Mario Nosotti: "Ortiz no es un poeta paisajista"
Y su nuevo libro dedicado al poeta entrerriano
Lunes 28 de junio de 2021
Un extracto del exquisito La casa de los pájaros, de Mario Nosotti (Ediciones UNL), notas sobre la vida y la obra del poeta Juan L. Ortiz, considerado por el escritor Juan José Saer como «el más grande poeta argentino del siglo XX».
Por Mario Nosotti.
Ortiz no es un poeta paisajista. La impresión que producen en él los fenómenos de la naturaleza ya no tienen que ver con la abstracción de una escena sino con el efecto de la materialidad. Algo aparece vivo, titilante, como visto por primera vez. Y si en algún momento algunos elementos se conjugan para esbozar un cuadro —como de hecho ocurre en varios poemas cortos—, se trata de una especie de escena emocional. Quizás estemos, como dice el poeta Arturo Carrera, ante una idea nueva de Naturaleza, aquella que miramos desde el marco de la página, en los versos y las sílabas, en sus acentos y sonidos, «y entonces lo que miramos es también la vida, la otredad de la vida del otro».
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Alejada del tono enfático, tendiente a lo dialógico, la poesía de Ortiz toma del simbolismo el carácter alusivo, un modo de decir que evade lo referencial, en cuyo avance es posible perderse, y es difícil muchas veces saber «de qué se habla». Todo trabaja en pos del cambio y la levedad musical. La consustanciación con el río, los árboles, las luces, los momentos que huyen, hacen que el campo entrerriano se abra a lo fantástico sin dejar de ser plenamente sensitivo. En el poema está la resonancia de un espacio que se hace realidad verbal: «El mundo es un pensamiento/ realizado de la luz».
Ya en los primeros libros está la voz sutil, dubitativa, atenta a los matices que expresan un sentir celebratorio y siempre agradecido, una serenidad atenta, por momentos cercana a la visión budista. «Este río es el río/ o es una cinta de sueño que se va hacia la muerte,/ a la vida profunda del sueño de la esencia?». Y ya están las preguntas, y las repeticiones, un yo que pareciera querer hacerse a un lado para que todo hable: «Un silencio cortés, ante las cosas y los seres…/ Ellos debían aparecer con su vida secreta solo llamando el silencio/ pero con cuidados infinitos, ah, y con humildad infinita».
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Cuando lo humano irrumpe en la escena del paisaje casi es siempre mostrando la cara del dolor: los ranchos que tiritan en el frío, el oscuro temor a las crecidas, y más allá la guerra, la lucha con las «fuerzas oscuras» que ahogan el derecho a una vida más plena. La dicha del que accede a las voces del río, los cambios de las estaciones, las materialidades más sutiles, está tarde o temprano interferida por el remordimiento, una especie de culpa por ese privilegio construido sobre las espaldas de los otros.
Para Ortiz sin embargo la revolución, el anhelo de cambio, no es algo meramente partidario o ideológico; implica la transformación de nuestra percepción, implica constatar la relación entre todo lo vivo, incluso la atención a lo invisible, la asunción de la muerte y la separación como parte de la danza vital que todo lo transforma. Trocar lo individual y lo identitatario en pos de lo dialógico, de lo relacional, lejos de ser una abstracción, tiene profundas implicancias políticas. Una especie de pensamiento bio–poético donde hasta lo ecológico no está reñido con la reivindicación social, sino que es parte necesaria para su entramado.
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No es que haya vivido siempre en su provincia, que fumara con largas boquillas y escribiera en papeles de seda con letra microscópica, lo distinto no está en el personaje. Alguien sigue una intuición. No hay camino trazado sino algo que vacila, que se va conformando paso a paso. Toda la obra de Ortiz es un registro minucioso de las variaciones que un espacio abre en un cuerpo, de la conversación sostenida entre un espíritu y una pared blanca. La entrega a esa «espléndida monotonía» de la que habla Hugo Gola, donde el poeta encuentra la incesante variación de lo real. Persistencia en un vislumbre, un llamado que exige una entrega sin reservas. Es esto lo que hace de Ortiz un marginal. En una sociedad acomodaticia y distractora, alguien persiste por décadas en el auscultamiento de lo mismo, los latidos del mundo, del propio corazón. La radicalidad con que acomete esta experiencia, sin aspavientos ni afectación, nutre y entrama la voz de su poesía. Detrás de aquella impronta de ascetismo, está el dialogo atento con su tiempo, del que busca extraer algo más que una simple expresión.
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«No veo en el paisaje, como Sartre dijo muy bien, solamente paisaje. Veo, o lo trato de ver, o lo siento así, todas las dimensiones de lo que trasciende o de lo que diríamos así, lo abisma. Es decir, la vida secreta por un lado y la vida no solo con las criaturas que lo habitan o lo componen sino con las otras cosas con lo que está relacionado no solamente en el sentido de las sensaciones, diríamos.»
«A veces pienso que tengo una carga de superchería... esa es la verdad, no me siento seguro ni de la expresión, alguien me habló de “la riqueza del lenguaje”, no... esto no lo es. He leído con atención ciertas cosas, he tomado lo que se dice, lo instrumental de eso, pero... pero... yo quisiera hacer una cosa completamente transparente, invisible casi. Donde no hubiera ni siquiera imagen, ni mención o apenas mencionar, eso sería lo ideal. Naturalmente... siempre se busca la poesía... es tan fugitiva como podría serlo la felicidad tal como la conciben los hombres.»