Provocación
Por Stanisław Lem
Lunes 15 de marzo de 2021
Leé el arranque de la novedad de Impedimenta escrita por el autor nacido en la ciudad polaca de Lvov en 1921. "Provocación es una hazaña intelectual sin precedentes. En ella Lem hace coincidir la obra de Horst Aspernicus, un supuesto historiador alemán del Holocausto, cuyos «trabajos» suponen un análisis radical del genocidio y un salto mortal en los abismos de la naturaleza del sujeto".
Por Stanislaw Lem. Traducción de Abel Murcia y de Katarzyna Mołoniewicz.
Alguien dijo que era una suerte que la historia del genocidio la hubiese escrito un alemán porque a otro autor se le habría acusado de germanofobia. No creo que fuese así. Nuestro antropólogo considera que el carácter germánico de la «solución final de la cuestión judía» en el Tercer Reich es parte secundaria de un proceso que no se limita ni a los asesinos alemanes ni a las víctimas judías. Más de una vez se han escrito cosas atroces sobre el hombre contemporáneo. Nuestro autor, sin embargo, decidió darle un escarmiento de una vez por todas; crucificarlo de manera que no pudiese levantar cabeza nunca más. Aspernicus, cuyo apellido recuerda vagamente al de Copérnico, pretendía, al igual que su gran predecesor hiciese con la astronomía, dar un giro a la antropología del mal. Corresponderá al lector, una vez leído el presente resumen de los dos tomos de la obra de Aspernicus, juzgar si el autor ha logrado su objetivo.
El primer tomo lo abre, como es lógico, por tratarse de un estudio tan amplio, una reflexión en torno a las relaciones que se dan en el mundo animal. El autor se ocupa de los depredadores: animales que matan por instinto, para sobrevivir. Subraya que el depredador, especialmente el grande, no mata por encima de sus necesidades, las propias y las de los suyos, pues se sabe que toda especie depredadora cuenta con un séquito compuesto por animales más débiles que aprovechan los restos del botín. Los animales no depredadores se vuelven agresivos solo en época de celo. Una excepción a esta regla son los casos en los que la lucha entre machos que compiten por una hembra acaba con la muerte de uno de los rivales. Matar desinteresadamente es un fenómeno muy poco habitual entre los animales. Donde más se produce, en todo caso, es entre los animales domesticados.
No ocurre lo mismo con los seres humanos. Según apuntan las crónicas, desde tiempos remotos, los conflictos bélicos acababan convirtiéndose en asesinatos en masa. Los motivos solían ser de orden práctico: exterminando a la descendencia de los derrotados, el vencedor intentaba prevenir la venganza futura. En las civilizaciones antiguas este tipo de matanzas era algo por todos conocido, algo de lo que se hacía ostentación, de ahí que cestas llenas de miembros cercenados y genitales formaban parte del desfile triunfal de los vencedores como trofeos de la victoria conseguida. En la antigüedad nadie cuestionaba ese derecho. Mataban a los vencidos o los hacían prisioneros.
Aspernicus expone, basándose en un amplio material, cómo las reglas de la guerra se han visto gradualmente modificadas por limitaciones reflejadas en los códigos de caballería, limitaciones que, no obstante, no se respetaban en las guerras civiles, ya que un enemigo interno sin rematar era más peligroso que un enemigo externo, lo cual explicaría que los católicos se mostrasen más despiadados con los cátaros que con los sarracenos.
El incremento gradual de las restricciones llevaría finalmente a acuerdos como la Convención de la Haya. Lo esencial de esos convenios era separar para siempre la victoria militar de la matanza de los vencidos. La primera no podía, en ningún caso, conllevar la segunda. Dicha diferenciación se veía como una muestra del progreso que se iba imponiendo en la deontología de los conflictos bélicos. También se han producido actos genocidas en la época moderna, pero a los autores les eran ajenos tanto la ostentación arcaica como el afán explícito de beneficio. Llegado a ese punto, Aspernicus analiza los intentos de racionalización que a lo largo de los siglos se fueron sucediendo como justificación de los genocidios.
