Los últimos
Por Monika Helfer
Martes 04 de enero de 2022
"La realidad se cuela en el dibujo, fría y sin piedad, hasta el jabón se acaba. La familia es pobre, apenas dos vacas, una cabra. Cinco hijos". Un extracto de la novela de la austríaca nacida en 1947 que tradujo Gabriela Adamo para Edhasa. Helfer ha publicado novelas y cuentos y es una de las escritoras en lengua alemana más renombradas de la actualidad.
Por Monika Helfer. Traducción de Gabriela Adamo.
Ten, toma los lápices, dibuja una casita, un arroyo un poco más abajo, un aguadero, pero no dibujes un sol que la casa está en la sombra. Detrás, una montaña: como una piedra erguida. Delante, una mujer erguida que tiende la ropa en la soga; la soga no está del todo tensa, está atada a dos cerezos: uno a la derecha de la veranda que da a la entrada de la casa, el otro a la izquierda. En este preciso momento, la mujer cuelga un enterito de bebé y un saquito, o sea, tiene hijos. Lava seguido: las cosas de los niños y las de su marido y las propias, es dueña de una blusa blanca especialmente bonita.
Quiere que su familia esté limpia, como las familias de la ciudad. Tiene muchas cosas blancas; realzan su cabello oscuro y sus ojos oscuros, y el cabello oscuro y los ojos oscuros de su marido. Los de abajo, los del pueblo, casi nunca se visten de blanco, ni siquiera los domingos. Un rostro serio tiene, ojos profundos. ¡Dibuja los ojos con lápiz de carbonilla! El pelo pegado a la cabeza, negro, con un poco de marrón, porque el lápiz de carbonilla se partió. Los lápices de colores buenos no brillan y además son caros.
La realidad se cuela en el dibujo, fría y sin piedad, hasta el jabón se acaba. La familia es pobre, apenas dos vacas, una cabra. Cinco hijos. El hombre, de pelo negro como la mujer, como barnizado incluso, apuesto, mucho más apuesto que los demás. Tiene un rostro fino, pero sin alegría, parece. La mujer, apenas treinta años, sabe que los hombres la miran, ni uno que no lo haga. Cuando su marido la aprieta contra su cuerpo, siente los pechos y la panza —él se lo dijo exactamente así—, ve todo negro y se deja caer en la cama por el cansancio. Ella se desviste rápido, se acuesta a su lado y sabe que él sólo se hace el dormido, que no quiere fallar. Por eso se dejó puesta la enagua delgada. Para que la cosa no sea tan obvia. Mira por la ventana abierta hacia el cielo nocturno. Ni la luna se asoma por encima de la montaña. A veces, pasa cerca: puede ver el reflejo, arriba, sobre el filo. Una vez grita un niño, ella sabe cuál; después llora otro, ella sabe cuál. Pero no logra levantarse, cansada no está, piensa, es que me cuesta. Hasta qué edad viviré, piensa.
La niña, dos años, aparece junto a la cama en el medio de la noche. Es Margarethe. La Grete. Tiembla.
—Mamá —susurra.
La mamá también susurra:
—Ven.
La pequeña se mete bajo la manta. El padre no debe enterarse. La niña no se acuesta entre los padres; se acuesta en el borde de la cama. Hay que agarrarla para que no se caiga, abajo, al piso, porque la cama es bastante alta.
La niña era mi madre, Margarethe, una pequeña temerosa que se escondía entre las polleras de su madre cada vez que se cruzaba con el padre. El padre era cariñoso con los otros cuatros niños; era cariñoso a grandes rasgos, y también lo sería con los dos hijos que aún iban a nacer. Sólo despreciaba a esta niña, Margarethe, porque creía que no era su hija. No sentía enojo hacia ella, ni rabia; la despreciaba, le daba asco, como si toda la vida hubiese sentido en ella el olor del intruso. No le pegó jamás. A los otros niños, a veces. A la Grete, jamás. No quería tocarla ni con un golpe. Hacía como si no existiera. Que hasta su muerte no le dirigió la palabra. Y que no tiene conciencia de que alguna vez la hubiera mirado. Eso me contó mi madre, yo sólo tenía ocho. Mi abuelo no quería tener nada que ver con la temerosa. Para mi abuela, eso fue motivo suficiente para abrazarla e incluso quererla más que a los demás. Maria se llamaba mi abuela, la bella, la que habría sido cortejada por todos los hombres del pueblo de no haberle tenido, ellos, tanto miedo a su marido.
