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Mauricio Kartun: "Nunca seguí un canon"

Sobre la dramaturgia, la escritura y la creatividad

El dramaturgo y director teatral nos recibió en su departamento de Villa Crespo, donde cría un pequeño jardín de terraza y se resiste a usar teléfono celular. "La creatividad no es otra cosa que la capacidad para relacionar cosas que no fueron relacionadas antes", dice, rodeado de sus bibliotecas.

Por Valeria Tentoni. Foto Juan Carlos Casas.

 

Dramaturgo y director, Mauricio Kartun (San Martin, 1946) es además uno de los formadores más marcantes del teatro argentino contemporáneo y un precursor en la enseñanza de la dramaturgia. Reconocido este año con un doctorado Honoris Causa por la UNSAM, él mismo narra en esta entrevista cómo pasó de ser un alumno repitente en la escuela −al que los docentes dejaban leer y escribir en el aula a su antojo, con tal de que no molestara−, a crear de cero el marco teórico para las primeras clases universitarias que se dieron en la materia que lo ocupa.

El año próximo estrenará “La vis cómica” en la sala Cunill Cabanellas del Teatro San Martin, tras el éxito de "Terrenal. Pequeño misterio ácrata". Antes hubo obras indelebles como "Chau, Misterix" o "La casita de los viejos", "El niño argentino".

Kartun nos recibió en su departamento de Villa Crespo, donde cría un pequeño jardín de terraza y se resiste a usar teléfono celular, esperando que los mensajes lleguen, como llegaban antes, después del bip del contestador. Los libros con los que armó las primeras clases de dramaturgia están ahí, alineados sin mayor sistema que su curiosidad, lo mismo que la carpeta amarillenta de apuntes y fotocopias con los que levantó su bibliografía personalísima: son ni más ni menos que las instrucciones para viajar a otro planeta. 

   

 

Tu recorrido de escritura empezó por el cuento, ¿puede ser?

Como siempre, los que escribimos lo hacemos violando un límite. Escribir es violar un límite, que es el que te establece la relación con la literatura como lector. Eso crea una barrera: vos estás de un lado y la literatura está del otro. Quien se reconoce como eterno lector agradece esa barrera, porque justamente el no pasarla le permite disfrutar de todas las ventajas de ser ciudadano del otro país: no estar contaminado con ningún procedimiento, no estar observando cómo se hace, sino simplemente entregarse a disfrutar eso que hace el otro. Pero algunos tenemos pulsión malsana, una especie de pulsión invasora, y se nos da por pisar del otro lado. Empezás a probar qué pasa si lo hacés. Al principio uno suele hacerlo de manera clandestina. Yo había intentado algunas veces escribir, siempre empujado por cierto estímulo escolar pero sobre todo por cierta pasión enfermiza por la lectura. De chico era un lector compulsivo, muchas horas del día se las llevaba la lectura.

¿Y de dónde salían tantos libros?     

Mis viejos tenían muy poca formación escolar, los dos tenían la primaria sin terminar, pero tenían ese impulso del inmigrante, del M'hijo el dotor, esa cosa de facilitar el acceso a la cultura. En mi barrio no había un gran acceso a lo literario, pero sí una pequeña librería, que se llamaba La Mickey, en la que mis viejos me habían abierto una cuenta corriente para que yo pudiese comprar libros y también revistas. Yo consumía mucha historieta, pero también libros, en el límite de lo que puede tener una librería barrial. Mi generación creció leyendo la vieja colección de Robin Hood de tapas amarillas donde estaban Verne, Salgari, Jack London. Yo ahí tenía una especie de provisión muy generosa de material. Como tenía esa cuenta corriente, eso me permitía hacer algo que sigo haciendo ahora, que es comprar libros sin preocuparme por si los voy a terminar o no. Compro y compro libros, y creo que es en lo único en que no me preocupo por el dinero. Mi origen como lector fue un cacho utópico, por ahí, en relación a otras infancias, porque yo podía comprar y probar. Eso me permitió también ir creando un gusto: tuve épocas apasionadas por la novela policial, descubrí a Horacio Quiroga y me conmovió mucho y busqué todo lo que pude encontrar de él. Descubrí azarosamente a Roberto Arlt en la biblioteca de un tío mío y también busqué todo lo que podía de él. Luego mi geografía se extendió: esa librería era de San Andrés, mi barrio, pero San Martín tuvo después su primera librería en una galería, la Dante Alighieri, y allí empecé a incorporar muchas cosas más. Me empecé a armar una biblioteca de manera ecléctica pero con cierto sistema al tratar de agotar a un autor. Leía todo hasta que pasaba a otro.

