Leer a Dostoievski
Por Walter Benjamin
Miércoles 22 de enero de 2020
"Cuando cierro una novela de Stendhal o Flaubert, una novela de Dickens o de Keller, siento como si saliera de una casa hacia el exterior (...) En cambio cuando termino un libro de Dostoievski, primero tengo que regresar a mí mismo, restablecerme".
Por Walter Benjamin.
Los autores rusos previos a la guerra no saben dar contorno a la existencia. No pueden –excluyendo a Tolstoi– trazar un destino. Todo se les presenta desde el lado interno de la vivencia. Sin embargo, han descubierto la dinámica del acontecer para la novela, ese espacio de tensión cerrado por todos lados. Así, la novela rusa de la segunda mitad del siglo pasado, con Dostoievski como su representante más valedero, se creó un nuevo tipo de lector.* Esto debe entenderse de la siguiente manera: cuando cierro una novela de Stendhal o Flaubert, una novela de Dickens o de Keller, siento como si saliera de una casa hacia el exterior. Por muy profundo que me hubiera sumergido en lo narrado, siempre sigo siendo yo mismo, sin tiéndome determinado de muy diversas maneras y con distintas intensidades, pero siempre como dentro de las proporciones del espacio que ocupo, es decir sin que mi sustancia se transforme y sin perder el control de la conciencia. En cambio cuando termino un libro de Dostoievski, primero tengo que regresar a mí mismo, restablecerme. Debo orientarme, como al despertar, tras haberme percibido vagamente durante la lectura, como durante un sueño. Pues Dostoievski entrega mi conciencia maniatada al horroroso laboratorio de su fantasía, exponiéndola a sucesos, visiones y voces que me son ajenas y en donde se diluye. Hasta el más nimio de sus personajes está abandonado a su suerte, fue entregado a ella con las manos atadas. Este procedimiento, en sí no carente de problemas, se ve certificado por la dimensión de la tentativa que realiza el autor en el ámbito de la experiencia religiosa y moral. El mismo procedimiento revelará su carácter dudoso en todo emprendimiento más pequeño. No sirve de nada, pues, que Schmeliov lo aplique con extraordinaria certeza y escrupulosidad en su acotado territorio. El camarero, que en este libro presenta un informe sobre algunos meses de su vida, es cualquier personaje secundario del mundo de Dostoievski, representado magistralmente en palabras y gestos. Solo que nada de aquel mundo lo rodea. Su miserable existencia no pasa de ser una “vida interior” que solo está en correspondencia con un mundo exterior, nunca lo incorpora ni lo ilumina. Por eso este libro es un constructo que transmite al lector todas las tensiones de una novela de Dostoievski, purificadas de estremecimientos, un narcótico inofensivo, una perfectamente escrita (y no menos perfectamente transmitida) lectura de entretenimiento.
*Benjamin fue un atento lector de Dostoievski, a quien dedicó un temprano trabajo, de 1917, sobre El idiota, donde sienta las bases de una crítica antipsicologista de las novelas, en parte recurriendo al romanticismo. El texto es conocido por su definición de una inmortalidad de la vida. En 1919 había leído dos veces El doble; solo Crimen y castigo, leída hacia 1934, no le inspiró una admiración sin reservas: “Por supuesto que Dostoievski es un gran maestro, pero la confusión que sirve de base a su personaje termina compartiéndola él mismo, y esta confusión es ilimitada” (carta a Werner Kraft, 27 de septiembre de 1934). [N. de la E.]
“Iwan Schmeliov, El camarero, traducido del ruso por Käte Rosenberg, Berlín, S. Fischer Verlag, 1927, 233 páginas”, en Die literarische Welt, 10 de junio de 1927.