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Metafísica de la fuga

Consiglio sobre Gusmán

"La noción de laberinto en Gusmán es un fenomenal disparador expresivo. Y no tiene nada que ver con el laberinto borgeano, más bien todo lo contrario: no es ordenado, ni matemático ni onírico. Se trata de otra cosa": la presentación de la reedición de Club Cinco de Tennessee, en Fundación TEM.

Por Jorge Consiglio.

Hay una idea de Piglia que me gusta mucho. Creo que me topé con ella por primera vez en El último lector y, recientemente, la encontré cuando arrancan sus diarios personales. Piglia dice que recuerda el momento exacto de lectura de los libros que lo marcaron; esos libros decisivos, los claves, los fundamentales. De hecho, esa huella en la memoria —esa imagen de sí mismo leyendo el texto que lo fascina— es el criterio que sigue para reconstruir su experiencia como lector. Este método tiene que ver, definitivamente, con la pasión, con la lectura apasionada. Cuando aparece un libro y uno descubre que es uno de los esenciales —siempre para el criterio propio— se  produce una especie de shock, una gran sorpresa, una conmoción feliz. Es un golpe estético y emocional. Se trata de un momento único, completamente singular, no pasa todos los días, por eso uno lo registra y no lo olvida. La tentación de hacer la lista de esas lecturas es fuerte. Se siente la necesidad de armarla ni bien se escucha la idea.Por lo menos, eso me pasó a mí. Este catálogo va sufriendo algunas modificaciones con el paso del tiempo. Hay recuerdos que no están a flor de piel y cuando aparecen muestran su fortaleza, su enorme vigor. Entonces esa lista sufre algunos cambios, pero hay evocaciones que permanecen inalterables. Es decir, textos que no ofrecen ningún tipo de discusión. En mi lista, dentro de estos casos firmes, hay tres libros que fueron escritos por Gusmán. Uno es El frasquito (recuerdo que lo leí en un par de viajes del 39 de Chacarita al centro); El Peletero es otro caso (esa novela la leí durante un veraneo en Brasil) y el tercer caso es un libro de cuentos que editó Sudamericana en el 90  [si no me equivoco] que se llama Lo más oscuro del río. El primer cuento de ese volumen es, justamente, Tennessee. Ese libro lo leí en un bar que quedaba en la esquina de Azul y Rivadavia. 

A estos libros, que fueron tan potentes, necesariamente se regresa. Y esta segunda lectura es diferente de la primera: pervive un factor emocional, pero también subyace una instancia un poco más analítica: se busca saber qué elementos se combinaron en ese texto para que nos impactara tanto, qué ingredientes se unieron para producir semejante alquimia. Por supuesto, las respuestas son siempre inciertas, tentativas, puros merodeos.

En la obra de Gusmán, creo, los protagonistas (Walenski, Smith, Landa o el médico Villa) atraviesan una encrucijada; son tipos que viven en estado de estupor, perdieron el centro y deambulan para encontrarlo. Están desfasados de su época —son pesistas o peleteros o médicos obsecuentes— y organizan con eso [con el desajuste íntimo que supone ese desfasaje], un gesto, un valor y, finalmente, una ética con la que afrontan el presente que les toca en suerte. Por lo general, son personajes que rebotan contra sus propios límites; es decir, recorren un tramado de pasadizos en el que terminan inevitablemente perdidos. A mi entender, la noción de laberinto en Gusmán es un fenomenal disparador expresivo. Y no tiene nada que ver con el laberinto borgeano, más bien todo lo contrario: no es ordenado, ni matemático ni onírico. Se trata de otra cosa. Es una confrontación inmediata con el caos, con el azar y con otros órdenes —como el esotérico o el astrológico, por ejemplo— cuyas reglas son siempre enigmáticas. Sin embargo, en sus ficciones, el laberinto funciona como sistema, pero es un sistema —y valga, en este caso, la contradicción— regido por la anarquía y un uso muy particular del error.

En estos narradores —y en estos protagonistas— ubicados en  escorzo respecto de sus contextos, que parecen mirar el mundo desde un costado; en esta mirada oblicua [digo] hay una poética y una idea de la literatura. Es la que Gusmán sostiene también en sus ensayos. En una entrevista, Gusmán dice: “La literatura es el cuento del tío”. Todo sabemos que hay un ingrediente indispensable para que la estafa tenga éxito: el relato debe que ser creíble; la historia que se cuenta —además de estar bien actuada— tiene que resultar absolutamente verosímil para que la víctima confíe, abra el bolsillo y entregue el dinero. Y para ganar verosimilitud, por lo general,  se apela a códigos comunes con el estafado; es decir, el timador diestro tiene que moverse en territorios conocidos —tanto para él como para su presa—, de esta manera, se disimula la doble intención, se oculta el verdadero sentido de ese relato. Recordemos a Pessoa: El poeta es un fingidor/Finge tan completamente/Que hasta finge que es dolor/El dolor que de veras siente.

