Mitologías americanas
Por Dany Laferrière
Martes 14 de diciembre de 2021
"Bouba pasa sus días sin hacer aparentemente nada. En realidad, purifica el universo". Leé al escritor y guionista canadiense, nacido en Port-au-Prince, en un extracto de Mitologías americanas, publicado por El cuenco de plata.
Por Dany Laferrière. Traducción de Javier Ignacio Gorráis.
No lo puedo creer, es la quinta vez que Bouba pone este disco de Charlie Parker. Este tipo está loco por el jazz, y es su semana Parker. La semana pasada, yo había desayunado, almorzado y cenado Coltrane y aquí, ahora, tenemos Parker.
Esta habitación solo tiene una virtud, puedes poner a Parker o incluso a Miles Davis o un tipo todavía más ruidoso como Archie Shepp a las tres de la mañana (con paredes tan delgadas como el papel de seda) sin que ningún imbécil venga a decirte que bajes el sonido.
Morimos, este verano, atrapados como estamos entre La Fontaine de Johannie (un horrible restaurante frecuentado por el hampa) y un minúsculo bar topless, a la altura 3670 de la calle Saint-Denis, frente a la calle Cherrier. Es una pocilga abyecta que el portero le ha conseguido a Bouba por 120 dólares por mes. Nos alojamos en el tercero. Una habitación pequeña, cortada en dos por un horrendo biombo japonés con grandes pájaros estilizados. Una heladera constantemente en estado de vibración como si viviéramos en la planta superior de una estación ferroviaria. Unas conejitas de Playboy clavadas con chinches en la pared que cuando llegamos tuvimos que quitar para evitar el suicidio que semejante tipo de cosas arrastra inevitablemente. Una cocina con hornallas tan frías como las tetas de una bruja que vuela con -40 grados. Y para rematarla, la Cruz del monte Royal, justo en el marco de nuestra ventana.
Duermo en una cama mugrienta y Bouba se las arregló con ese Diván desplumado, con abolladuras. Bouba parece habitarlo. Bebe, lee, come, medita y coge encima. Finalmente, terminó ajustándose a las ondulaciones de esta prostituta rellena de algodón.
Desde que llegamos a esta estrecha pocilga, Bouba se instaló en ese Diván con la colección completa de la obra de Freud, un viejo diccionario al que le faltan las primeras letras (A B C D y una parte de E) y un volumen ajado del Corán.
Bouba pasa sus días sin hacer aparentemente nada. En realidad, purifica el universo. El sueño nos cura de todas las impurezas físicas, las enfermedades mentales y las perversiones morales. Bouba realiza, entre dos lecturas del Corán, curas de sueño que pueden durar hasta tres días. El Corán, en su sabiduría infi nita, dice: “Toda alma experimentará la muerte. Recibirán sus recompensas el día de la resurrección. El que haya evitado el fuego y entre en el paraíso, este será bienaventurado, pues la vida de aquí abajo no es más que un goce engañoso” (Sura III, 185). Entonces, el mundo puede saltar en pedazos o hacer lo que mejor le parezca, Bouba duerme.
En ocasiones, su sueño es tan agudo como el sonido de la trompeta de Miles Davis. Entonces, Bouba está recogido sobre sí mismo, el rostro inexpresivo, las rodillas replegadas bajo el mentón. Otros días, lo encuentro abatido, los brazos en cruz, la boca abierta hacia un agujero negro, los dedos del pie apuntando hacia al techo. El Corán, con su total magnanimidad, dice: “Tú haces entrar la noche en el día y el día en la noche; tú haces salir la vida de la muerte y la muerte de la vida. Tú concedes el sustento a quien quieres sin cuenta ni medida” (Sura III, 26). De esta manera, Bouba espera ganar su lugar al lado de Alá (Bendito sea su santo nombre).
Charlie Parker muere por la noche. Una noche húmeda y pesada de Los Tristes Trópicos. El jazz siempre me lleva a Nueva Orleans y me vuelve un negro nostálgico.
Bouba está tirado en el Diván en su pose habitual (acostado sobre el lado izquierdo, frente a La Meca) saboreando té de Shanghái, mientras hojea un libro de Freud. Como Bouba está completamente loco por el jazz y solo reconoce a un gurú (Alá es grande y Freud es su profeta), no le ha llevado tiempo armar esa tesis compleja y sofisticada en la que, al fi nal de cuentas, Sigmund Freud se convierte en el inventor del jazz.