En el mundo cristianizado, esos intentos de racionalización se convirtieron en un fenómeno común. Hay que añadir, no obstante, que ni las expediciones colonizadoras, ni las capturas de esclavos africanos, ni la anterior liberación de Tierra Santa o la destrucción de los estados nativos americanos llevaban consigo una intención genocida, pues se trataba de conseguir mano de obra, de convertir a paganos, de conquistar tierras de ultramar, y las matanzas de aborígenes eran una forma de eliminar obstáculos para conseguir el fin que se perseguía. En la historia de los genocidios podemos advertir, sin embargo, la disminución del afán de beneficio, esto es, del factor motivacional con respecto al factor justificativo, o en otras palabras, un predominio creciente del provecho espiritual sobre el material. Para Aspernicus, el antecedente del genocidio nazi fue la matanza de los armenios por parte de los turcos durante la Primera Guerra Mundial, pues cumplía ya con todas las características de un genocidio moderno: no les supuso ningún dividendo importante a los turcos, sus motivos fueron falseados y se intentó por todos los medios ocultárselo a la opinión pública mundial. Téngase en cuenta que, según el autor, no es el genocidio tout court el distintivo del siglo xx, sino el asesinato infame, cuya evolución y resultados se falsean tanto como sea posible. El beneficio material que podía suponer el saqueo de las víctimas solía ser insignificante, llegando incluso a situaciones como en el caso de los judíos y los alemanes: en el balance estatal de Alemania, el judeocidio supuso una pérdida cultural y material, según demostrarían posteriormente autores alemanes en un análisis de los hechos de gran amplitud realizado tras la guerra. Lo sucedido a lo largo de los siglos fue, por tanto, una inversión de la situación de inicio: el fruto de la práctica del genocidio, ya fuese militar, ya fuese económico, dejó de ser real y se convirtió en imaginario, y fue precisamente eso lo que motivó la necesidad de justificaciones totalmente novedosas a las matanzas. Si aquellas justificaciones hubiesen tenido una fuerza argumental incontestable no habría sido necesario ocultar ante el mundo las penas de muerte masivas ejecutadas en virtud de ellas. Pero, puesto que se silenciaban siempre, seguramente no eran lo suficientemente convincentes ni siquiera para los implicados en el propio genocidio. Aspernicus considera que se trata de un diagnóstico inesperado, pero, al mismo tiempo, incuestionable en vista de los hechos. Tal y como demuestran los documentos conservados, el nazismo establecía para el genocidio el orden siguiente: a los pueblos sometidos y diezmados, como era el caso de los eslavos, se les comunicaban públicamente algunas de las ejecuciones, mientras que a los grupos que iban a ser exterminados en su totalidad, como a los gitanos y a los judíos, no se les informaba de manera análoga de los ajusticiamientos que se estaban llevando a cabo. Cuanto más absoluta era la matanza, mayor era el secretismo que la envolvía.
Aspernicus analiza la totalidad de estos fenómenos mediante aproximaciones sucesivas cuyo fin es llegar hasta las motivaciones más profundas del genocidio. Primero, muestra en el mapa de Europa un gradiente dirigido de Oeste a Este, que va desde el polo del secretismo hasta el polo de la transparencia o, en términos morales, desde el asesinato encubierto hasta el asesinato a cara descubierta. Lo que los alemanes hacían en Europa Occidental a escala local, de manera secreta, no masiva, y progresivamente, en el Este de Europa lo efectuaban a una escala mayor, de manera violenta, salvaje y abierta. Si empezamos por la frontera de los territorios polacos ocupados —el llamado General Gouvernement—, cuanto más al Este se encontraban más manifiesto era el genocidio y más evidente su carácter de norma de aplicación inmediata: con frecuencia mataban a los judíos en el lugar en que estos vivían, sin encerrarlos en guetos ni transportarlos a campos de exterminio. El autor considera que esa diferencia testimoniaba la hipocresía de los genocidas, a los que les avergonzaba hacer en Europa Occidental lo que se hacía en el Este, donde ya no se preocupaban por guardar las apariencias.
