Leer o reventar: cuando la literatura adivinó el futuro
Predicciones literarias
Miércoles 25 de julio de 2018
¿Sabías que la ficción predijo el hundimiento del Titanic y la destrucción de las Torres Gemelas? "Aldous Huxley se adelantó a los antidepresivos; George Orwell creó los reality shows; Ballard imaginó las redes sociales; William Gibson inventó la palabra «Ciberespacio»". Un paseo de la mano de Matías Moscardi (con Žižek y Derrida) por los futuros que se imaginaron primero en los libros.
Por Matías Moscardi.
En marzo de 2001, la serie televisiva The Lone Gunmen –un spin-off de Los Expedientes Secretos X– estrena su capítulo piloto. La temática de los episodios recuerda las teorías conspirativas gubernamentales que ya circulaban por los X-Files. Entre los guionistas del piloto se encuentra el genio creador de ambas series: Chris Carter. En este primer capítulo, un grupo de agentes norteamericanos –con el objetivo de incrementar la venta de armas a nivel internacional– ejecutan el siguiente plan: secuestran un Boeing 727 con pasajeros y, por medio de un mando a control remoto, intentan estrellarlo… ¡contra las Torres Gemelas! La imagen central de este episodio –un avión inmenso atravesando el cielo en dirección a las Torres– parece filmada en vivo y en directo desde el futuro próximo. Cuando la vi, no podía creer que esa escena haya salido al aire casi seis meses antes del atentado.
Un amigo al que le comenté mi asombro me contó que Slavoj Žižek menciona la predicción literaria de un hecho histórico parecido: el hundimiento del Titanic, anticipado catorce años antes en la novela Futility, or the Wreck of the Titan (Futilidad, o El naufragio del Titán, 1898), de Morgan Robertson. La novela narra el hundimiento de un transatlántico gigante que, según todos los pronósticos, jamás podía hundirse. «¿Quién hubiera podido imaginarlo?». La pregunta suele aparecer y resonar con estupor ante hechos de magnitudes semejantes, que irrumpen con toda la violencia de lo impredecible, haciendo que lo colosal parezca fútil, que un barco indestructible se vuelva insignificante como una hormiga.
Habría, sin embargo, que reformular el interrogante: no importa tanto quién hubiera podido imaginarlo sino dónde hubiera podido imaginarse. Si todo acontecimiento está antecedido por y construido sobre una base ficcional irreductible, antes de que cualquier cosa suceda, tiene que ser, primero, imaginable –más allá de si es o no efectivamente imaginada en acto. Y lo imaginable es nada más y nada menos que el terreno de la creación literaria. La literatura podría pensarse como un espectro de lenguaje, en su doble sentido: espacio en donde habitan los fantasmas de lo decible –exorcizados y desterrados de la realidad– pero también registro de las reacciones sensibles del sistema físico de la lengua.
En Bienvenidos al desierto de lo real (2002), además de comentar el hundimiento del Titanic, Žižek analiza el lugar premonitorio del cine en cuanto a la catástrofe de las Torres Gemelas. Escribe: «Los medios de comunicación no sólo habían estado bombardeándonos con su discurso sobre la amenaza terrorista, sino que además ésta había sido investida libidinalmente. Basta con recordar películas como Escape de Nueva York o Independence Day. Aquí está el núcleo de la tan mencionada relación de los ataques con el cine catástrofe de Hollywood: lo impensable que aconteció era un objeto de fantasía, de forma que, en cierto sentido, Estados Unidos obtuvo aquello con lo que había estado fantaseando, y ésta es la mayor sorpresa». El último giro del vínculo entre Hollywood y la «guerra contra el terrorismo», comenta Žižek, tiene lugar cuando el Pentágono solicita la ayuda de Hollywood. A principios de octubre de 2001, después del atentado, la prensa norteamericana informa que un grupo de guionistas de cine catástrofe se reúne con agentes del gobierno con el propósito de imaginar situaciones para posibles ataques futuros y formas de combatirlos, prueba empírica definitiva –acentúa Žižek– de que Hollywood funciona como «aparato ideológico de Estado». Luego, sugiere que la pregunta que deberíamos habernos hecho mientras veíamos la televisión el 11 de septiembre de 2001 es: ¿dónde ya hemos visto eso una y otra vez?
En Las aventuras de Arthur Gordon Pym (1838), Edgar Allan Poe describe un naufragio cerca de las islas Malvinas, que ocurriría años después; en los Viajes de Gulliver (1726), Jonathan Swift se refiere a las dos lunas del planeta Marte, cuya existencia era desconocida para la época; Julio Verne vislumbró el viaje a la luna, el submarino, las videoconferencias; Aldous Huxley se adelantó a los antidepresivos; George Orwell creó los reality shows; Ballard imaginó las redes sociales; William Gibson inventó la palabra «Ciberespacio».
Más allá del marco genérico de la ciencia ficción –y mucho más allá, también, de las meras coincidencias– lo cierto es que parece haber algo en la literatura que entabla una íntima afinidad con lo predictivo. Resuena en la etimología de esta palabra el dictum, lo dicho: la palabra que antecede a los hechos. La literatura –el cine lo es– parecería haber captado –o ser el dispositivo ideal para captar mejor– lo predicho de todo acontecimiento: el germen de los hechos, lo real en estado embrionario.
En los diez volúmenes de Las centurias (1555), famoso libro de Nostradamus con más de mil predicciones divididas en cuartetas, los exégetas dicen haber encontrado vagas alusiones a la revolución francesa, la llegada de Napoleón, la Segunda Guerra Mundial, Hitler, Mussolini, Franco y la muerte de Kennedy. Creo que Nostradamus predijo una sola y única cosa: el nacimiento de la poesía moderna, la idea de que la ficción, sus consensos y disensos, son el único sustento posible de lo real.
En este sentido, tampoco es azaroso que los romanos imaginaran el fatum –el hado, el destino– como «lo escrito». El filósofo argelino Jacques Derrida, en su libro De la gramatología (1968), llega a la conclusión de que existe una escritura virtual –la llama archiescritura– que precede y funda la posibilidad de todo signo instituido y, por lo tanto, de todo lenguaje humano. De una punta a la otra, en la historia de la filosofía, la escritura aparece como el soporte privilegiado de lo real y las epistemes desde las cuales lo real se expresa y se comprende: quizás esto explique bien el hecho de que busquemos –y encontremos– en la literatura, como quien desanda un camino de migas en el bosque, los rastros traumáticos de la historia.