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Foto: Alejandra López

En la relectura nos espera no solamente un libro, sino también el lector o la lectora que fuimos: una nueva columna de Martín Kohan.



Por Martín Kohan.



La primera vez que me casé (en el para siempre irrevocable de todos los grandes amores), nos fuimos a vivir a un barrio algo apartado de la ciudad, muy en un borde de Buenos Aires. Un lugar por el que no es preciso pasar para ir a alguna otra parte, un lugar adonde no hace falta ir a menos que uno así lo decida. Ahora que ya no vivo ahí (el para siempre fue para siempre solamente mientras duró), y eso desde hace ya muchos años, vuelvo muy de tanto en tanto, vuelvo muy de vez en vez.

Pero a veces lo hago: a veces vuelvo. Nada en principio parece haber cambiado demasiado: el parque, el almacén de la esquina, la parada del colectivo que nunca pasa, la calle exacta y el edificio; luego la puerta del edificio, los balcones del edificio, cierto balcón del edificio; el cielo más abierto y generoso, los árboles haciéndole espacio. Todo lo que hay lo reconozco, sin esfuerzo y sin sorpresa. Tanto que lo único que no encaja al fin de cuentas soy yo. Lo único que me desconcierta soy yo. ¿Qué hago acá, y qué hago solo? ¿Cómo puedo estar volviendo, es decir, cómo pude haberme ido? Pero también, al mismo tiempo: ¿cómo pude vivir acá así sin más, sin pensar que alguna vez podría irme o tendría que irme? El que vuelve y el que vivió no habrán de encontrarse nunca. Son lo opuesto el uno y el otro.

Es rara la sensación de estar y de no estar, de hallarse y de extraviarse, de ser y no ser. Pero hay algo que mal o bien se le parece: leer al cabo de un buen tiempo un libro que uno ya leyó, que leyó y que subrayó. El que lee en el presente contempla las huellas del que leyó en el pasado. Los rastros que dejó aquel lector: lo que le interesó y lo que no le interesó, la manera en que al leer dio sentido. Aquello en lo que reparó (lo marcado, lo comentado al margen) puede llegar a sorprender, pero tanto más puede llegar a sorprender lo que aquella vez se pasó por alto. ¿Cómo no lo vi? ¿Cómo pude seguir de largo? Y más aún, ¿cómo pude verlo, cómo pude notarlo, y que no me significara nada: leer sin marcar ni subrayar, dejarlo como quien dice intacto?

Hay un texto de la infancia que leímos o nos contaron: la historia de Hansel y Gretel. Lo terrible de lo que les pasa (los pájaros se comen las migas que ellos fueron dejando en el camino para así poder volver) nos impacta tan fuertemente, que no nos deja pensar en lo terrible de la alternativa contraria: que ningún pájaro se coma esas migas y ellos tengan que regresar justo al lugar de donde partieron.


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