En esas lecturas tempranas hay algo que aparece en tu dramaturgia, que es el placer por la trama: te gusta contar una historia, en el sentido clásico.

Sí, y quedo atrapado por el gusto de los finales, que es una cagada; quiero decir, en términos contemporáneos, es una especie de pulsión limitante. Yo trabajo mucho con el concepto de relato, de hecho este verano trabajé muy intensamente con una obra que me encantó escribir pero que no encontró buen final, y como no encontró buen final quedó ahí. No la doy por terminada. Tiene que ver con esta pulsión de la estructura más convencional. Del planteo, nudo y desenlace. De la trama.

Hay algo de círculo, de mundo completo ahí.

Sí, en todo caso hay una metáfora de la vida. De que todo lo que empieza, termina, y cuando llega el final de alguna manera ese final recupera algo del pasado. A mí nunca me pesó esta pulsión más clásica, pero la observo: cuando yo me pongo a escribir, empiezo a pensar ¿y cómo termina?, ¿a dónde va? Al principio me dejo ir, pero hay un momento donde necesito aferrarme a ese final porque ese final es el que yo siento que le da el sentido en su acepción de orientación: hacia dónde. 

¿Y cómo siguieron tus lecturas después?

En esta librería que mencioné incorporé a los autores argentinos. Empecé a leer a los contemporáneos jóvenes de por entonces: Piglia, por ejemplo, que era un tipo que a mí me fascinaba como cuentista. Rodolfo Walsh. Abelardo Castillo. Conti.

Castillo es otro maestro del cuento perfecto, nada sobra en sus textos. Trabajan otros temas, pero en el procedimiento quizás sean similares, ¿no?

Mirá, yo gané un concurso de cuentos, las bases las había encontrado en esa librería Alighieri, que estaba vinculada a una revista que se llamaba “Hoy en la cultura”, una revista comunista de por entonces que organizaba un concurso literario para adultos. Me presenté de una manera algo temeraria con el primer cuento que había terminado y me había dejado contento. Ese cuento, en realidad, está inspirado en la forma de monólogo interior o de primera persona que tomaba un cuento de Abelardo Castillo que se llama "Conejo". A mí me había gustado mucho, y yo leyéndolo sentí: ah, pero esta es otra manera de escribir, habla el personaje, ¡yo sé hacer eso! De hecho, yo creo que lo primero que escribí me salió bien porque, de manera encubierta, era teatro. Y lo escribí en una clase de italiano de un profesor generoso que me dejaba escribir en el aula. Cuando él llegó a la conclusión de que era absolutamente imposible que yo pudiese aprobar italiano, me desahució. Eligió dejarme leer y escribir en clase, con tal de que no joda.

Y a esa edad, ¿con quién hablabas de libros?