Pero me adelanto. Porque esta historia empieza cuando mi madre aún no había nacido. La historia comienza cuando no había sido siquiera concebida. Comienza una tarde en la que Maria, una vez más, estaba colgando la ropa. Eran los primeros días de septiembre de 1914. Y vio al cartero, abajo, en el camino. Ya lo vio a lo lejos.
Desde donde estaba se podía ver el valle hasta abajo, hasta la torre de la iglesia que sobresalía entre los tilos. El cartero empujaba la bicicleta porque el camino hacia la casita era empinado y, a partir del desvío, nada más que pedregullo suelto. El hombre estaba agotado; quería que lo llamaran adjunto —la denominación oficial de su puesto era adjunto de correos—, llevaba un uniforme con botones brillantes, transpiraba, se había aflojado la corbata, abierto el cuello. Se quitó la gorra, pero sólo un segundo, para saludar y airearse. Maria dio un paso atrás cuando él le alcanzó el sobre. Era un sobre azul con un recorte suelto al frente que había que arrancar. Había que firmar ese recorte y enviarlo de vuelta al remitente. El remitente era el Estado, y quería contar con una prueba. El adjunto sabía que ella sabía que le gustaba y más. También sabía que él le era indiferente. No era ni la mitad de atractivo que Josef, su marido, el de la mirada oscura, si es que la apariencia era algo que se podía cortar al medio o duplicar.
El adjunto no aprobaba la forma en que los hombres del pueblo hablaban sobre Josef y Maria. Los hijos no son prueba de nada, y menos de que alguien supiera hacerlo bien en lugar de, simplemente, saber hacerlo: cuatro hijos no significaban nada de nada. Una mujer puede tener hijos aunque el hombre no le guste, está en su naturaleza, y la naturaleza no tiene nada que ver con el amor, y que de casualidad se llamen Maria y Josef no quería decir absolutamente nada, más bien al contrario. Eso era lo que los hombres hubiesen querido. Porque de ser así —eso pensaban— tal vez hubieran tenido alguna posibilidad con la bella Maria. La pareja no se mostraba casi nunca junta en el pueblo; de ahí los hombres también sacaban sus conclusiones y encontraban más justificaciones. Y cuando aparecían, no se mostraban felices el uno con la otra, no se miraban entre ellos, el Josef como siempre serio y la Maria casi siempre también, como si se acabaran de pelear. Pero los hombres no tenían idea. A Maria le gustaba estar abrazada en la cama con Josef, tenía temperamento. Y a su marido a veces también. Ni de lejos estaban en la situación de tener que oscurecer el cuarto cuando se acostaban juntos. Ni de lejos. Y cuando habían soplado la vela y el cuarto quedaba a oscuras, solían permanecer un rato largo hablando.
Sólo una vez por semana el adjunto llegaba tan lejos, porque había que subir mucho y el acceso era difícil. Y pocas veces Maria estaba sola, y pocas veces delante de la casa. Varias veces había golpeado la puerta y nadie había abierto. ¿Todo ese camino por la nada misma? Él habría preferido que la gente que vivía acá fuera, desparramada, tuviera amigos abajo en el pueblo, al menos uno, donde dejar las cartas para que ellos mismos después las buscaran. Pero una carta del Estado debía ser entregada en persona. Al menos hoy la podré mirar, pensó el adjunto.
Los límites del pueblo llegaban lejos; hasta el último asentamiento había por lo menos unahora de camino, contando desde la iglesia. Seis casas estaban en los límites, detrás empezaba la montaña. Los que vivían al pie, bajo su sombra, no se llevaban bien con los del pueblo, y tampoco entre ellos. No llevarse bien significaba no querer saber cómo le va al otro, nada más. Vivían allí porque sus antepasados habían llegado más tarde que los demás y la tierra era más barata, y era más barata porque trabajar esa tierra era muy duro. En el extremo más lejano, atrás y arriba, vivían Maria y Josef con su familia. Los llamaban los Últimos. El padre y el abuelo de Josef habían sido changarines; eran los que no le pertenecían a nadie, los que no tenían un techo firme sobre sus cabezas, los que se mudaban de un asentamiento al otro y pedían trabajo y en verano cargaban montañas sobrehumanas de heno hasta los graneros de los campesinos; era la más baja de todas las ocupaciones, más baja que la del siervo.