El plan de la «solución final de la cuestión judía» encerraba en su origen algunas variantes de distinto grado de crueldad, pero de idéntico final. Aspernicus observa con acierto la existencia de una variante no sangrienta, susceptible de ser implantada y, al mismo tiempo, más productiva militar y económicamente para el Tercer Reich, que consistía en dividir a los judíos según el sexo y aislarlos en guetos o campos de concentración. Si se toma en consideración que a los alemanes no les guiaban los principios éticos a la hora de elegir la forma de proceder, deberían haber valorado, al menos, el factor de beneficio propio que indudablemente les aportaba dicha opción, pues habría significado la liberación para fines militares de una gran parte del parque móvil ferroviario (necesario para transportar a los judíos de los guetos a los campos de exterminio), que a su vez habría reducido las dotaciones de los destacamentos destinados a llevar a cabo el genocidio (la supervisión de los guetos habría requerido muchos menos medios humanos), que también habría disminuido la carga que tenía que soportar la industria, obligada a fabricar hornos crematorios, molinos de huesos humanos, gas Zyklon B y otros utensilios para el genocidio. Los judíos, separados por sexos, no habrían vivido más de cuarenta años, considerando el ritmo al que la población de los guetos desaparecía a causa del hambre, las enfermedades y el agotamiento al que conducían los trabajos forzados. A principios de 1942, el Estado Mayor de la Endlösung era consciente del tiempo que llevaría ese genocidio indirecto y cuando se tomaron las decisiones definitivas, la cúpula militar todavía podía confiar plenamente en la victoria alemana, por lo que no había nada que aconsejara una solución bañada en sangre si no era la propia voluntad de matar.
Como atestiguan los documentos conservados, los alemanes contemplaron también otros métodos alternativos, como la esterilización con rayos X, pero finalmente optaron por la aniquilación. Aspernicus sostiene que para Alemania, a la hora de ponderar su culpa, así como para la política mundial después de la guerra, la variante concreta del judeocidio no tenía ninguna importancia, porque incluso sin ello el Tercer Reich cargaba ya con crímenes de guerra que lo hacían merecedor de la pena capital. Además, el que aniquila a un pueblo sometiéndolo a una esterilización forzosa o a la segregación no comete un delito menor que el que lo destruye. Sin embargo, para la psicosociología del crimen, para el análisis de la doctrina nazi y para la teoría del ser humano la diferencia es esencial. Himmler justificaba el judeocidio ante sus colaboradores alegando la necesidad de exterminar a los judíos para que nunca más pudieran amenazar al Estado alemán. Pero si damos por cierta la existencia de esa amenaza, la variante del genocidio indirecto resulta la más económica desde el punto de vista material, técnico y organizativo. Por lo tanto, Himmler mentía a su gente y seguramente también se mentía a sí mismo. Esa cuestión pasó a un segundo plano, en vista de los acontecimientos posteriores, cuando los alemanes empezaron a sufrir derrotas, cuando llegaron las grandes retiradas y cuando intentaron borrar las huellas de las ejecuciones en masa quemando los cadáveres exhumados. Si el sangriento genocidio se hubiera producido entonces, habría sido posible creer en la sinceridad de las convicciones de tipos como Himmler y Eichman: lo que les habría impulsado a matar habría sido el miedo a la revancha de los vencedores. Pero como no era así, Himmler mentía también cuando comparaba a los judíos con parásitos que había que aniquilar, porque no se acaba con un parásito sometiéndolo a torturas de forma premeditada.