Con nadie, absolutamente con nadie. Lógicamente, ya en el colegio secundario empecé a encontrar con quién. La gente de la librería, por ejemplo. Pasando la barrera de la adolescencia encontré algunos referentes, pero creo que los encontré cuando empecé a escribir, no antes. Hasta el momento ese en que escribí ese cuento, me gustó, lo vi mecanografiado por primera vez y lo presenté al concurso. Tengo una letra casi ilegible, y recuerdo el momento de pasar de esa especie de barro a la limpieza de algo tipeado -gracias a los oficios de una novia que estudiaba dactilografía y tenía máquina de escribir-. Para mi sorpresa y mi fortuna lo gané al concurso, y quienes competían eran autores que ya estaban publicados. Eso fue una especie de impulso, además en un momento muy crítico de mi vida: había muerto mi viejo, yo laburaba en el Mercado del Abasto, mi futuro se configuraba en la hipótesis de seguir trabajando en el Mercado. Creo que a ese rumbo lo rompió felizmente la literatura, porque de pronto ese movimiento continuo fue un empujón hacia un lado donde yo sentía que no tenía que hacer fuerza, y se abría un mundo de una fascinación extraordinaria. Se abría, primero, un mundo de curioso prestigio. Yo lo gané a los 19 años, y era un alumno repetidor que todavía no había terminado el secundario. Por el otro lado, era ir a hacer algo por lo que era reconocido a otro lugar, ir a estudiar algo vinculado con eso. Yo definitivamente no pensaba en ningún estudio universitario, de hecho yo terminé el colegio y no di las materias que me faltaban. Pero con este impulso del premio, pasé al centro. Mi viaje iniciático es al centro de Buenos Aires. La aventura fue acceder a las librerías de la calle Corrientes, a partir de anotarme en unos cursos rarísimos en los que me metía. Si vas a la facultad, la facultad te orienta, te junta con otros que tienen más o menos la misma desviación tuya; pero yo no sabía a dónde ir. Me anoté en uno de literatura de vanguardia, así se llamaba, con el cual ingresé al surrealismo, y en uno de dirección teatral: eso fue un acto de audacia absoluta, porque yo nunca había estudiado nada que tuviera que ver con teatro.

¿Y habías ido a ver teatro en esos viajes al centro?

Sí, iba. El teatro, para quien no lo frecuenta, es un lugar raro, lo mismo que las carreras de caballos. El teatro no es como el cine, en el teatro tenés que conocer a los actores, a los autores, buena parte de lo que se hace te puede aburrir, requiere de un know how. Y yo tenía esa llave, porque mis padres me habían llevado mucho de chico al teatro. Yo sabía cómo entrar pagando entradas baratísimas a los teatros de revista, por ejemplo. 

¿Cómo?

En la puerta, siempre a la izquierda, en la vereda, está parado el señor de la CLAC. La CLAC son los aplaudidores. La CLAC se supone que entra gratis, pero no; en general la arma un jefe de CLAC que vende entradas muy baratas a cambio de que vos aceptes las señas de saludo. Te tenés que sentar atrás de todo, para que no vean que estás siendo dirigido, y él se para adelante y maneja la CLAC. Conocer esto a mí me posicionó en mi barrio como el dueño de un secreto extraordinario, yo era el tipo que sabía cómo entrar, a quién había que ir a hablarle.

Y también fue tu primera experiencia como actor, de alguna manera; la primera vez que te dirigían, ¿no?

Sí, es cierto... De participación. Y estás viendo a la vez la artificialidad. Yo siempre me acuerdo que el jefe de CLAC largaba unos gritos muy estentóreos que a uno no le permitían. Nosotros simplemente aplaudíamos cuando él nos decía. Estaba, por ejemplo, José Marrone en escena, y el tipo hacía cada tanto un chiste y el jefe de la CLAC decía "¡¡Maaaarrone!!", eso era extraordinario de ver. 

¿Se sigue haciendo eso en teatro?

