Le Carré: un antídoto contra el siglo cobarde
Martes 10 de julio de 2018
"Me gustan las novelas de John le Carré, sus conspiraciones, sus tramas enrevesadas, su flemática narrativa, su fluidez, su morosidad, su ironía", escribe Damián Ríos en esta columna en la que pasea -con Fogwill, Gambarotta y Schwarzböck- por las cenizas del Siglo XX con los libros del novelista británico bajo el brazo.
Por Damián Ríos.
Me gustan las novelas de John le Carré y me aburre el siglo XXI. Me gustan sus melancólicos agentes de inteligencia británicos que desprecian a los yanquis y odian a los comunistas. Con el fondo del Muro de Berlín recién construido, los personajes conspiran contra enemigos a los que vieron una sola vez en la vida, y de los que desconocen casi todo, inescrutables como les resulta todo lo que venga de los combatidos países del Este.
Una de mis preferidas es El topo, y Karla es mi villano favorito, el enemigo del varias veces retirado agente Smiley: toda una leyenda del servicio secreto británico que es convocado para desentrañar quién del mando del Servicio está pasando información a Karla, jefe legendario del Centro de Moscú. La trama se complejiza, la información es la moneda con que se trafica. Cuanto más verosímil parece la información, más sospechosa es. La información, como el dinero, compra voluntades, privilegios, poder, prestigio. Obtener información, producirla, es para estos personajes la misión de sus vidas, la misión de los Estados del siglo XX. Ahora la información está en manos de empresas tecnológicas: por eso extraño el siglo XX, por eso me gustan las novelas de le Carré.
Lo más débil que tienen los agentes de ambos bandos son sus parejas. En una reunión, que en la novela se sitúa décadas atrás, Smiley intenta quebrar a Karla ofreciéndole pasarse al bando occidental, pero comete una pequeña infidencia respecto de su esposa, Ann, bella e infiel; esa información será aprovechada por Karla y la maximizará, tanto que costará redes de espías completas, operaciones fracasadas y años de trabajo desperdiciado.
En La gente de Smiley, la última de la que se conoce como la “Trilogía Karla” (El honorable colegial la completa), vuelven a enfrentarse Smiley y Karla. Esta vez Karla parece haber cometido un error, y será el taciturno Smiley, de vuelta de su retiro, quien aprovechará al máximo las debilidades humanas de quien considera un fanático. Pero Karla no es un fanático, es más bien un político que juega sus piezas a lo largo de décadas, al otro lado de la Cortina de Hierro.
En El legado de los espías, le Carré, a los ochenta y cinco años de edad y a más de cincuenta después de haber publicado su primera novela, vuelve a encargarse de la Guerra Fría. Ahora es una vieja y exitosa operación de inteligencia, que costó la vida de una mujer inocente, la que está a punto de ser investigada por el parlamento británico, y la política reclama responsables, que eventualmente cobrará con votos, mayorías parlamentarias, ministros. En este caso, un discípulo de Smiley es convocado por el Estado, una comisión parlamentaria que lo saca de su apacible retiro en Francia. Ya no existe la amenaza comunista y la política pretende evaluar, con códigos del presente, hechos del pasado. Se suceden interminables minutas, informes, escuchas, y se recupera la trama de una operación de desinformación de nombre “Carambola”. El bloque comunista fue derrotado, y con él también fueron derrotados los agentes que lo combatieron, entre ellos Smiley, cuya presencia sobrevuela toda la novela y que aparece al final, ya anciano.
La escena clave de reclutamiento de un agente de El legado de los espías es un calco de otra escena de otra novela de le Carré, El espía que surgió del frío, y los motivos de la operación son los mismos: destruir al jefe de la Stasi, que en una operación de contrainteligencia desbarató la red de espías y asesinó al mejor agente británico. Siempre está en juego la inteligencia de los agentes de ambos bandos; la presentación de los personajes es impecable, se resuelve en una o dos oraciones; cada acción de los agentes encierra uno o dos motivos ocultos. Todo es falso, todo es aparente; lo que parece una recaída en realidad es un paso adelante en cada operación. La narrativa de le Carré es morosa pero de una fluidez incomparable.