–¿Y con qué pieza Bouba?
–Tótem y Tabou, amigo.
Es verdad, él me dice amigo.
–Si Freud hubiera escrito jazz, ¡por el amor de Dios!, se habría sabido.
Bouba, entonces, respira profundamente. Es lo que hace cada vez que tiene que vérselas con un incrédulo, un cartesiano, un racionalista y un reductor de cabezas. El Corán dice: “Vela, pues, ¡oh Mahoma!, pues ellos también velan y espían los acontecimientos”.
–Sabes –llega a susurrar Bouba a modo de explicación–, sabes bien que S. F. ha vivido en Nueva York.
–Por supuesto.
–Entonces, habría podido aprender a tocar la trompeta de cualquier músico tuberculoso de Harlem.
–Posiblemente.
–¿Sabes, al menos, qué es el jazz?
–No puedo decirlo, pero si alguien lo toca frente a mí, soy capaz de identifi carlo.
–Bueno –dice Bouba tras un largo minuto de meditación–, escucha esto entonces.
Y heme aquí tragado, absorbido, aniquilado, bebido, digerido, masticado por este Niágara de palabras recitadas en un delirio fantástico, con una dicción paranoica, todo sacudido por pulsaciones jazzeadas al ritmo de los encantamientos de las suras, antes de comprender que Bouba me hace una lectura troceada, sincopada de las tranquilas páginas 68 y 69 de Tótem y Tabú.
La efi gie de la princesa egipcia Taiah se eleva por encima del viejo Diván en el que Bouba pasa sus días, acostado o sentado sobre sus piernas replegadas quemando resinas olorosas en un quemador de incienso oriental. Sin cesar, se prepara té sobre un hornillo a alcohol leyendo libros raros sobre el arte asirio, los místicos ingleses, los Veves del vudú, la Fata Morgana de Swinburne. De esta manera, pasa su preciado tiempo admirando sobre un grabado, comprado en la calle Saint-Denis, el cuerpo fresco de la Beata Beatriz de Dante Gabriel Rossetti.
–Escucha esto, amigo.
Desde el comienzo de esta semana, ya he escuchado eso unas treinta veces. Se trata de un fragmento de Parker. El rostro de Bouba, tenso como un mástil de mesana, también escucha. Con facilidad se oiría el vuelo de una tsé-tsé. Parker de los Infi ernos, ruega por nosotros. Escucho lo mejor que puedo. Bouba bebe literalmente cada nota ronca que sale del saxo de Parker. Justo en el medio del Gran Fragmento (Bouba dixit), exactamente en el momento en que el viejo Parker (1920-1955) iba a abordar esos preciosos segundos (128 compases) que han revolucionado el jazz, el amor, la muerte y toda nuestra maldita sensibilidad, justo en ese momento el cielo elige derrumbarse sobre nuestras cabezas bajo el modo brutal de un polvo a toda velocidad rayado de aullidos estridentes, gritos de animal herido, arrancamientos (las tripas en una cabalgata de caballos indómitos, justo aquí, encima de nuestras cabezas). La mesa giratoria salta como una rana de dedos pegajosos. ¿Qué sucede? ¿Es la cólera de Alá? “¿No examinan atentamente el Corán? Si fuese su autor otro distinto que Alá, ¿no hallarían en él una gran cantidad de contradicciones? (Sura IV, 84). ¿Se trata de Ogun, el dios del fuego del panteón vudú? Bouba cree, sencillamente, que hemos alquilado la antesala del infi erno y que arriba de nosotros vive el mismísimo Belcebú. El ruido se reanuda con más violencia. Más fuerte. Más precipitado. Claramente, parece una carrera desenfrenada de los cuatro caballos del Apocalipsis. Parker solo tiene tiempo de tocar Cool Blues y luego, ese pequeño monstruo de invención, de locura sonora, Koko (1946). La única pieza musical que puede hacer frente a esta demencia que nos cae del cielo. El techo baja un milímetro en medio de una nube de polvo rosa. De repente, nada. Esperamos con impaciencia, en vilo, el fin del mundo. El Apocalipsis privado. A medida. Silencio. Luego, ese grito tenso, en do sobreagudo, agudo, sostenido, inhumano, a veces allegro, a veces andante, a veces pianissimo, grito interminable, inconsolable, electrónico, asexuado, sobre un fondo de saxo Parker, único canto de esta madrugada.