Sí. La CLAC era siempre a favor. Nosotros tuvimos siempre una presencia positiva, pero a principio de siglo y con herencia del teatro español estaban los pateadores. Los pateadores eran también grupos que podían arruinar cualquier función: hacían todo lo contrario. Y a veces eran parte de la competencia o a veces eran espontáneos; si lo que veían era una paparruchada, aparecía el pateo o el titeo, que era muy común, esto de chiflar y patalear. Pero acá, en la época en que yo iba, era todo muy positivo. De alguna manera eras pagado, porque pagabas la entrada a un precio ínfimo. Eso fue como tener la llave de la experiencia teatral. También era el hecho de conocer y saber y poder invitar chicas al teatro, algo que era muy poco común en el barrio: ir al teatro, al centro. Yo creo que me dediqué al teatro por una de esas experiencias... Fue una conjunción de muchas cosas, pero una fue así: fuimos un día con una compañera de por entonces a ver una obra a un teatro pequeñísimo en calle Bartolomé Mitre. Daban una obra de arrabal, que se llamaba "Ceremonia para un negro asesinado". Llegamos, sacamos las entradas, esperamos y no venía nadie... Éramos los únicos. Al rato sale un hombre apenas mayor que yo y se me acerca. Me dice: "Yo soy Carlos Catalano, soy el director de esta obra. Mire, no vino nadie, así que la vamos a tener que suspender. Pero como ustedes se vinieron hasta acá, les queremos dar entradas para la función de mañana además de devolverles el dinero por la de hoy". Ese tipo, Carlos Catalano, fue quien dirigió mi obra "Chau, Misterix" muchos años después, y nos hicimos amigos por este acto. Pero esto no termina aquí: al otro día vamos, vemos la obra, nos conmovemos. Cuando salimos estaba Catalano esperándonos, agradeciendo que hayamos ido, y nos invita a tomar unos mates a los camarines. Bajamos a los camarines y los camarines eran un mundo muy perturbador, un lugar donde ahora los actores estaban allí, seguían con energía -uno estaba absolutamente decidido a robarme la novia-, tomábamos ginebra, comíamos, entraba gente y se incorporaba; era una especie de pequeña fiesta, y yo tuve la sensación de que ese era el mundo perfecto: hacer arte y divertirse. No sé cuánto duró, para mí fue tiempo abolido. A lo mejor duró media hora o tres horas, no lo sé, pero para mí esa fue una experiencia muy fuerte. Tiempo después de lo de "Chau, Misterix", Catalano se mudó a Tandil, y él fue el creador de la Facultad de Arte de Tandil, en una especie de acto quijotesco. Él viajaba a dar clases en veterinaria, porque era veterinario, y como le quedaban algunas horas libres armó un grupo de teatro y de pronto la gente de la facultad le propuso hacerlo dentro del marco institucional. Crearon el Instituto del Teatro, y yo empecé a dar clases allí. Luego se transformó en una carrera universitaria, yo concursé y quedé trabajando hasta el año pasado, que me jubilaron. 

Acabás de mencionar "Chau, Misterix", que nos lleva mucho a tu lectura de las historietas.

Yo creo que tenía que ver, en el momento en que lo escribí, con recuperar algo orgánico de mi imaginación. Yo era muy fantasioso -sigo siéndolo, por suerte el arte transforma la fantasía en caloría y podés hacer otra cosa con ella-, y jugaba mucho solo en la terraza de mi casa, creando personajes. Creo que la obra simplemente tomó algo de lo que me pasaba en la cabeza cuando era pibe, tenía que ver con descubrir la naturaleza del acto imaginario y la ocurrencia de ponerlo en el escenario, que por cierto no creo haber sido el primero en haberlo hecho.

¿Y cómo fuiste encauzando esa fantasía abundante hacia la dramaturgia? Venías del cuento, ¿cómo pasaste a las escenas y los diálogos?