El agente Smiley ha protagonizado seis novelas de John le Carré: Llamada para el muerto (Call for the Dead, 1961), Asesinato de calidad (A Murder of Quality, 1962), El topo (Tinker Tailor Soldier Spy, 1974), El honorable colegial (The Honourable Schoolboy, 1977), La gente de Smiley (Smiley's People, 1979) y esta última, El legado de los espías (A Legacy of Spies, 2017). Y también interviene como personaje secundario en otras tres novelas del autor: El espía que surgió del frío (The Spy Who Came in from the Cold, 1963), El espejo de los espías (The Looking Glass War, 1965) y El peregrino secreto (The Secret Pilgrim, 1990).
Sus novelas han llegado al cine y se han hecho miniseries de la BBC.
Reuniones en bares, en nightclubs, en campings de Berlín oriental, en apartadas calles de las afueras de Londres; persecuciones en capitales de Europa del Este que llegan a involucrar a decenas de agentes; hombres y mujeres que traicionan a sus países natales, a sus familias, a sus amantes, que luchan contra los regímenes que los gobiernan, todos heroicos a su manera, todos al borde del fracaso, alcohólicos, envueltos en conspiraciones que los exceden. Identidades falsas, romances, fuentes confiables y contaminadas, operaciones de desinformación. Todas peripecias ambientadas en la Guerra fría, todas melancólicas, levemente anticomunistas, tal vez anacrónicas para el lector actual. En todas, la amenaza del comunismo regía la vida de occidente; el socialismo real se erguía y amenazaba al capitalismo. En todas hay un orden perdido, una lógica que extraño.
Un mundo tan diferente, el de las novelas de le Carré, al de la “vida de derecha” que tan bien describe la filósofa argentina Silvia Schwarzböck en Los espantos. Estética y postdictadura. En este ensayo analiza obras de arte —literatura, cine— y las lee a la luz de la experiencia democrática, postdictatorial, en la Argentina posterior a 1983, e insinúa que la única forma de vida posible, la vida de los derechos civiles, la de los votos y los consensos, es “la vida de derecha” en la que no se discuten fundamentos básicos de la economía política: “la vida sin el fantasma del comunismo” como amenaza real. Algo de eso sospechó Fogwill en su momento, y lo plasmó en una decena de cuentos, novelas y artículos, cuando postulaba, en soledad, la idea de la democracia como herencia cultural del proceso militar, a principios de los ochenta, y a los reclamos genuinos de juicio y castigo, Fogwill sumaba, fundamentalmente, la idea de restitución económica de todo lo desfalcado por el gobierno militar y sus cómplices. A ese problema está dedicada En otro orden de cosas (2001), que también es la historia de un empleado que escala, económica y políticamente, de organizaciones revolucionarias a puestos ejecutivos en una gran constructora que, una vez me dijo, estaba inspirada en el Grupo SOCMA, donde Fogwill trabajó. Una historia del siglo XX, complejo y contradictorio. No en vano tanto Fogwill como Schwarzböck han tomado como un referente Punctum (1997), de Martín Gambarotta, un libro “sobre la postguerra sucia”, en palabras de Fogwill, en el que uno de los personajes en unos versos exige “carbón para asar el siglo cobarde”.
Cobarde o no, extraño el siglo XX, tan distinto de este tedio hecho de likes, favs y retuiteos. Me gusta hablar por teléfono fijo, odio el celular y los mensajes de whatsapp, los audios, odio chatear. Detesto que la información esté en manos de los tan reales Mark Zuckerberg y Jeff Bezos y que no se la disputen invenciones gozosas como George Smiley y Karla. Por eso me gustan las novelas de John le Carré, sus conspiraciones, sus tramas enrevesadas, su flemática narrativa, su fluidez, su morosidad, su ironía. Por eso me gusta leer versos, también, pero ese es otro tema.