que de chico pasaba mucho tiempo con mi abuela y que parte de mi vínculo con ella era jugar con hilos, hacer macramé, crochet. Y empecé a aprender ñandutí, un encaje paraguayo que hacen las mujeres de una región de Paraguay, Itauguá, y terminé metiendo en eso. Manejaba desde El Pato ochenta kilómetros una vez por semana para aprender, porque había una sola señora que lo enseñaba, Dina Mereles. Terminé yendo a Paraguay a aprender con las tejedoras de allá. Aprendí mucho pero también descubrí que había todo un universo interesante y pasé al bordado más tradicional. Fue un flechazo. Al principio me interesaba, al bordar, estar ahí, en la tela, mantenerme en silencio. Yo venía de muchos años de escribir historias, a veces bastante complejas, y no quería decir nada, pero con el tiempo me di cuenta de que era un lenguaje y eso me atrapó.
En tu trabajo hay una pulsión a la vez artística y periodística, ¿cómo lo vivís?
Lo que me pasa es que me obsesiona el lenguaje y todas las formas en las que se pueda expandir. Me obsesionan las posibilidades del lenguaje como herramienta para comunicar. Tengo una cosa muy periodística con el uso del lenguaje, por eso termino trabajando en UX, porque hay algo ahí sobre cómo expandirlo y optimizarlo. Mi epitafio va a decir: se dedicó a tratar de hacer cosas con el lenguaje.
Siempre trabajás en un espectro bien popular, como en Sangre salada, donde te internaste a contar la feria de La Salada.
Me crié en un barrio popular del conurbano. Siempre tuve la sensación de pertenecer y no pertenecer, de entrar y salir de las cosas y eso me llevó a querer conocer mundos nuevos. Con lo popular me pasa eso mismo: fui del Gauchito Gil a La Salada, pero también en el ñandutí. En el fondo, las tres cosas tienen en común que se pone en juego una enorme creatividad popular.
¿Y cómo llegaste al proyecto de bordado y fotografía Inakayal vuelve? Ahí incorporaste otro lenguaje, la fotografía.
Cubro temas vinculados al pueblo Mapuche desde el año 2003. La primera vez que me pagaron por un trabajo periodístico, de hecho, fue para viajar al sur a hacer un informe sobre el desalojo de una familia mapuche en el programa de televisión PuntoDoc. Desde ese viaje se fue tejiendo un vínculo con distintas comunidades. Por otra parte, siempre trabajé con fotografía, hasta el 2017 que me pegaron un palazo en la cabeza en una represión y me rompieron la cámara. Nunca fui un gran fotógrafo, pero siempre me interesó ese lenguaje. Siempre es esto, cómo expandir la gramática, si querés. Y empecé a pintar fotos. Me encontré con las fotos de los mapuches que habían estado prisioneros en el Museo de Ciencias Naturales de La Plata, encerrados en un sótano. Uno de ellos era el lonko Inakayal, una figura de la talla de Tupac Amaru o Bartolina Sisa, y es alguien muy importante para su pueblo. Cuando me encontré con esas fotos y me fui metiendo en esa historia terrible, coincidió con mi exploración del bordado. Me parecía que el bordado era un lenguaje, un diálogo con esas imágenes. Trabajé con un escritor de Bariloche, Adrián Moyano, y se nos ocurrió hacer Inakayal vuelve: recorrer todo el camino que hicieron los prisioneros mapuches pero a la inversa, y empezamos a tejer alianzas en el camino y a bordar con otras personas.
¿Y cómo fue bordar de a muchos?
Utilizamos una forma de bordar que tomé de un libro de Emma Reyes, Memoria por correspondencia. Hay un pasaje en el que la protagonista se acuesta en el piso y desde ahí le tiene que devolver la aguja a una monja que está cosiendo, ella lo escribe muy bien, el arte de devolver la aguja, en saber por dónde completar el punto. Cuando empecé a bordar fotos, al principio era yo solo, había que darlas vuelta en cada punto. Cuando empezamos a trabajar con fotos más grandes fue mucho más interesante bordar de a dos, y adaptamos la técnica de Emma Reyes: hicimos unos bastidores sin fondo, y la gente bordaba frente a frente. Se establecía una especie de diálogo entre las fotos y las personas que bordaban. Se volvió un proceso colectivo.
¿De qué se va a tratar el evento el Filba, qué vas a llevar para leer?
Vamos a bordar y a leer. En pandemia dejé de bordar, paradójicamente. Volví a vivir a la ciudad. Se interrumpió un proyecto de exploración más bien botánica del Parque Pereyra Iraola, que está frente a mi casa en El Pato, un lugar en el que hay muchas especies nativas, gran biodiversidad. Justo antes de la pandemia había ido con una bióloga a buscar plantas medicinales, y después con una especialista en estampado botánico que me enseñó esa técnica en tela. Me terminé armando una manta con todas las plantas de mi barrio estampadas. Pero en el camino me vine para la ciudad y la manta quedó en un cajón. Comencé a trabajar en un texto sobre ese lugar, en cambio, hablando de los cambios en el campo a partir de la pandemia. Cuando pudimos salir y volver al campo, en pandemia, de repente se empezó a llenar de gente. Y de ruido, de autos. Entré en crisis sobre el lugar, y de eso va un poco el texto, sobre el sonido como un gran problema de época pero además sobre cómo me atraviesa en particular. Lucrecia Martel una vez dijo que los oídos no tienen párpados, una frase que tomó del autor de La afinación del mundo de Murray Schafer. Empecé a escribir sobre el ruido y el silencio, y me encontré con la manta en un cajón. Estoy trabajando las dos cosas en paralelo, me di cuenta de que la manta está incompleta y estoy empezando a bordar lo que falta de ese mundo, no son todos pájaro y plantas. Son también vecinos que escuchan música al palo, por ejemplo. La idea es seguir bordando y escribir. Ir del bordado a la escritura, y viceversa.
¿Bordar te ayuda a escribir?
No tengo idea. Sí se potencian... Me pasa que bordando se me ocurren ideas. El bordado te centra, es un lugar de silencio. Es un trance, yo creo que alimenta la escritura, pero también la vida.
De Sangre salada y Cómo enterrar a un padre desaparecido hasta este proyecto de libro pasaron unos diez años, ¿cómo es volver a la escritura?
Es que yo creo que Inakayal vuelve fue más que un libro, no lo siento como una pausa. En el medio también hice cosas de largo aliento, pero sobre todo a Inakayal lo viví como a un relato colectivo, escrito en la forma de fotografías, de un mapa, de los textos alrededor de esas fotos. Lo viví como una forma compleja de contar una historia. Con Inakayal yo sentí lo mismo que al escribir los libros, también el vacío del final. Hay una imagen: un gato cuando se le escapa un pájaro. Así se sintió terminar ese proyecto, o terminar los libros, porque son proyectos también de investigación en los que se involucra mucha gente. Siempre me gustaron las experiencias colectivas, siempre tuve una tensión entre ser un autor y hacer cosas de modo colectivo y con Inakayal terminó pasando eso: el proyecto dejó de ser mio, ya casi intento figure mi nombre en los materiales que circulan. Y lo que me pasa ahora que me vuelvo a sentar a escribir es que me doy cuenta de que escribir es una actividad colectiva.