Recuerdo el punto de inflexión. Yo le llevaba los cuentos a un escritor de San Martín que se llamaba Hugo Loiaccono, y una vez me dijo que lo más duro que yo tenía eran los diálogos, y que a los diálogos había que ejercitarlos, porque se hacían con el oído. Me dijo: "Escribí teatro, que es un gimnasio perfecto para desarrollar diálogos, porque no hay otra cosa que diálogos. Vas a ver que cuando empieces a escribir teatro, cuando vayas a la narrativa los diálogos van a tener otra presencia". Una muy buena observación, pero una observación que me tiró para el teatro. Me convirtió. Vi un día caminando por la calle Corrientes un cartelito de un curso de dramaturgia, me anoté, y esa fue la primera formación. El tipo que daba las clases se llamaba Pedro D'Alessandro, era un argentino que había llegado hacía poco de Estados Unidos donde había estado estudiando lo que nosotros llamamos "dramaturgias duras", la zona más industrial de la dramaturgia. Yo aprendí muchas cosas que me fueron muy útiles, algunas no tanto, pero ahí me convertí en autor. Existía por entonces una asociación de estudiantes de teatro, y yo era el único representante de dramaturgia en toda la asociación, fue mezclarme con actores, directores. Ahí entré al conocimiento sistemático.

¿Actuación nunca estudiaste?

En la asociación todos me decían: no puede haber un dramaturgo que no se haya subido a un escenario, al teatro lo entendés desde el cuerpo. Era un bombardeo continuo, pero a la vez yo me moría de cagazo de la sola hipótesis de subirme a un escenario, no me veía. Primero me anoté en unas clases de expresión corporal que daban Lito Cruz y Carlos Moreno en el Teatro IFT, donde los ejercicios eran "tóquense y reconózcanse"; y yo me decía "¿qué hago acá? ¡Si me vieran los del barrio acá, tocando gente que no conozco!" Eso duró un tiempito, pero por supuesto no me formaba como actor. En el interín llega a Buenos Aires, en el exilio, Augusto Boal. Para mí él era un referente, yo había visto un espectáculo de él y había quedado fascinado. Me entero que va a dar un curso, y me digo: tengo que ir, yo lo quiero escuchar. Entones me fui a anotar, pero pedí que me anoten como oyente. Nadie entendía, porque me decían que no existía la categoría de oyente en un curso de actuación. Me anoté igual. Durante las primeras clases, encontré una forma estratégica de esconderme. Y cuando me di cuenta de que en algún momento me iba a hacer pasar a hacer algún ejercicio, preferí que suceda cuando yo quería. En un momento tuve un impulso y pedí pasar. En principio, descubrí que eso se podía hacer. Descubrí también que no iba a ser bueno nunca, pero que podía divertirme haciéndolo. Entonces, en realidad, yo estudié actuación, pero lo que a mí me interesaba no eran las técnicas de actuación, me interesaban las técnicas vinculadas a la construcción de un discurso político con el teatro. Más allá de eso, después llegó la época de la dictadura militar y yo estaba sin laburo y trabajé en algunas películas, siempre papelitos diminutos y en películas irreproducibles. Para mi desgracia están en YouTube y las pasa cada tanto canal Volver, alguien me manda una captura de pantalla, "¡Te vi con los SuperAgentes!", "¡te vi con Porcel!"

¿Actuaste con Porcel?

Laburé con Porcel, con Olmedo, con Palito Ortega, con Los SuperAgentes, con Andrea del Boca... En aquél momento me perturbaba muchísimo la situación; estar haciendo eso mientras todo estallaba. Yo había tenido un grupo de teatro...

¿Teatro abierto?

