Medio siglo
Foto: Alejandra López
Jueves 19 de setiembre de 2024
Martín Kohan recupera una entrevista a Julio Cortázar para preguntarse por las estimaciones apocalípticas que ponen a competir a la lectura con la invasión de estímulos digitales.
Por Martín Kohan.
“Los nuevos medios audiovisuales en este momento están fascinando ala generación joven y la alejan en alguna medida de la literatura – fenómeno que preocupa incluso en algunos planos pero que es obvio, y evidente y probablemente, irreversible en otros”. Formulaciones de esta índole nos resultan ciertamente reconocibles, porque abundan en la actualidad: transformaciones tecnológicas, retroceso de la literatura, irreversibilidad. El asunto con esta frase es que la pronunció Julio Cortázar en una entrevista que Saúl Sosnowski le realizó en 1976, es decir, hace ya casi cincuenta años. Casi cincuenta años, esto es, casi medio siglo. Mucho tiempo.
Hay en esa declaración (ejemplo destacado entre muchas otras, idénticas o análogas, de entonces o de ahora) algo alentador y algo desalentador, algo que alivia y algo que aqueja. Lo alentador: que no nos toca, como a veces se supone, una época singularmente apocalíptica, peor que otras o peor que todas, la era de una catástrofe final (en este caso, de la literatura) sin siquiera redención. Las alarmas del presente sonaron ya en el pasado. Lo desalentador: que el repliegue social de la literatura pueda entonces venir ya de larga data y que la situación actual no sea por lo tanto sino la profundización agravada de una tendencia histórica bastante extensa (de hecho se registran quejas de un tiempo en el que todo indica que se leía más que ahora, y las tecnologías en avance no eran mucho más que la televisión en blanco y negro con un puñadito de canales que arrancaba a media mañana y cesaba a medianoche).
Basta con leer-mirar los textos visuales de Haroldo de Campos, o con considerar el análisis de Michel Foucault sobre René Magritte, o con frecuentar cercanamente el género de historietas (el propio Cortázar, por lo pronto, en alianza con Julio Silva, lo practicó al hacer Fantomas) para desechar la presunción de que entre las imágenes y los textos escritos, entre la contemplación y la lectura, deba plantearse una dicotomía o incluso una contraposición (también una imagen “se lee”, después de todo, en el sentido en que lo hacía Roland Barthes; y también un texto escrito “se ve”, en el sentido en que lo concibieron Apollinaire o Mallarmé). Los libros y la televisión convivieron y conviven, sin anularse. Y de hecho hoy por hoy los textos se leen muy a menudo en un dispositivo al que se acostumbra llamar por una sola de sus múltiples funciones: “teléfono”; y es en ese mismo dispositivo donde cada cual lleva consigo continuamente un televisor portátil, sin desprenderse casi nunca de él (del aparato hogareño, mueble de living o sala de estar, era posible despegarse, era incluso inexorable despegarse; lo usual con los televisores portátiles, en cambio, siempre en la mano o en un bolsillo bien dispuesto, o en la tan próxima mesita de luz durante las noches, es tenerlos constantemente pegados a uno o mantenerse uno constantemente pegado a ellos).
La escena a indagar, por lo tanto, como clave de una eventual puesta en crisis, no es la de la televisión destruyendo malévolamente al lector (aunque eso ocurra con frecuencia, sobre todo cuando el texto y el televisor se ubican en un mismo dispositivo: ese al que se acostumbra llamar por una sola de sus múltiples funciones, etc.). Porque también el que está siguiendo por caso un partido de fútbol por televisión y se pone a twittear sobre una determinada jugada, deja de mirar para ponerse a escribir, y al hacerlo se pierde la jugada siguiente; o también el que está viendo una película en el cine y enciende su computadora portátil para entrar a revisar sus correos electrónicos, deja de mirar para ponerse a leer, y al hacerlo se pierde la escena siguiente de la película.
Cabría pensar entonces, no en una especie de abducción de la lectura por parte de lo audiovisual, sino más bien en un estado de dispersión generalizada, por el que siempre habrá una cosa que no nos deja concentraren otra, por el que parece haberse vuelto prácticamente imposible prestar atención a un determinado asunto sin que otro, cualquier otro, interfiera y nos distraiga. Claro que existe una potencia singular en los textos que apuestan a ir un poco a la deriva (Damián Tabarovsky suele hacer en sus ensayos un elogio ala digresión; Tristram Shandy de Laurence Sterne es una piedra basal formidable para esa tradición); pero lo cierto es que no da igual perder el hilo que no saber seguirlo, y en verdad sólo podría verse lanzado de veras al vértigo genial de que el hilo se pierda el lector que sabe seguirlo, el lector capaz de seguirlo. Walter Benjamin se entusiasmó alguna vez con la posibilidad de un contemplador disperso, liberado del efecto paralizante de la compenetración perceptiva; pero ese efecto se conseguía con el estímulo de sobresalto del shock, con el choque de un montaje que rompía la obnubilación hipnótica. Y hoy por hoy, por el contrario, no es sino el imperio de la dispersión generalizada lo que tiende a resolverse en letargo, pasividad, abulia.
Hasta ahora se autoriza, en el ámbito educativo, que los estudiantes se pongan a mirar televisión durante las clases, en las aulas. Es difícil que puedan aprender bien en semejantes condiciones que, sin embargo, extrañamente, se admiten sin mayor problema. Aunque ya hay quienes han reaccionado ante eso, con razonable consternación, y están tomando medidas al respecto, para tratar de optimizar el contexto para una mejor educación. Una que enseñe, por lo pronto, antes que nada, a prestar atención, a concentrarse.