La carta era del ejército. Era la orden de leva. Austria le había declarado la guerra a Serbia y Rusia había saltado para apoyar a Serbia y el emperador alemán había saltado para apoyar a Austria y le había declarado la guerra a Rusia, y Francia había saltado para apoyar a Rusia y le había declarado la guerra a Alemania y a Austria, y Alemania había invadido Bélgica.
El cartero seguía sosteniendo el sobre azul en la mano. Para sus adentros soñaba que ayudaba a Maria: algo sucedía y él la ayudaba y ella por fin se daba cuenta de qué clase de hombre era él en realidad. Con gusto la habría liberado de su marido; se imaginaba que ella sufría con él y creía que él mismo era uno de esos que, cuando se da el caso, saben mostrar mucho cuidado y afecto, y no sólo por un rato, por una noche o así, sino hasta que la muerte los separe. Ni una mancha roja en su cara, tampoco en el cuello. No veía ni una arruga, ni vertical entre los ojos señalando la frente, ni junto a la boca, ni desde los ojos hacia las sienes. Sus manos eran ásperas, pero sólo del lado de adentro. Por afuera eran como doradas. Su marido solía ir de acá para allá. Tenía asuntos. Qué clase de asuntos, eso el adjunto no lo sabía, y Maria tampoco. En el pueblo se sospechaba que eran asuntos raros y torcidos. Josef tenía fama de irse enseguida a las manos. Pero los hombres decían eso sólo para calmarse, para justificar entre ellos su propia cobardía. Porque hasta el momento ninguno se había animado a irle de frente a Maria. Justamente porque el Josef es uno de esos que enseguida se van a las manos. Aunque pelear, la verdad, no lo había visto nadie.
La carta era del ejército, dijo el adjunto. Maria debía confirmar la recepción con una firma. Que entre paréntesis escribiera “esposa”. Tenía a mano un lápiz indeleble, confiable. Él mismo humedeció el lápiz con la lengua.
Maria sabía que había guerra, pero que alguna vez tendría algo que ver con ellos, que su estruendo llegaría hasta allá atrás, al último rincón del valle en la sombra de las montañas, eso no se le había cruzado por la cabeza. Qué era exactamente lo que decía la carta impresa, qué palabras, eso no lo habría podido repetir, pero esto sí: Josef Moosbrugger debía partir a la guerra.
El alcalde se llamaba Gottlieb Fink y también tenía sus asuntos. Era el único con el que Josef hablaba más allá de lo estrictamente necesario. Más que sí, no, buenas y, otra vez, sí, no. A veces, Josef había bajado de la montaña directo hasta la casa del alcalde, había entrado sin golpear o llamar, y se había quedado una buena hora dentro. Pero no eran amigos. Al alcalde le hubiese gustado ser amigo del Josef Moosbrugger. Era el único con el que se podía hablar; primero, porque no tenía enfermedades; segundo, porque no apestaba como un animal, y tercero, porque no era idiota, sabía leer y escribir y calculaba mejor que bien. Le dabas las multiplicaciones más difíciles, entornaba una vez los ojos y ya las había sacado. El alcalde era generoso. Cuando había asuntos siempre repartía, incluso las veces que Josef apenas participaba. Siempre mitad y mitad. Josef no era tan generoso. Pero el alcalde no se lo echaba en cara. El alcalde tenía vacas, chanchos, gallinas y un par de cabras, esas las tenían todos; además había construido un taller junto a su casa. Había aprendido a hacer carabinas. Antes hasta torneaba y fresaba él mismo los cañones y serraba y tallaba la madera para las culatas y las aceitaba y las pulía. Ahora se hacía mandar las partes desde distintos lugares del sur de Alemania y simplemente las encastraba. Resultaba más barato y rendidor. Le ponía la chapa con su sello, así el arma se convertía en un Fink auténtico, y los fusiles Fink seguían teniendo su fama, como si todas sus piezas estuvieran hechas a mano.