No, previo a Teatro Abierto. Yo había tenido un grupo de teatro que se llamaba “Cumpa”, durante los setenta y hasta la llegada de la dictadura, con el que habíamos hecho teatro político y militante. Entre otras cosas, estábamos incorporados a la cátedra de Historia Nacional y Popular de Horacio González, donde hacíamos ilustraciones teatrales de momentos históricos que nos pedía Horacio, de una semana para la otra. Cuando vino el cambio, nos dieron una patada en el culo a todos; vino el golpe militar y quedamos mudos. Y en mi caso también yo quedé muy temblequeante, porque los últimos trabajos que había hecho eran el de Cumpa, el de los grupos de teatro de calle de Augusto Boal, y me había incorporado a la filmación de una película que hacía Pino Solanas, Los hijos de fierro, a la que entré para escribirles canciones de murga y después me pidieron me quede ayudando con canciones, textos y demás. Entonces, mis últimos antecedentes eran peligrosos. Tanto Boal como Pino habían partido al exilio. Los dos, de una manera muy generosa y fraternal, me habían propuesto irme con ellos. "Hay que irse, lo que se viene va a ser muy duro, vos no te lo imaginás", me decían. Boal lo había vivido en Brasil, lo conocía bien. Ellos se fueron, yo me quedé. Esos años fuero un lugar de un silencio muy angustiante. Yo lo único que podía hacer era ganarme la vida haciendo bolos en cine y esperando que cambien las condiciones, pero esperando en un tembladeral.

¿Por qué no te quisiste ir?

Porque tenía una idiota convicción democrática: que si yo no había hecho nada penado por la ley, yo podía defenderme con la palabra. ¿Por qué me voy a ir? No he manejado armas, no he hecho nada contra la ley, ¿por qué debería escapar? Antes de que vuelva la democracia, y en la necesidad de volver a escribir, cosa que no estaba haciendo casi, entré en el taller de dramaturgia de Ricardo Monti. Ese es el otro punto de inflexión grande, hermoso; tener por primera vez un maestro al que le creía todo. La sensación era: ¡todo lo que me enseña, me sirve! Ricardo fue un revelador del sentido fotográfico de la palabra. Todo lo negativo pasó a positivo, de pronto, y vi más donde había oscuridad una imagen. Entendí por qué había ganado a los diecinueve años aquél premio, y al año siguiente me presenté con otro cuento y ni figuró: entendí la diferencia entre haber escrito algo con el deseo y la imagen, y luego haber escrito de manera especulativa para tratar de ganar un concurso. Entendí lo que era la imaginación, entendí lo que era el “yo vicario”, el yo metido en el cuerpo del otro, tan propio del dramaturgo, el dramaturgo que se metamorfosea en el personaje. Entendí el fenómeno de la imagen como hipótesis creadora. De allí salieron varias obras. Todo lo que yo he hecho luego, incluso como maestro, viene de la deriva de esas clases.

Siempre muy dispuesto a aprender, de todo sacaste jugo, da la impresión.

El malentendido es que a cierta altura a uno le instalan una convicción: que solamente la educación formal es la que puede transmitir el conocimiento. Yo iba a estos cursos y era una especie de esponja, todo lo que venía me parecía importante, pero no lo podía pensar en términos de aprendizaje formal, me llevó un tiempo entenderlo. Lo que es curioso es que yo luego configuré una carrera académica a partir de enseñar algo sin haber tenido título secundario y a la vez enseñando algo que no tenía antecedente académico, como es la dramaturgia, que no existía en ningún lugar del mundo la cátedra de dramaturgia. Ni siquiera en España, donde lo enseñan más desde la literatura. En Estados Unidos tampoco existía la carrera de dramaturgia, no existía la materia. En todo caso, lo que existía era dramaturgia como mecanismo de análisis, pero no sistematizado el proceso creador en las universidades.

¿Todo empezó en Tandil?