En las ficciones de Gusmán pasa algo de esto: el lector entra confiado en el relato porque siente que circula por senderos narrativos conocidos, pero de pronto, hay un pequeño desplazamiento en la trama —un corrimiento, una nimia alteración, una irregularidad menor— y se da cuenta —el lector— de que ese sendero cotidiano tiene un doble fondo, un sótano, que encierra una complejidad insospechada. Igual que en el cuento del tío, cuando el lector se topa con ese sentido inadvertido, ya está atrapado en las redes del artificio, ya es tarde para él, está entregado. 

Pasa esto cuando se lee Tennessee, por ejemplo. Comenzó siendo un cuento en el volumen Lo más oscuro del río,  en el que el protagonista, un ex pesista, Tarkowski, que está anclado en el Regatas, un club de remo de Avellaneda, se involucra voluntariamente en un episodio criminal en el que el principal sospechoso es Smith, otro pesista con el que compartió una parte importante de su vida. La matriz de este relato pasa a la novela Tennessee (1997, llevada al cine por Mario Levín con el título de Sottovoce). En este texto, Tarkowski pasa a llamarse Walenski, pero el personaje es exactamente el mismo. El último eslabón de esta cadena es Hasta que te conocí (2015), novela en la que, una vez más, todo gira en torno a Walenski. 

Otras de las cosas que siempre me gustó de la obra de Gusmán, en general, y de Tennessee, en particular, es toda la mitología personal que despliega en sus textos. Ese mundo de pesistas y de putas, ese universo de tango, de clandestinidad y de abandono. También disfruto las zonas por las que se mueven los personajes: los depósitos de chatarra, los asentamientos precarios, los hoteles de mala muerte y las fábricas de camiones atmosféricos. Pero, sobre todo, el Regatas, ese club de remo, en Avellaneda, que funciona como un nodo de amparo frente a las tres fuerzas torrenciales que avanzan sobre los personajes: la soledad, el extravío y la modernidad. Porque lo cierto es que los personajes de Gusmán, frente a los esquinazos de lo contemporáneo, no eligen para transitar las avenidas iluminadas, optan por otros caminos, los caminos de tierra —apasionados y apasionantes— dentro de su propia vida. Y construyen una épica de estos senderos laterales, soportada por dos pilares: la amistad, por una parte, y la imaginación para inventar estrategias de supervivencia, por otra. El Tennessee, esta épica impregna la naturaleza del relato; en otras palabras, crea una dinámica, una especie de metafísica de la fuga. 

Quizás esta dinámica narrativa determine el principio constructivo de Tennessee. La novela utiliza la matriz del relato policial, pero lo desborda. No se restringe a las formas, las usa para quebrarlas. Hay cierto tono impetuoso en la escritura que hace que no se pueda atar a nada, todo molde justifica el derrame. La voluptuosidad del lenguaje manda. Avanza sobre todo y lo pasa por encima, parece un tsunami. Y es lo mejor para el texto, lo más nutritivo, lo más saludable. La vieja historia de la relación fondo/forma. La trama de Tennessee exige esta estrategia. Por otra parte, la cuestión del quiebre formal no es nueva en Gusmán, recordemos su inicio literario con El frasquito y, un poco más tarde, los cuentos de De dobles y bastardos; solo para nombrar dos libros. Pero lo más interesante de esta apuesta es que no se trata de un juego de artificios, sino que se está edificando sentido.

 

Para ir cerrando, quería hacer un comentario acerca de lo principios que rigen la fábula de Tennesseee. Este relato que, como comenté hacer un rato, apela al escorzo y se mueve en zigzag, está sostenido por personajes gobernados por la intuición y lo esotérico. Este detalle es importante para hacerlo girar —al relato— para ponerlo en crisis, para supeditarlo a otro orden. Y esta lógica de lo impredecible permite que la trama se vuelva porosa y abierta; en consecuencia, infinita. Tennessee no es lugar para lo estable, todo fluctúa constantemente. Los habitantes de Tennessee hacen equilibrio sobre una cuerda floja. La apuesta de Gusmán, en esta novela y probablemente en toda su literatura, tiene que ver con el temblor, esa es la actitud filosófica que impregna sus textos: una constante puesta en abismo del relato. Eso, a mi entender, hace de Luis Gusmán una de las voces más vigorosas, más vitales y más inasibles de nuestra literatura. Y para terminar, porque creo que condensa el clima de lo que vengo diciendo, voy a leer uno de los epígrafes que Luis elije para Tennessee, es el de Derek Walcott: “En este, un pequeño río en algún lugar del mundo, no importa dónde, la victoria estuvo a la vista”.  

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