En resumen, no se trataba solo del beneficio que se derivaba del crimen, sino de la satisfacción que producía el propio acto de cometerlo. En 1943, y también quizá más tarde, Hitler y su Estado Mayor todavía podían albergar la esperanza de ganar la guerra, y «a los vencedores no se les juzga». Por eso resulta muy difícil explicar por qué los actos de genocidio no gozaban de plena aceptación mientras tenía lugar, por qué incluso en documentos altamente confidenciales enmascaraban con eufemismos como Umsiedlung, es decir, traslado, sinónimo de ejecución. Aspernicus considera que en ese doble lenguaje se manifiesta el esfuerzo de conciliar lo irreconciliable. Se supone que los alemanes eran arios nobles, los primeros europeos, triunfadores heroicos, pero, al mismo tiempo, eran asesinos de gente indefensa. Lo primero lo declaraban y lo segundo lo hacían, de ahí aquel amplio repertorio de nuevos nombres y falsedades como la perífrasis Arbeit macht frei (El trabajo te hace libre), el Umsiedlung (traslado), o la propia Endlösung (solución final), todos ellos eufemismos del crimen. Es precisamente esa hipocresía lo que demuestra, según el autor, y en contra de las aspiraciones nazis, la pertenencia de Alemania a la cultura cristiana, porque estaban tan empapados de ella que, a pesar de su voluntad de salirse del Evangelio, no lo lograban en todos los casos. En el ámbito de esa cultura, aclara el autor, que se pueda hacer cualquier cosa no significa que se pueda hablar de ello. Dicha cultura es un hecho irreversible; de lo contrario los alemanes no habrían tenido ningún reparo en llamar a las cosas por su nombre. El primer tomo de la obra de Horst Aspernicus, titulado Die Endlösung als Erlösung (La solución final como solución), pasa revista a los intentos, en estos últimos tiempos, de proclamar que la verdad sobre el Holocausto perpretado por el Tercer Reich es una falsificación y una mentira a las que habrían recurrido los vencedores para rematar moralmente a la derrotada Alemania. ¿No es acaso un síntoma de locura ese proceder; la negación de todo lo que originó esa avalancha de fotografías de corte documental, de declaraciones, de archivos nazis, de montañas de pelo de aquellas mujeres cuyas cabezas fueron rapadas, de prótesis de tullidos aniquilados, de juguetes de niños asesinados, de gafas, de hornos crematorios? ¿Es posible que alguien que esté en sus cabales considere falsas las pruebas indelebles de un crimen? Si el problema fuera de carácter puramente psiquiátrico, si los defensores del nazismo estuvieran realmente locos, no sería necesaria la obra de Aspernicus que recurrió a exámenes realizados por científicos estadounidenses a miembros del partido nazi de aquel país, y citó el diagnóstico de especialistas, según el cual, a los neonazis no se les podía negar una estabilidad mental, si bien el número de psicópatas que había entre ellos era mayor que entre el resto de la población. De modo que no se puede reducir el problema a una cuestión de profilaxis psiquiátrica y es por tanto una cuestión filosófica. Llegado a este punto, el lector se encuentra con la diatriba que el autor dirige contra pensadores respetables como Heidegger. Aspernicus no le reprocha a Heidegger su pertenencia al partido nazi, partido que el filósofo abandonó tempranamente, ya que trata como atenuante el hecho de que en los años treinta las consecuencias genocidas del nazismo no fuesen fácilmente reconocibles. Los errores son justificables si permiten cuestionar certezas equivocadas y actuar entonces según dicta ese cambio. Aspernicus se considera a sí mismo minimalista en lo que a eso se refiere. No considera que Heidegger, o que alguien como él, esté obligado a pronunciarse a favor de los perseguidos y que haya que condenarlo por falta de valor para hacerlo: no todo el mundo nace para ser un héroe. El problema es que Heidegger era un filósofo. Quien se dedica a la naturaleza de la existencia humana no puede pasar por alto los crímenes nazis y no pronunciarse. Porque si ese alguien creyese que dichos crímenes pertenecen a un sistema ontológico «inferior» y, por tanto, tuviesen un carácter puramente penal, extraordinario únicamente por las dimensiones alcanzadas gracias al poder del Estado, y que fuese en suma impropio de él ocuparse de ellos por las mismas razones por las que la filosofía no se ocupa de los delitos comunes, porque no los considera una de sus prioridades, si era realmente eso lo que admitía, entonces, o era un ciego o era un mentiroso.