No, todo empezó en la EMAD, en la Escuela Metropolitana de Arte Dramático. Primero empezó en mis cursos; después que dejé Monti, empecé a dar unos talleres en el marco de Teatro Abierto. Los alumnos que tuve me pidieron continuar luego trabajando, y una amiga muy querida me prestó un departamento vacío que tenía y ahí empecé a armar grupos y a dar clases. Ese fue el comienzo, empecé a sistematizar. El primer acto de sistematización fue con el revolver en la cabeza, porque tuve que ir a dar un taller a Trelew. La semana anterior me senté, agarré los apuntes de Boal, los apuntes de Monti, libros, todo lo que había encontrado, y lo escribí en un cuaderno. Cuando uno se ve obligado al acto elocuente básico de poner en palabras lo que tenés en la cabeza de manera confusa, eso se ordena. En una hipótesis muy discutible desde lo académico, sostengo que eso es parte de las virtudes del psicoanálisis: el hecho de encontrar la palabra. Yo creo en el acto elocuente; cuando uno encuentra la palabra que nombra, ordena. Así que ahí armé una base, después empecé a tachar y a sumar. Es un trabajo de jardinero, desbrozar, podar, y dejar crecer algunas cosas, que las sigo dejando crecer todavía porque en mis clases sigo desarrollando mucho. Donde esto se instaló fue en la EMAD, donde hace veinticinco años creamos la carrera de dramaturgia gracias al acto audaz de sus autoridades que creían en mí y me pidieron que la arme, primero como un curso, y ahí tuve que armar la base teórica para dar un año de clase.

¿Y de dónde pediste prestada teoría? ¿De la literatura? ¿Del cine?

Son muchos los materiales con los que fui construyendo las clases, amontonamientos de bibliografía. Desde los análisis de las películas de Bergman, textos de Filosofía del arte, sobre la escritura dramátic, las entrevistas a escritores de The Paris Review, Bergson… De ahí buscás y sacás algo. Nunca seguí un canon. Probablemente porque tampoco tuve acceso orgánico a un canon, pero también porque yo me transformé en un maestro de dramaturgia con la misma energía de la Librería Mickey de San Andrés: deseo, erotismo. Yo empiezo un libro, no me fascina, y se me deshace entre las manos. Siempre es desde el deseo y la deriva. El gran quilombo de los pensamientos es que cuando alguien los monopoliza quedan limitados a las fronteras que le establece ese pensamiento. Cada uno de nosotros crea pensamiento y crea fronteras. En ese sentido, yo creo que la única posibilidad de romper las fronteras es pararse en otro continente. No se trata simplemente de ir más allá de los límites de lo que uno cree, sino de mirarlo desde un punto de vista totalmente distinto. Desde otro planeta. Entonces, mirar a la dramaturgia desde la jardinería, por ejemplo, es una posibilidad de acceder, por analogía, a cosas que de otra manera no podrían aparecer nunca. La creatividad no es otra cosa que la capacidad para relacionar cosas que no fueron relacionadas antes. El gran problema de lo normado es que quedás atrapado en una serie de conexiones ya establecidas. Dentro de lo conocido, dentro de lo dogmatizado dentro de la dramaturgia, los cruces que yo puedo hacer son muy escasos; ya se hicieron todos, queda muy poco por descubrir ahí. La posibilidad siempre está afuera, siempre está en hacerlo estallar a ese dogma. 

¿Cuándo escribís?

En principio, escribo cuando me enamoro del proyecto. Luego sí tengo épocas en que estoy muy ganado por el laburo de la docencia y la cabeza marcha para otro lado, pero igual en la docencia a veces estoy generando muchos proyectos. Luego tengo épocas que me voy de Buenos Aires, me rajo a una casita que tenemos y trato de quedarme escribiendo muy obsesivamente durante muchas horas todos los días. Un mes de aislamiento a mí me rinde un año. Me levanto todos los días muy temprano, con mucha alegría. Es una especie de impulso vital. Y sí lo que hago durante todo el año sin parar es corregir. Yo corrijo casi como una especie de actividad lúdica. Y obsesiva.

La última: en una entrevista dijiste que en tus planes estaba escribir una novela. ¿La escribiste? ¿La estás escribiendo?

Me aparecen por desviación de monólogos. Cuando me siento a escribir un monólogo y siento que no lo puedo terminar como tal -porque se me hace larguísimo y yo, como dramaturgo, tengo conciencia de lo tedioso que resultaría aun en el cuerpo del mejor actor-, en ese momento pienso en conversión de norma, y me digo quizás no escribí otra cosa que una nouvelle en primera persona. Y entonces fantaseo con eso.

 

 

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